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Sólo se ve bien con el corazón

Leyendo El Principito de
A. SAINT-EXUPÈRY

Andrés Jiménez Abad

¡He aquí un súbdito!

"¡HE AQUÍ UN SÚBDITO!"

El capítulo X nos muestra la figura curiosa de un rey que habita en un pequeño y solitario planeta: el planeta 325 (ya se sabe que a las personas mayores les encantan las cifras). Un rey que en su planeta minúsculo se viste de púrpura y armiño… y que sueña con reinar sobre todas las cosas y destinos.

Este personaje, será, como los que conocerá el principito en los otros planetas que se dispone a visitar, ejemplo de un tipo de “persona mayor”. Con esta expresión el libro se refiere simbólicamente a una forma de mirar el mundo, las cosas y a las personas, eminentemente utilitarista y superficial; una mirada del todo incapaz de comprender el verdadero valor de las cosas y de las personas. Y como empezaremos a ver en seguida, incapaz también de apreciar el verdadero valor de la amistad. Para el utilitarista, todo –incluidas las personas- se divide en dos simples tipos: lo que me es útil y lo que no.

Y a estas personas mayores es a las que precisamente se dirige el principito, llamando a la puerta de sus vidas, asomándose a sus planetas, con el propósito de encontrar un amigo.

Y la primera persona a la que se encuentra es alguien que, sin más presentación, exclama: “-¡Ah, he aquí un súbdito!”, porque para él todos a su alrededor son súbditos, gente sometida a lo que él mande.

Pero con una cruel ironía, no exenta de fino humor, se nos presenta el mundo de este rey absoluto y universal: el planeta está cubierto por su magnífico manto de armiño y es minúsculo y solitario. Hasta el punto de que no cabe nadie más que un pobre rey, triste y solo, y su absurda pretensión de imponerse sobre todo.

Es tal su afán de control que ordena al principito que bostece y que no bostece, según lo que éste vaya a hacer. Para el rey, lo que no está prohibido es obligatorio. Y por consiguiente, nadie se siente cómodo y libre junto a él, porque no deja lugar a la iniciativa y a la normalidad.

Pero se nos dice además que este rey era también “muy bueno”. Esa forma de ser a la vez "autoritario y bueno" se conoce con el nombre de paternalismo. Al ejercer el paternalismo, una persona toma decisiones que no pueden discutirse ni cuestionarse, pero a la vez también transmite un cierto afecto. En definitiva, quita iniciativa a los demás con la intención de procurarles el bien, porque cree saber mejor que nadie lo que les conviene. Considera al otro incapaz de valerse por sí mismo, no le valora como persona sino más bien como una especie de apéndice suyo, como “súbdito”.

Es importante señalar que no se habla aquí simplemente de política. Se trata de la relación entre la autoridad y la libertad en el ámbito de la convivencia; se puede aplicar al ámbito familiar, al del trabajo o al de la amistad, por ejemplo.

Nuestro rey, tal vez resignado ante la evidencia de una realidad tozuda, que no siempre obedece nuestros deseos, prefiere dar “órdenes razonables”, pero que en el fondo no son ni verdaderas órdenes ni son tampoco razonables. Así, para que tenga lugar una puesta de sol, “manda” que ocurra cuando necesariamente va a ocurrir. “Lo exigiré, ¡será esta noche… a las siete y cuarenta! ¡Y verás cómo soy obedecido”. Evidentemente eso ni es mandar ni es de veras razonable.

Pero este rey bueno, aunque autoritario, no deja de decir cosas verdaderas: La primera: “La autoridad reposa, en primer término, sobre la razón”. Pero, claro, la verdadera autoridad no se da cuando no se aplica a quien se le ha quitado la libertad. Eso es poder, control, imposición. La verdadera autoridad consiste en ayudar a crecer, en dar auge.

Otra notable sentencia del rey: Al querer retener al principio bajo la sombra de su manto real, pretende nombrarle ministro de Justicia… Pero como el principito repone que no hay en el planeta nadie a quien juzgar porque la vida del rey no deja espacio para que nadie participe de ella de verdad… el rey responde: “-Te juzgarás a ti mismo. Es lo más difícil. Es mucho más difícil juzgarse a sí mismo que juzgar a los demás. Si logras juzgarte bien a ti mismo eres un verdadero sabio.”

Nada más cierto. Pero la respuesta del principito, contundente y asertiva, no lo es menos: “-Yo puedo juzgarme a mí mismo en cualquier parte. No tengo necesidad de vivir aquí.”

Tampoco le gusta condenar a muerte y perdonar la vida a nadie, como le ordena el rey.

En definitiva, como el principito ve que no puede respirar, agobiado por el afán del rey de ser siempre obedecido, de imponer de un modo u otro su voluntad sin dejar espacio ni capacidad a los demás para ser ellos mismos, decide alejarse. Ante lo irremediable de la partida, el rey exclama: “-¡Te hago embajador!”

Qué difícil es entrar en la vida de alguien que no te ve como amigo ni te valora por ser tú mismo sino en función sus intereses. Y qué tristeza y soledad la de su vida.


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