Saber mirar
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Encrucijadas de la carne y del espíritu

Eugène Ionesco

EL RINOCERONTE, DE E. IONESCO

(Del Acto tercero)

DAISY. — Entonces, tenemos derecho a vivir. Hasta tenemos el deber, respecto de nosotros mismos, de ser felices, independientemente de todo. La sensación de culpabilidad es un síntoma peligroso. Es señal de falta de pureza.
BERENGUER. — ¡Ah sí...! una cosa puede llevar a otra... (Señala con el dedo las ventanas bajo las cuales están pasando los rinocerontes y luego apunta á la pared del fondo en la cual aparece una cabeza de rinoceronte.) Muchos de ellos han empezado por ahí.
DAISY. — Procuremos no volvernos a sentir culpables.
BERENGUER. — ¡Qué razón tienes, alegría mía, mi diosa, mi sol!... Estoy contigo, ¿no es verdad? Nadie puede separarnos. Nuestro amor existe y sólo él es verdad. Nadie tiene derecho, nadie puede impedir que seamos felices, ¿verdad? (Se oye llamar al teléfono.)
DAISY. — (Con temor.) No respondas.
BERENGUER. — ¿Por qué?
DAISY. — No sé. Puede que valga más.
BERENGUER. — Puede que sea el señor Papillón, o Botard, o Juan, o Dudard que quieren anunciamos que se han arrepentido de su decisión. Puesto que tú decías que no era, por su parte, más que un capricho pasajero.
DAISY. — No lo creo. No han podido cambiar tan pronto de opinión. No han tenido tiempo de reflexionar. Llegarán hasta el fin de su experimento.
BERENGUER. — Acaso sean las autoridades que reaccionan y nos piden que las ayudemos en las medidas que van a tomar.
DAISY. — Me sorprendería. (Vuelve a sonar la llamada del teléfono.)
BERENGUER. — Sí, sí, es la llamada de las autoridades. ¡Una llamada larga! Tengo que responder a su llamamiento. No puede ser nadie más. (Descuelga el aparato.) ¡Hola! (Por toda respuesta se oyen berridos que salen del auricular.) ¿Oyes? ¡Berridos! ¡Escucha! (DAISY se pone el auricular en el oído, retrocede, y cuelga rápidamente el aparato.)
DAISY. — (Con espanto.) ¿Qué puede ser esto?
BERENGUER. — ¡Ahora nos gastan bromas!
DAISY. — Bromas de muy mal gusto.
BERENGUEB. — ¡Ya lo ves, te lo había dicho!
DAISY. — ¡No me has dicho nada!
BE1ENGUER. — Lo estaba esperando, lo había previsto.
DAISY. — No habías previsto nada absolutamente. Nunca prevés nada. No prevés los acontecimientos hasta que han sucedido.
BERENGUER. — Sí, preveo, preveo.
DAISY, — No son amables. Está mal hecho. No me gusta que nadie se burle de mí.
BERENCUER. — De ti no se atreverían a burlarse. Se burlan de mí.
DAISY. — Y como estoy contigo, naturalmente, entro en la parte. Se vengan. Pero, ¿qué les hemos hecho? (Vuelve a llamar el teléfono.) ¡Quita los plomos!
BERENGUER. — El correo, telégrafo, teléfono, no lo permite.
DAISY. — ¡Ah, no te atreves a nada, y vas a defenderme! (Quita los plomos y la llamada cesa.)
BERENGUER. — (Precipitándose hacia el aparato de radio.) Hagamos funcionar la radio para saber las noticias.
DAISY. — Sí, hay que saber a qué atenernos. (Salen berridos del aparato. BERENGUER vivamente, da vuelta el botón. El aparato enmudece. Sin embargo, se oyen a lo lejos, como ecos de berridos.) ¡Esto se está poniendo serio de veras! ¡No me gusta, no lo admito! (Tiembla.)
BERENGUER. — (Agitadísimo.) ¡Calma, calma!
DAISY. — ¡Han ocupado las instalaciones de la radio!
