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La configuración de la identidad personal en la familia

Aquilino Polaino Lorente
Catedrático de Psicopatología. Director del Departamento de Psicología.
Facultad de Medicina. Universidad CEU-San Pablo.

Texto publicado en: Javier Cabanyes y Miguel Ángel Monge (Eds.) La salud mental y sus cuidados. Ed. Eunsa. Pamplona. 2010, pp. 33-40.


Introducción

¡Buenos días, princesa!
Son muchos los factores familiares que intervienen en el modo en que cada hija o hijo configura su propia identidad como persona. Intervienen aquí las tempranas relaciones de afecto entre padres e hijos (Vargas y Polaino, 1996), las inquietudes de los padres, las costumbres y tradiciones que trasmiten y en las que educan, las relaciones entre los hermanos y con los otros miembros de la familia extensa, el estilo educativo de los padres, etc.

El tema que nos ocupa es de vital importancia. Se trata de estudiar la familia desde la perspectiva del papel que desempeña como el más importante factor en la configuración de la identidad de los hijos. Ninguna persona sería la que ha llegado a ser sin la familia de la que procede. El modo en que una persona habla, los gestos con que se expresa, el mismo estilo cognitivo que caracteriza a su singular forma de conocer y pensar son en buena parte deudores de la familia en que ha crecido. La familia deja una especial impronta, un resello inconfundible en el modo en que se configura la propia identidad personal.

Son muchos los factores familiares que intervienen en el modo en que cada hija o hijo configura su propia identidad como persona. Intervienen aquí las tempranas relaciones de afecto entre padres e hijos (Vargas y Polaino, 1996), las inquietudes de los padres, las costumbres y tradiciones que trasmiten y en las que educan, las relaciones entre los hermanos y con los otros miembros de la familia extensa, el estilo educativo de los padres, etc.

Con harta frecuencia, lo que sucede es que las personas no suelen tener memoria de estas relaciones. Porque, sencillamente, no se paran a pensar en la familia de origen de la que proceden. Sin embargo, gran parte de la justificación de lo que somos, pensamos, queremos, percibimos y hacemos está muy vinculado a la familia de origen.

La memoria no es hoy una facultad psicológica que esté en alza. Pero sin memoria no es posible el conocimiento, especialmente el de uno mismo. Sin memoria acerca del origen no puede haber identidad. Gracias a la memoria cada uno se reconoce a sí mismo como quien es, a pesar de los numerosos cambios que haya experimentado a lo largo de su vida. La identidad es la que salva el conocimiento propio y ajeno; la que resiste y da unidad a la propia vida, más allá de todos los cambios que la hayan afectado a lo largo de su travesía.

Por eso se ha dicho que no somos los mismos –tanto es el cambio que se opera en nosotros-, al mismo tiempo que siempre somos el mismo a lo largo de nuestras vidas. Lo que significa que esos cambios que acontecen en cada biografía son sólo accidentales.

Lo que sostiene y da permanencia y continuidad a la biografía personal es la memoria. Gracias a ella hay identidad personal. Sin identidad personal, no se puede vivir. Aunque sería necesario ahondar más en el propio conocimiento, es cierto que cada uno sabe un poco acerca de su singularidad, de la persona que es, de quién es.

De hecho, uno de los indicadores más relevantes de la psicopatología es precisamente la pérdida de la identidad personal: que una persona deje de saber quién es. Si no sabe quién es, si no sabe siquiera si es hombre o mujer, ni qué edad tiene, ni cómo se llama –como sucede, lamentablemente, en las últimas etapas de la demencia senil-, es forzoso concluir que esa persona tiene una afectación psicopatológica muy grave. Hay otras muchas formas, menos graves, de alterarse la identidad personal –de las que aquí no podemos ocuparnos-, que están muy extendidas en la sociedad actual.

Esto significa que una persona sana tiene que saber quién es. Y, ¿cómo lo sabe? En cierto modo, invirtiendo el proceso de su trayectoria biográfica hasta su origen y reflexionando sobre ella misma.

Intenten ustedes recordar la primera vez que confiaron en alguien. Traten de recordar el primer sentimiento que experimentaron, la primera caricia que alguien les hizo, la primera palabra que dijeron, la primera vez que alguien les dijo que eran valiosos o guapos o listos o fuertes, o que eran el orgullo de sus propios padres. Sin todas esas experiencias ustedes no serían ahora las personas que son. De aquí que la identidad personal dependa de ellas. Pero conviene no olvidar que todas esas relevantes y primeras manifestaciones, que son pre-constitutivas del desarrollo personal posterior, emergen en un determinado contexto: el de la familia.

