Casa de muñecas
Henrik Ibsen
ESCENA III
CRISTINA:
¡Cuánto te agradezco esa solicitud, Nora!... Más meritoria en ti que no conoces las miserias y los sinsabores de la vida.
NORA:
¿Yo?... ¿Crees eso?
CRISTINA (Sonriendo):
¡Por Dios! Laborcitas de mano y monerías por el estilo... Eres una niña, Nora.
NORA (Moviendo la cabeza y atravesando la escena): No hables con esa ligereza.
CRISTINA: ¿Cómo?
NORA: Eres como los demás. Todos creen que no valgo para nada serio...
CRISTINA: Vamos, vamos...
NORA: Que no conozco las dificultades de la vida.
CRISTINA:
Pero, querida Nora, acabas de contarme tus dificultades...
NORA:
¡Bah! ... ¡Esas bagatelas! ... (En voz baja). No te he contado lo principal.
CRISTINA:
¿Qué dices?
NORA:
Me miras desde la cumbre de tu grandeza, Cristina, y no deberías hacerlo. Tú estás orgullosa de haber trabajado tanto por tu madre.
CRISTINA:
No miro a nadie desde la cumbre de mi grandeza, aunque es verdad que me satisface, y me enorgullece, haber contribuido a que mi madre pasara tranquilamente los últimos días de su vida.
NORA:
Y te enorgullece también pensar lo que has hecho por tus hermanos.
CRISTINA:
Tengo derecho.
NORA:
Así lo creo; pero voy a decirte una cosa, Cristina. Yo también tengo un motivo de alegría y de orgullo.
CRISTINA:
No lo pongo en duda. Explícate.
NORA:
Habla más bajo, no sea que Torvaldo nos oiga. Por nada del mundo querría que él... No debe saberlo nadie, Cristina; nadie más que tú.
CRISTINA:
Nadie lo sabrá por mí.
NORA:
Acércate más. (Atrayéndola a su lado). Sí... Escucha..., yo también puedo estar orgullosa y satisfecha. Yo fui quien salvé la vida de Torvaldo.
CRISTINA:
¿Salvar?... ¿Cómo salvar?
NORA: ¿Te he hablado del viaje a Italia, no es verdad? Torvaldo no viviría a estas horas si no hubiera podido ir al Sur...
CRISTINA:
Bien, pero tu padre les dio el dinero necesario.
NORA (Sonriendo):
Sí, eso es lo que cree Torvaldo y todo el mundo, pero...
CRISTINA:
¿Pero?
NORA:
Papá no nos dio un céntimo. Yo fui la que conseguí el dinero.
CRISTINA:
¿Tú? ¿Una cantidad tan importante?...
NORA:
Mil doscientos escudos. Cuatro mil ochocientas coronas.
CRISTINA:
¿Cómo te las arreglaste?... ¿Ganaste en la lotería?
NORA (Desdeñosamente):
¿La lotería? (Con un ademán de desdén). ¿Qué mérito tendría eso?
CRISTINA:
Entonces, ¿de dónde lo sacaste?
NORA (Sonriendo con aire de misterio y tarareando):
¡Ejem! ¡Ta-ra-ra-la!
CRISTINA:
Prestado no era fácil que lo tuvieras nunca.
NORA: ¿Por qué no?
CRISTINA:
Porque una mujer casada no puede tomar dinero a préstamo sin el consentimiento de su marido.
NORA (Moviendo la cabeza):
¡Oh! Cuando se trata de una mujer algo práctica.... de una mujer que sabe manejarse con destreza...
CRISTINA:
Nora, por más que me devano los sesos, no se me ocurre cómo...
NORA:
No es necesario que te tomes esa molestia. Nadie dice que me prestaran el dinero; pero pude adquirirlo de otro modo. (Se deja caer en el sofá). He podido recibirlo de un admirador... ¿Qué?... Cuando se es pasablemente bonita...
CRISTINA:
¡Qué loca eres!
NORA:
Confiesa que tienes una curiosidad terrible.
CRISTINA:
Dime, querida Nora, ¿no habrás obrado a la ligera?
NORA (Irguiéndose):
¿Es una ligereza salvar la vida al marido?
CRISTINA:
Lo que me parece una ligereza es que a sus espaldas...
NORA:
La cuestión era que no supiera nada. ¡Por Dios! ¿No comprendes? Se trataba de que no conociera la gravedad de su estado. A mí es a quien dijeron los médicos que estaba en peligro, y que no podía salvarse más que pasando una temporada en Italia.