BERENGUER. — (Tembloroso y agitado.) ¡Calma! ¡Calma! ¡Calma! (DAISY corre a la ventana del fondo, mira; después va a la ventana del proscenio y mira; BERENGUER hace lo mismo, en sentido inverso, después, los dos se encuentran en el centro del escenario, uno frente a otro.)
DAISY. — Esto ya no es broma. ¡Se han tomado verdaderamente en serio!
BERENGUER. — ¡No hay más que ellos! ¡No hay más que ellos! Las autoridades se han puesto de su parte. (El mismo juego que hace un momento de DAISY y BERENGUER hacia las dos ventanas, luego, los dos vuelven a reunirse en el centro del escenario.)
DAISY. — Ya no hay nadie en ninguna parte.
ERENGUER. — Estamos solos, nos hemos quedado solos.
DAISY. Es lo que tú querías.
BERENGUER. — ¡Quien lo quería eras tú!
DAISY. — Eres tú.
BERENGUER. — ¡Tú!
Se oyen los ruidos por todas partes. Las cabezas de rinoceronte llenan la pared del fondo. A derecha e izquierda, en la casa, se oyen pasos precipitados, resoplidos de fieras. Todos esos ruidos espantables, tienen sin embargo ritmo musicalidad. Los más fuertes ruidos de pataleo vienen sobre todo de arriba. Cae yeso del cielo raso. La casa se muere violentamente.
DAISY. — ¡La tierra tiembla! (No sabe por dónde huir.)
BERENGUER. — No, son nuestros vecinos, los Perisodáctilos! (Levanta el puño amenazando a la derecha, a la izquierda, en todos sentidos.) ¡Deteneos! ¡No nos dejáis trabajar! ¡Están prohibidos los ruidos! ¡Se prohíbe hacer ruido!
DAISY. — ¡No te harán caso! (Pero los ruidos disminuyen y no constituyen sino una especie de fondo sonoro y musical.)
BERENGUER. — (También asustado.) No tengas miedo, amor mío. Estamos juntos, ¿no estás bien conmigo? ¿Es que no te basto? Apartaré de ti todas las angustias.
DAISY. — Puede que la culpa sea nuestra.
BERENGUER. — No pienses más en eso. No hay que tener remordimientos. El sentimiento de culpabilidad es peligroso. Vivamos nuestra vida, seamos felices. Tenemos el deber de ser dichosos. No son malos si no se les hace daño. Nos dejarán en paz. Cálmate. Descansa. Siéntate en el sillón. (La lleva hasta el sillón.) ¡Cálmate! (DAISY se instala en el sillón.) Quieres una copa de cognac para rehacerte?
DAISY. — Me duele la cabeza.
BERENGUER. — (Tomando el vendaje que él llevaba antes, y vendando la cabeza a DAISY.) ¡Te quiero, amor mío! No te preocupes, se les pasará. Un capricho pasajero.
DAISY. — No se les pasará. Es definitivo.
BERENGIJER. - ¡Te quiero, te quiero con locura!
DAISY. — (Quitándose el vendaje.) ¡Que pase lo que sea! ¿Qué quieres que hagamos?
BERENGUER. — Todos se han vuelto locos. El mundo está enfermo. Todos están enfermos.
DAISY. — Y no somos nosotros los que los curaremos.
BERENGUER. — ¿Cómo vivir en la casa con ellos?
DAISY. — (Calmándose.) Hay que ser razonables. Hay que encontrar un modus vivendi, hay que procurar entenderse con ellos.
BERENGUER. — No pueden entendernos.
DAISY. — Pues es preciso. No hay otra solución.
BERENGUER. — ¿Tú los comprendes a ellos?
DAISY. — Todavía no. Pero debiéramos intentar comprender su psicología, aprender su lenguaje.
BERENGUER. — ¡No tienen lenguaje! Escucha... ¿a eso le llamas lenguaje?
DAISY. — ¿Tú qué sabes? ¡No eres poligloto!
BERENGUER. - De eso hablaremos más tarde. Primero hay que almorzar.
DAISY. — Ya no tengo hambre. Es demasiado. No puedo resistirlo.