Hasta tal punto es así, que incluso nuestro modo de andar sirve para que la gente que nos conoce nos identifique desde lejos. Fíjense si somos cada uno originales, que hasta una cosa tan automática como es la forma de andar nos tipifica y nos identifica como la persona que somos.

Muchas de nuestras peculiaridades y características tienen que ver con nuestras respectivas familias de origen. Los gustos relativos a las comidas, por ejemplo, algo tienen que ver con la identidad personal, aunque tal vez esa educación del paladar dependa también de la mejor o peor cocinera que fue la madre.

La identidad personal se encuentra ya en esbozo en el origen del propio ser. Más tarde, esa identidad se irá configurando a través de las relaciones que se vayan estableciendo con los padres, las hermanas y hermanos, las otras personas que vivían en la casa de origen, los iguales o compañeros, y también con las relaciones que se hayan ido estableciendo con otras muchas personas.

El desarrollo y la educación sexual y afectiva constituyen un ámbito especial en el núcleo sustantivo de la identidad de la persona. La identidad afectiva y sexual queda parcialmente configurada –además de por los factores biológicos y cognitivos que intervienen en su desarrollo- por cómo hayan sido las relaciones con la madre y el padre (del mismo y distinto sexo), por la observación del modo en que se relacionaron afectivamente el padre y la madre, por la educación sexual recibida, y por las numerosas experiencias biográficas –espontáneas, buscadas o programadas- a las que se haya estado expuesto.

Naturalmente, intervienen aquí otros muchos factores a los que no se ha aludido; entre otras cosas, porque nada está completamente determinado en la persona. Ninguna persona es apenas el ‘resultado’ o la ‘prolongación’ automática de las interacciones con y entre sus padres.

El hecho de que sea muy relevante el papel configurador de la familia en la identidad de los hijos en modo alguno debiera entenderse como el único, y ni siquiera como el más determinante, a pesar de su indudable importancia. Su mayor o menor relevancia dependerá también de la singularidad irrepetible del modo de ser de cada hijo o hija.

Sin duda alguna, cada hijo es diferente. Cada hija o hijo es más o menos sensible, más o menos vulnerable –vulnerabilidad que va modificándose a lo largo de su desarrollo-, con una poderosa o pobre sensibilidad, con mucha inteligencia o capacidad de entender y captar lo que ocurre en el contexto familiar o sin capacidad alguna para enterarse de lo que ocurre en ese contexto, demasiado o muy poco emotivo, introvertido o extravertido, etc.

Aunque los padres sean los mismos y traten de comportarse de igual forma respecto de sus hijos –cosa muy poco frecuente-, cada uno de estos acabará por configurar una identidad diferente, la que le es propia, la que le pertenece y singulariza en su irrepetibilidad como la persona que es. Los hijos desarrollarán diferentes identidades no sólo por las diferencias genéticas, sexuales y temperamentales de cada uno de ellos –con las que ya nacen-, sino también por la diversidad de las interacciones que establecen con sus padres.

El comportamiento de los padres respecto de sus hijos también cambia con la edad. El modo en que un padre de veinticinco años trata a su hijo no es el mismo que el modo en que ese mismo padre a los treinta años se comportaría con ese mismo hijo.

Así, por ejemplo, si un hijo nace cuando su padre tiene 35 años, y su hermana nace cuando ese mismo padre tiene 42 años, forzosamente ha de ser diverso el modo en que se relacionará con ellos.

Esa diversidad en las relaciones padres-hijos no sólo esta afectada por la edad de los padres, sino también –y esto es de modo muy relevante- por el sexo de esos hijos. No es lo mismo el modo en que los padres se relacionan con un hijo o una hija. El sexo del hijo modifica el modo en que el padre y la madre se relacionan con él. De otra parte, la madurez de cada hijo –un proceso que dura entre quince y veinte años- varía mucho de de unos a otros, lo que también modifica la interacción entre padres e hijos.


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Una persona sana tiene que saber quién es. Y, ¿cómo lo sabe? En cierto modo, invirtiendo el proceso de su trayectoria biográfica hasta su origen y reflexionando sobre ella misma.

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