Abilio de Gregorio
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La familia, espacio sagrado de personalización

Móstoles (Madrid), 08-05-2010

¡Queremos más horas!

Cuando se pretende reflexionar sobre la realidad del ser humano, bien sea desde una perspectiva histórica, bien desde una perspectiva psicológica, es fácil quedar fascinado por la grandiosidad de su poder, al mismo tiempo que se siente un cierto estremecimiento ante su extrema fragilidad. Tanto su (nuestra) historia colectiva como la individual no es sino la historia de una desconcertante paradoja, una permanente antinomia de contrarios. Al lado de las más sublimes construcciones nos podemos encontrar con las más crueles destrucciones; junto a los más sorprendentes avances, conviven las más sobrecogedoras regresiones. El hombre, capaz de las mayores alturas morales, parece, a su vez, expuesto a las más brutales degradaciones.

Esta realidad dual no es, sin embargo, un destino impersonal que, en forma de principios del bien y del mal, de la luz y de las tinieblas, vayan atrapando fatalmente al hombre como creía Manes. No es tampoco una ley natural impuesta de enfrentamiento dialéctico entre la tesis y la antítesis del materialismo histórico. En el fondo, este ir y venir de lo más noble a lo más miserable, del éxtasis a la náusea, puede ser el más claro testimonio de que el hombre es sujeto de la historia: El principio que rige este acontecer histórico vendría a decir que cada vez que el ser humano, haciendo uso de su libre albedrío, franquea determinadas fronteras, parece entrar en el reino del caos y de la autodestrucción.

En el relato bíblico de los orígenes del hombre –y los orígenes quizás no haya que entenderlos solamente desde una perspectiva cronológica, sino desde una perspectiva sustancial, de condición humana, orígenes en cuanto fundamento- se nos viene a proponer el perfil de esa realidad histórica del ser humano: el hombre y la mujer (los primeros hombres no son un hombre y una mujer, sino el hombre y la mujer, no sólo porque todavía no hay otros, sino porque representan lo humano como realidad dual…) viven en paz y en armonía con la naturaleza y consigo mismos. Pero tienen una prohibición. El resto de la naturaleza no precisa de prohibiciones puesto que tienen su destino dado. El ser humano, sin embargo, es dueño del suyo. El resto de la naturaleza tiene unas tendencias que le llevan fatalmente a ser lo que tienen que ser. El ser humano tiene in-tenciones que puede poner en una o en otra dirección. Es, pues, al hombre a quien se dirige la prohibición, la advertencia: “Pero no comerás del árbol de la ciencia del Bien y del Mal, porque el día que comas, con certeza, morirás”. Es tanto como decir: he aquí el “orden de la naturaleza”. En tanto en cuanto te atengas a esa orden, tendrás armonía, paz y progreso. Pero en el momento en que cruces ese umbral en nombre de la ciencia, en nombre de la razón, en tu propio nombre para establecer otro orden (¿otro orden?) distinto en el que tú determines qué es el bien y qué es el mal, ese supuesto orden se volverá contra ti.

Una reflexión de origen religioso hace ver al hombre que es imagen de Dios sobre todo porque puede hacer y deshacer lo que hay: no porque es hecho, sino porque es hacedor. Posteriormente esta consideración perderá arraigo religioso y se inicia un proceso de secularización del pensamiento, del la ciencia y de la técnica como instrumento de transformación de la naturaleza y de la sociedad sin relación con lo sagrado. El hombre se considera el origen de sí mismo y reclama poder absoluto

El mensaje del relato (revelación para el creyente; mito (El mito, como dice Leonardo Polo, es una modalidad sapiencial por cuanto trata de explicar las preguntas y las averiguaciones acerca de los dos temas centrales que afectan al hombre: el fundamento y el destino.) o símbolo literario exclusivamente para el no creyente) podría hoy ser perfectamente integrado en la sensibilidad ecológica. Son cada vez más las voces que se alzan para avisar de los peligros que supone ir más allá de lo permitido por el “orden establecido” en la naturaleza. Las puertas del “paraíso terrenal” pueden cerrarse detrás de nosotros si no somos capaces de detenernos en sus umbrales, nos vienen a decir todos los ángeles de Greenpaece, custodios de la pureza y de la armonía natural: “no comerás del árbol de la ciencia…”

En el fondo, pues, hay una lindera que separa aquello que es intocable – lo sagrado – de aquello que se puede manipular –lo profano-, entre el “tabú” y la “noa”. Entre aquello a lo que hay que servir con actitud reverente –sacerdotal (“sagrado” procede de “sacer”) y aquello de lo que me puedo servir.

La verdadera tragedia humana surge siempre que el ser humano se autoproclama omnipotente, en posesión del poder universal, y desprecia la pregunta humilde del “esto ¿qué es?” de la razón pura (limpia), para sustituirlo por el “¿qué quiero yo que sea esto?” de la razón instrumental. En ese momento deja de existir lo sagrado para ser convertido todo en profano: fuera del “fanum”, del lugar sagrado: “Seréis como dioses”. Ya no hay prohibiciones o tabúes y, por lo tanto, todo vale. Todo vale igual. Y cuando todo vale igual, nada vale nada. Este es el drama de implantación de la “voluntad de poder” de Nietzsche en nuestra cultura: el yo endiosado es incompatible con la realidad de lo otro y del otro. Hagamos desaparecer todo límite. Hagamos aparecer el superhombre que lo puede todo. El hombre termina mirándose a sí mismo y sintiendo vergüenza de su desnudez. El superhombre –la superraza, la superinteligencia, la superburocracia, el supercapital- termina siendo lobo para el hombre.

Este ha sido el proceso de nuestra historia. Como señala Olegario González de Cardenal, a partir del siglo XIII se va a producir una quiebra apenas imperceptible en el pensamiento: “una reflexión de origen religioso hace ver al hombre que es imagen de Dios sobre todo porque puede hacer y deshacer lo que hay: no porque es hecho, sino porque es hacedor. Posteriormente esta consideración perderá arraigo religioso y se inicia un proceso de secularización del pensamiento, del la ciencia y de la técnica como instrumento de transformación de la naturaleza y de la sociedad sin relación con lo sagrado. El hombre se considera el origen de sí mismo y reclama poder absoluto. Deja entonces de existir la naturaleza y casi todo se convierte en cultura y en civilización. En este momento el poder absoluto ha tomado dos formas: la ciencia y la política que reclaman del hombre confianza y adhesión absolutas”.

Todas las realidades humanas pierden su sacralidad natural para ser investidas de la sacralidad que le quieran conceder la ciencia y la política. Por ello concluirá González de Cardenal: “la humanidad contemporánea está haciendo la experiencia del poder absoluto en orden a los medios, junto con la experiencia de la incapacidad absoluta frente a los fines”. No parece importar qué es el hombre, qué es la familia, sino qué queremos nosotros –los que creemos tener el poder absoluto- que sea el hombre o la familia.


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