BERENGUER. — Pero tú eres más fuerte que yo. No vas a dejarte impresionar. Te admiro precisamente por tu valor.
DAISY. — Eso ya me lo has dicho.
BERENGUER. - ¿Estás segura de mi amor?
DAISY. — Claro que sí.
BEPENGUER. — Te quiero.
DAISY. — Siempre dices lo mismo, hijito.
BERENGUER. — Escúchame, Daisy. Podemos hacer algo. Tendremos hijos, nuestros hijos tendrán hijos a su vez, tardará tiempo, pero entre los dos podremos regenerar la humanidad.
DAISY. — ¿Regenerar la humanidad?
BERENGUER. — Ya se ha hecho antes.
DAJSY. — En tiempos de Adán y Eva. Tuvieron mucho valor
BERENGUER. — También lo podemos tener nosotros. Además, no hace falta tanto. Se hace solo, con tiempo, con paciencia.
DAISY. — ¿Y para qué?
BERENGUER. — Sí, sí, un poco de valor, sólo un poquito.
DAISY. — No quiero tener hijos. ¡Qué fastidio!
BERENGUER. — Entonces ¿cómo quieres salvar al mundo?
DAISY. — ¿Para qué salvarlo?
BERENGUER. — ¡Qué pregunta! Hazlo por mí, Daisy. ¡Salvemos al mundo!
DAISY. — Puede que seamos nosotros los que necesitemos que nos salven. Tal vez seamos nosotros los anormales.
BERENGUER. — Divagas. Daisy, tienes calentura. Daisy. — ¿Ves alguno de nuestra especie?
BERENGUER. — ¡Daisy, no quiero oírte decir eso! (DAISY mira en derredor hacia todos los rinocerontes cuyas cabezas se ven en las paredes, en la puerta del rellano, y también en el borde del escenario)
DAISY. — Esas son las gentes. Parece que están alegres. Se sienten a gusto dentro de su piel. No tienen aspecto. de locos. Son muy naturales. Han tenido sus razones.
BERENGUER. — (Juntando las manos y mirando a DAISY con desesperación.) La razón la tenemos nosotros, Daisy, te lo aseguro!
DAISY. — ¡Qué pretensión!
BERENGUER. — De sobra sabes que tengo razón.
DAISY. — No hay razón absoluta. El inundo es el que tiene razón, no tú, no yo...
BERENGUER. — Sí, Daisy, yo tengo razón. La prueba es que me comprendes cuando te hablo.
DAISY. — Eso no prueba nada.
BÉRENGUER. — La prueba es que te quiero todo cuanto un hombre puede amar a una mujer.
DAISY — ¡Valiente argumento!
BERENGUER. — Ya no te comprendo, Daisy. ¡Querida, ya no sabes lo que dices! El amor! El amor, piénsalo bien, el amor...
DAISY — Me avergüenza un poco, eso que llamas amor, ese sentimiento morboso, esa flaqueza del hombre. Y de la mujer. No puede compararse con el ardor, la energía extraordinaria que exhalan todos esos seres que nos rodean.
BERENGUER. — ¿Energía? ¿Quieres energía? ¡Toma, ahí tienes energía! (Le da una bofetada.)
DAISY. — ¡Oh! Nunca hubiese creído... (Se desploma en et sillón.)
BERENGUER. — ¡Oh, perdóname, querida, perdóname! (Quiere besarla. Ella se aparta.) Perdóname, querida, Ha sido sin querer. ¡No sé qué es lo que me ha sucedido, cómo he podido dejarme llevar!
DAISY. — Es porque ya no tienes argumentos; muy sencillo.
BERENGUER. — ¡Ay! En unos cuantos minutos, hemos vivido veinticinco años de matrimonio.
DAISY. — También tú me das lástima. Te comprendo.
BENENCUER. — (Mientras Daisy llora.) Está bien, sin duda ya no tengo argumentos. Los crees más fuertes que yo, más fuertes que nosotros acaso.
DAISY. — ¡De seguro!
BERENGUER. — ¡Pues a pesar de todo, te lo juro, yo no abdicaré, no abdicaré!
