Un Siglo de Oro

 José Ramón Ayllón

José Ramón Ayllón

Qué descansada vida

Si algo no tienen los españoles de los siglos XVI y XVII es una vida descansada. Tampoco los españoles escritores, que alternaron su labor literaria con el oficio de las armas, y que en muchos casos dieron con sus huesos en la cárcel durante varios años.

Un Siglo de Oro

Al agustino Fray Luis de León se le considera uno de los filólogos más sobresalientes de su época. Su obra poética, publicada por Quevedo en 1631 e inspirada en los clásicos, especialmente en Horacio, lo sitúa entre los mayores creadores de la poesía española.

Le hubiera gustado llevar una existencia sencilla, dedicada a la contemplación, pero la vida académica en la Universidad de Salamanca le salpicó con envidias, celos y rencillas. Para colmo, la Inquisición le tuvo cinco años entre rejas. Por suerte, los agustinos poseían una granja en las afueras de la ciudad, y allí se retiraba fray Luis a descansar. Ese locus amoenus o espacio idílico –con su sombra de árboles, prado y agua- quedará inmortalizado en las 17 estrofas de la célebre Oda a la vida retirada.

Conviene apreciar el maravilloso conjunto que forman las atractivas ideas, los finos argumentos y su hermosa expresión literaria.

¡Qué descansada vida
la del que huye del mundanal ruïdo,
y sigue la escondida
senda, por donde han ido
los pocos sabios que en el mundo han sido!

Que no le enturbia el pecho
de los soberbios grandes el estado,
ni del dorado techo
se admira, fabricado
del sabio moro, en jaspes sustentado.

No cura si la fama
canta con voz su nombre pregonera,
ni cura si encarama
la lengua lisonjera
lo que condena la verdad sincera.

¿Qué presta a mi contento
si soy del vano dedo señalado;
si, en busca deste viento,
ando desalentado
con ansias vivas, con mortal cuidado?

¡Oh monte, oh fuente, oh río!
¡Oh secreto seguro, deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar tempestuoso.

Un no rompido sueño,
un día puro, alegre, libre quiero;
no quiero ver el ceño
vanamente severo
de a quien la sangre ensalza o el dinero.

Despiértenme las aves
con su cantar sabroso no aprendido;
no los cuidados graves
de que es siempre seguido
el que al ajeno arbitrio está atenido.

Vivir quiero conmigo,
gozar quiero del bien que debo al cielo,
a solas, sin testigo,
libre de amor, de celo,
de odio, de esperanzas, de recelo.

Del monte en la ladera,
por mi mano plantado tengo un huerto,
que con la primavera
de bella flor cubierto
ya muestra en esperanza el fruto cierto.

Y como codiciosa
por ver y acrecentar su hermosura,
desde la cumbre airosa
una fontana pura
hasta llegar corriendo se apresura.

Y luego, sosegada,
el paso entre los árboles torciendo,
el suelo de pasada
de verdura vistiendo
y con diversas flores va esparciendo.

Un Siglo de Oro

El aire el huerto orea
y ofrece mil olores al sentido;
los árboles menea
con un manso ruïdo
que del oro y del cetro pone olvido.

Ténganse su tesoro
los que de un falso leño se confían;
no es mío ver el lloro
de los que desconfían
cuando el cierzo y el ábrego porfían.

La combatida antena
cruje, y en ciega noche el claro día
se torna, al cielo suena
confusa vocería,
y la mar enriquecen a porfía.

A mí una pobrecilla
mesa de amable paz bien abastada
me basta, y la vajilla,
de fino oro labrada
sea de quien la mar no teme airada.

Y mientras miserable-
mente se están los otros abrazando
con sed insacïable
del peligroso mando,
tendido yo a la sombra esté cantando.

A la sombra tendido,
de hiedra y lauro eterno coronado,
puesto el atento oído
al son dulce, acordado,
del plectro sabiamente meneado.

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