El arte y la belleza

El arte y la belleza
Hegel llamaba clásico al arte que busca la perfección y el equilibrio mediante una correspondencia precisa, una congruencia perfecta entre forma y fondo.

La expresividad del arte: “Clasicismo” y “romanticismo”. La “gracia”.

Se dice de una obra de arte -La Odisea, El Quijote, Hamlet, la Novena Sinfonía, el Mesías de Haendel, la Gioconda o Las Meninas…- que es “clásica” porque acierta a transmitir algo nuclear de lo humano permanente, y por ello, a pesar del paso del tiempo y de los gustos, nunca pasará de moda.

El filósofo W.G.F. Hegel, sin embargo, distinguía entre lo que él llamaba el arte “clásico” y el arte “romántico”. No se refería a lo que acabamos de decir ni a estilos de una época determinada, sino al propósito expresivo del arte, en el que pueden predominar dos tendencias muy interesantes para comprender lo que es el arte.

Hegel llamaba clásico al arte que busca la perfección y el equilibrio mediante una correspondencia precisa, una congruencia perfecta entre forma y fondo. En el arte clásico todo “está en su sitio”, manifiesta una armonía en cierto modo simétrica; la obra dice lo que tiene que decir, ni más ni menos. El arte clásico produce la serenidad de lo perfecto, de lo acabado. Algunos autores hablan de la inspiración “apolínea”, del gusto por el orden, el equilibrio, la claridad y la nitidez, por la racionalidad. Su valor “poético” está en el sentido obvio de lo que muestra o dice, sin apenas margen a lo inesperado.

El arte y la belleza

Por su parte, en el arte romántico el mensaje se abre, tiende al infinito y se acerca a lo inefable, a lo que desborda las formas establecidas y terminadas. Busca intencionadamente el desequilibrio entre el fondo y la forma; ésta, la forma, sólo puede sugerir un mensaje o una experiencia inabarcable. Produce la inquietud del misterio, el vértigo de lo insondable, el anhelo ascensional a lo infinito. La inspiración que lo alimenta es lo “dionisiaco”, lo vital, lo excesivo. Es fuego, arrebato emocional, llamarada, contraste y dinamismo.

La expresividad del arte: “Clasicismo” y “romanticismo”. La “gracia”
La música de J. S. Bach sería así un buen ejemplo del concepto clásico

Jesús alegría de los hombres. Cantata 147. J.S. Bach. Dir.: José Ramón Encinar. Voces para la Paz.
La música de J. S. Bach sería así un buen ejemplo del concepto clásico

Jesús alegría de los hombres. Cantata 147. J.S. Bach. Dir.: José Ramón Encinar. Voces para la Paz.
Mientras que Debussy o Vela Bartok, con sus buscadas disonancias, lo serían del romántico

Bartók: Konzert für Orchester ∙ hr-Sinfonieorchester ∙ Andrés Orozco-Estrada
Mientras que Debussy o Vela Bartok, con sus buscadas disonancias, lo serían del romántico

Bartók: Konzert für Orchester ∙ hr-Sinfonieorchester ∙ Andrés Orozco-Estrada

La arquitectura grecorromana, suscitada por un deseo de armonía, sería el mejor espejo del clasicismo, y también lo sería la arquitectura racionalista del XX; mientras que el barroco o Gaudí, por ejemplo, lo serían del romanticismo. Lo mismo cabe decir, respectivamente, si comparamos a Velázquez y El Greco en el ámbito de la pintura.

Sin embargo, las distinciones y las clasificaciones “de libro” no siempre se corresponden exactamente con la realidad. Por ejemplo, si comparamos una catedral gótica (León, Burgos, Chartres…) con el Partenón -paradigma eminente del clasicismo- podría decirse que se trata de una idea “romántica”, ya que representa un anhelo ascensional al infinito y un intento de liberación de la materia, zarandeado por la policromía vibrante de las vidrieras y alentando una especie de vuelo espiritual.

Pero a la vez, al ser la prodigiosa y precisa respuesta racional a un problema constructivo -la crucería frente a la bóveda de cañón y los pesados muros románicos- y un brillante paradigma de equilibrio y luminosidad entre los elementos constructivos, puede también considerarse ejemplo de creación clásica.

El arte y la belleza

La contraposición a la que acabamos de aludir entre el espíritu clásico y el romántico nos da pie para recordar que, en el corazón del Siglo de Oro español, San Juan de la Cruz escribió en su Cántico espiritual aquel famoso verso: “… y déjame muriendo / un no sé qué que quedan balbuciendo.” En él, la expresión “un no sé qué” resulta un maravilloso hallazgo poético: logra definir -sin definirlo- lo indefinible (L. Borobio).

La armonía, tradicionalmente considerada como una propiedad fundamental de la belleza, es la dimensión sensible del orden que constituye el cosmos, el mundo real, y es apreciable normalmente en la obra de arte, especialmente en las “clásicas”. Pero esta armonía no significa rígida simetría o fría regularidad, ya que no excluye ese “romántico” no se qué que, con paradójica precisión, define la vaguedad sugerente del encanto.

Ese “no sé qué” que desprende lo real a los ojos del artista, haciéndolo resplandecer como algo bello, es lo que en términos artísticos se llama la gracia. Esta expresa algo misterioso, que nos desborda pero que al mismo tiempo nos posee; nos explica y a la vez se nos escapa. Es una especie de sobreabundancia no prevista, un don gratuito que invita a asomarse más allá de lo que definimos y poseemos, el signo de algo superior a lo que se aspira pero que las palabras no aciertan a ceñir y precisar.

El arte y la belleza

Apreciamos gracia en un elemento que rompe una simetría o un ritmo, que sorprende por inesperado y diferente… y que sin embargo realza la hermosura de lo contemplado. Se descubre en las vagas sugerencias que insinúan, en los recursos que sorprenden (como acontece en el humor), en el contrapunto que acentúa la sintonía de líneas musicales distintas, en el juego travieso del elemento que rompe la monotonía de una serie y que, sin embargo, enfatiza su belleza.

La aparición de la gracia en el arte nos recuerda que éste se halla como atravesado por una realidad misteriosa, por una chispa imprevisible y luminosa que posee la llave del encanto. La gracia es un hallazgo feliz.

El arte y la belleza

El artista la puede buscar, pero siempre surge como un regalo inmerecido, gratuito. La simple copia de recursos graciosos que no brotan de la propia experiencia estética lleva al amaneramiento de lo artificioso, al melindre y la afectación fingida. Es lo que acontece a menudo, por ejemplo, en desafortunados intentos de revivir estilos y maneras propias de otras épocas (neogótico, neoclásico…) pero carentes de alma, del aliento de lo auténticamente vivido.

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