Un Siglo de Oro

 José Ramón Ayllón

José Ramón Ayllón

Un Siglo de Oro
Es el principal escritor satírico y burlesco de la literatura española, pero se asoma a estas páginas por sus palabras de amor a la vida, a la mujer y a su patria.

Francisco de Quevedo

Palabras de amor a la vida y de dolor por su fugacidad. Todos los hombres y mujeres han sabido y sentido que los ríos de la vida desembocan en el mar de la muerte. El sentimiento de ese necesario final es complejo, intenso y universal, pero la forma de afrontarlo y de expresarlo por escrito es muy diferente. Los poetas del Siglo de Oro español lograron en este punto una brillantez insuperable. Escribe Quevedo:

Cerrar podrá mis ojos la postrera
sombra, que me llevaré el blanco día;
y podrá desatar esta alma mía
hora, a su afán ansioso linsojera;

mas no de esotra parte en la ribera
dejará la memoria en donde ardía;
nadar sabe mi llama la agua fría,
y perder el respeto a ley severa:

Alma a quien todo un Dios prisión ha sido,
venas que humor a tanto fuego han dado,
médulas que han gloriosamente ardido,

su cuerpo dejará, no su cuidado;
serán ceniza, mas tendrán sentido.
Polvo serán, mas polvo enamorado.

Francisco de Quevedo llena con su actividad política y literaria la primera mitad del siglo XVII. Cortesano desde la cuna y estudioso de los clásicos, su inteligencia superdotada le permitió alcanzar una asombrosa agudeza verbal y un dominio tiránico del lenguaje. Si su mordacidad proverbial provocó sonadas disputas literarias, intrigas políticas le llevaron cuatro años a la cárcel, acusado de enemigo del Gobierno y espía francés, cargos que nunca reconoció. Es el principal escritor satírico y burlesco de la literatura española, pero se asoma a estas páginas por sus palabras de amor a la vida, a la mujer y a su patria. Amor dolorido por la consideración de la muerte y del inicio de la decadencia política de España:

Miré los muros de la patria mía,
si un tiempo fuertes ya desmoronados,
de la carrera de la edad cansados,
por quien caduca ya su valentía.

Salime al campo: vi que el sol bebía
los arroyos del yelo desatados,
y del monte quejosos los ganados
que con sombras hurtó su luz al día.

Entré en mi casa: vi que, amancillada,
de anciana habitación era despojos,
mi báculo más corvo y menos fuerte.

Vencida de la edad sentí mi espada,
y no hallé cosa en que poner los ojos
que no fuese recuerdo de la muerte.

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