DAJSY. — (Se levanta, se acerca a BERENGUER y le rodea el cuello con los brazos.) ¡Pobre amor mío, me quedaré contigo hasta el fin!
BERENGUER. — ¿Podrás?
DAISY. — Cumpliré mi palabra. Ten confianza. (Ruidos melodiosos de los rinocerontes.) Cantan. ¿Los oyes?
BERENGUER. — No cantan, barritan.
DAISY. - Cantan.
BEREÑGUER. — Te digo que barritan.
DAISY. — Estás loco. Cantan.
BERENGUER. — Entonces, no tienes oído musical.
DAISY. — No entiendes nada de música, pobre amor mío. Y además, mira, juegan, danzan.
BERENGUER.— ¿A eso le llamas danza?
DAISY. — Es su modo de danzar. Son hermosos.
BERENGUER. — ¡Son innobles!
DAISY. — ¡No quiero que hables mal de ellos! Me da pena.
BERENGUER. — Discúlpame. No nos vamos a pelear por ellos.
DAISY. — Son dioses.
BERENGUER. — Exageras. Daisy, míralos bien.
DAISY. — No tengas celos, querido. Perdona tú también. (Se dirige de nuevo a BERENGUER. quiere abrazarlo. Ahora es BERENGUER el que se aparta.)
Berenguer. — Veo que nuestras opiniones son completamente opuestas. Vale más no discutir.
DAISY. — No seas mezquino.
BERENGUER. — No seas necia.
DAISY. — (A BERENGUER que le ha vuelto la espalda y se está mirando en el espejo.) La vida en común ya no es posible. (Mientras BERENGUER continúa mirándose en el espejo, ella se dirige despacio a la puerta, diciendo:) No es amable, de veras, no es amable. (Sale. Se la ve empezar a bajar la escalera lentamente.)
BERENGUER. — (Siempre mirándose en el espejo.) A pesar de todo, un hombre no es tan feo. ¡Y eso que yo soy de los más hermosos! Créeme, Daisy! (Se vuelve.) ¡Daisy! ¡Daisy! ¿Dónde estás, Daisy? ¡Eso no lo harás! (Se precipita hacia la puerta.) Daisy, vuelve a subir! ¡Vuelve, Daisy, chiquilla mía! ¡Ni siquiera has almorzado! ¡Daisy, no me dejes solo! ¿Qué me prometiste, ¡Daisy, Daisy! (Renuncia a llamarla, hace un ademán desesperado y vuelve a entrar en la habitación.) Evidentemente. Ya no nos entendíamos. Matrimonio desunido. No era ya viable. Pero no hubiera debido dejarme sin explicarse. (Mira por todas partes.) No me dejó ni una palabra. Eso no se hace. Ahora estoy completamente solo. (Cierra la puerta con llave, cuidadosamente pero con ira.) ¡A mí no me vencen! (Cierra cuidadosamente las ventanas.) ¡No podréis contra mí! (Se dirige a todas las cabezas de rinoceronte.) ¡No os seguiré, no os comprendo! Sigo siendo lo que soy. Soy un ser humano. Un ser humano. (Se sienta en el sillón.) La situación es absolutamente insostenible. Yo tengo la culpa de que se haya marchado. Lo era todo para ella. ¿Qué va a ser de ella? Uno más sobre la conciencia. Me figuro lo peor; lo peor es posible. Pobre chiquilla abandonada en este universo de monstruos! Nadie puede ayudarme a volverla a encontrar, nadie; porque ya no hay nadie. (Nuevos berridos, carreras locas, nubes de polvo.) No quiero oírlos. Me pondré algodón en los oídos. (Se pone algodón en los oídos y habla consigo mismo en el espejo.) No hay otra solución que convencerlos... ¿Convencerlos de qué? Y las mutaciones, ¿son reversibles? ¡Eh!, ¿son reversibles? Sería un trabajo de Hércules, por encima de mis fuerzas. En primer lugar, para convencerlos, es menester hablarles. Para hablarles, tengo que aprender su lengua... O que ellos aprendan