Encrucijadas de la carne y del espíritu
Texto 3º: José García Nieto
Piedra y cielo de Roma
Ese dedo de Dios, eternamente
acercándose al hombre -y no lo toca-,
ese soplo encendido de su boca
que da sentido a un torso y a una frente,
Ese ser poderoso y derribado
que recibe la llama de la vida
en la carne, de amor estremecida,
en el barro, de amor humanizado,
No son tuyos; no has sido tú el maestro,
ni el creador, ni el oficiante diestro;
no era tuya la mano que pintaba.
Eras el obediente y conducido.
Dentro de un paraíso, aún no perdido,
también a ti el Señor te señalaba.
Qué quieto está ahora el mundo. Y tú, Dios mío…
Qué quieto está ahora el mundo. Y tú, Dios mío,
qué cerca estás. Podría hasta tocarte.
Y hasta reconocerte en cualquier parte
de la tierra. Podría decir: río,
y nombrar a tu sangre. En el vacío
de esta tarde, decir: Dios, y encontrarte
en esas nubes. ¡Oh, Señor, hablarte,
y responderme Tú en el verso mío!
Porque estás tan en todo, y yo lo siento,
que, más que nunca, en la quietud del día
se evidencian tus manos y tu acento.
Diría muerte, ahora, y no se oiría
mi voz. Eternidad, repetiría
la antigua y musical lengua del viento.