¿Crees que podía ser muy escrupulosa? Le contaba lo que me gustaría ir a viajar por el extranjero como las demás mujeres; lloraba, suplicaba y le decía que era preciso que
se hiciera cargo de mi estado y que cediera a mi deseo; en fin, le insinué que podría tomar dinero a crédito. Entonces, Cristina, le faltó muy poco para irritarse, y me contestó que era una loca, y que su deber de marido era no someterse a mis caprichos. «Bueno, bueno», dije para mí, «se salvará, cueste lo que cueste». Entonces fue cuando se me ocurrió el medio de obtener dinero.
CRISTINA:
¿Y a tu marido no le dijo tu padre que el dinero no procedía de él?
NORA:
Jamás. Papá murió a los pocos días. Yo había pensado confesárselo todo y rogarle que no me traicionara; pero ¡estaba tan enfermo! ¡Ay! No tuve que dar ese paso.
CRISTINA:
¿Y después no has revelado nada a tu marido?
NORA:
¡No, santo Dios! ¡Qué desatino! ¡A él, tan severo respecto de ese punto! Y luego que, con su amor propio de hombre, se le haría muy cuesta arriba. ¡Qué humillación ¡Saber que me debía algo! Eso hubiera transformado todas nuestras relaciones; nuestra vida doméstica, tan venturosa, no sería ya lo que es.
CRISTINA:
¿Y no le hablarás de eso nunca?
NORA (Reflexionando y sonriendo a medias): Quizá... con el tiempo; después que pasen muchos, muchos años, cuando ya no sea yo tan bonita como ahora. ¡No te rías! Quiero decir: cuando Torvaldo no me ame ya tanto, cuando ya no disfrute viéndome bailar, disfrazarme y declamar. Bueno será quizá tener entonces algo a que asirse... (Deteniéndose). ¡Bah! Ese día no llegará nunca... Conque, Cristina, ¿qué te parece mi gran secreto? También yo sirvo para algo... Puedes creer que este asunto me ha preocupado mucho. ¡Caramba! No era fácil cumplir a plazo fijo, porque has de saber que en estos negocios hay una cosa llamada los vencimientos y otra la amortización; y todo es endiabladamente difícil de arreglar. He tenido que ahorrar en todo. De los gastos de la casa no podía economizar mucho, pues Torvaldo tenía que vivir cómodamente. Los niños tampoco podían andar mal vestidos y todo lo que recibía para ellos, en ellos debía gastarse. ¡Angelitos míos!
CRISTINA:
¡De manera que todo, pobre Nora, lo has tenido que sacar de tus gastos personales!
NORA:
Naturalmente. Al fin y al cabo, no era más que justicia. Siempre que Torvaldo me daba dinero para mis gastos, sólo invertía la mitad; compraba siempre de lo barato. Es una suerte que todo me quede bien, porque así Torvaldo no ha advertido nada. Pero a veces me es duro, Cristina: ¡halaga tanto ir elegante! ¿No es verdad?
CRISTINA:
¡Ya lo creo!
NORA:
Cuento aún con otros ingresos. El invierno último tuve la suerte de encontrar trabajo: escritos para copiar. Entonces me encerraba y escribía hasta hora muy avanzada de la noche. ¡Oh! Me fatigaba muchísimo; pero era un gusto trabajar para ganar dinero. Casi me parecía que era hombre.
CRISTINA:
¿Cuánto has podido ganar de ese modo?
NORA:
No lo sé exactamente. Es muy difícil desenredarse en esta clase de asuntos. Lo único que puedo decirte es que he pagado cuanto me ha sido posible. Muchas veces no sabía ya a dónde volver los ojos. (Sonríe). Y entonces se me ocurría pensar que un viejo muy rico se había enamorado de mí...
CRISTINA:
¡Qué! ¿Qué viejo?
NORA:
¡Tonterías!... Que se moría, y que, al abrir el testamento, se leía en letras muy gordas: «Lego toda mi fortuna a la encantadora señora de Helmer, a quien le será entregada inmediatamente».
CRISTINA:
Pero, querida Nora, ¿qué viejo es ése?
NORA:
¡Dios mío!, ¿no comprendes, mujer? No hay tal viejo; es una idea que se me ocurría siempre qué no veía manera de adquirir dinero. En fin, ahora todo eso me es completamente indiferente. El viejo puede estar donde se le antoje, porque me tiene sin cuidado él y su testamento. (Se levanta con viveza). ¡Dios mío!, ¡qué gozo pensarlo! Poder estar tranquila, completamente tranquila, jugar con los niños, arreglar bien la casa, con gusto, ¡cómo a Torvaldo le gusta tenerla! ¡Luego vendrá la primavera y el hermoso cielo azul! Quizá podamos viajar entonces. ¡Volver a ver el mar! ¡Oh! ¡Qué felicidadvivir y estar contentos! (Llaman).