la mía. Pero, ¿qué lengua hablo yo? ¿Qué lengua es la mía? ¿Es español esto? Sí, debe de ser español. Pero, ¿qué es el español? Puede llamarse a esto español, si se quiere, nadie puede negarlo. Yo soy el único que lo habla. ¿Qué estoy diciendo? ¿Me comprendo, es que me comprendo? (Va hacia el centro de la habitación.) Y, como me decía Daisy, ¿serán ellos los que tienen razón? (Vuelve al espejo.) ¡Un hombre no es feo, un hombre no es feo! (Se mira y se pasa la mano por la cara.) ¡Qué cosa más rara! ¿a qué me parezco yo entonces? ¿A qué me parezco? (Se precipita hacia un “placard”, saca unas cuantas fotografías y las mira. ¡Fotos ¿Quiénes son todas estas gentes? El señor Papillón, o más bien Daisy?, ¿y éste? ¿Es Botard o Dudard o Juan? O tal vez yo! (Se precipita de nuevo hacia el “placard” del cual saca dos o tres cuadros.) ¡Sí, me reconozco, soy yo, soy yo! (Cuelga los cuadros en la pared del fondo, junto a las cabezas de los rinocerontes.) Soy yo, soy yo. (Cuando cuelga los cuadros se ve que representan a un anciano, a una mujer gruesa, a otro hombre. La fealdad de los retratos contrasta con las cabezas de los rinocerontes que han llegada a ser muy bellas. BERENGUER retrocede para contemplar los cuadros.) ¡No soy hermoso, no soy hermoso! (Descuelga los cuadros, los arroja al suelo con furor, se acerca al espejo.) ¡Ellos son los hermosos! ¡Estuve en un error! ¡Ay, quisiera ser como ellos! ¡No tengo cuerno, ay de mí! ¡Qué fea es una frente lisa! Me haría falta uno…, o dos para realzar estas facciones fofas. Puede que me broten, y entonces no me sentiré avergonzado, podré ir a reunirme con todos ellos. ¡Pero no me brotan! (Se mira las palmas de las manos.) Tengo las manos húmedas. ¿Se me pondrán rugosas? (Se quita la chaqueta, se desabrocha la camisa, se contempla el pecho en el espejo.) Tengo la piel blanducha. ¡Ay, este cuerpo blanco y con pelos! ¡Cómo me gustaría tener una piel dura y ese magnífico color verde oscuro, una desnudez decente, sin pelos, como la suya! (Escucha los berridos.) ¡Sus cantos tienen hechizo, un poco áspero, pero sí, hechizo verdadero! ¡Si pudiera cantar con ellos! (intenta imitarlos.) ¡Ahh, ahh! ¡Brr! ¡No, no es eso! ¡Volvamos a intentar.., más fuerte! ¡Ahh. Ahh. Brr! ¡No, no es eso, todavía no... Es débil, le falta vigor! ¡No consigo barritar! ¡No hago más que aullar! ¡Ahh, Ahh, Brr! ¡Los aullidos no son berridos! Me remuerde la conciencia, hubiera debido seguirlos a tiempo. ¡Ahora ya es demasiado tarde! ¡Ay de mí, soy un monstruo, soy un monstruo! ¡Ay, nunca llegaré a ser rinoceronte, nunca, nunca! Ya no puedo cambiar. Lo quisiera ¡ay, cómo lo quisiera, pero no puedo! ¡No me puedo ver! ¡Me da demasiada vergüenza! (Se vuelve de espaldas al espejo.) ¡Qué feo soy! ¡Pobre del que quiere conservar su originalidad! (De pronto, reacciona bruscamente.) Pues bien, tanto peor! ¡Me defenderé contra el mundo entero! ¡Mi carabina, mi carabina! (Se vuelve hacia la pared del fondo donde siguen fijas las cabezas de los rinocerontes, y grita:) ¡Contra el mundo entero, me defenderé contra el mundo entero, me defenderé! ¡Soy el último hombre, seguiré siéndolo hasta el fin! ¡No capitulo!

TELÓN

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