El arte y la belleza
El arte, espejo y símbolo de la realidad y de la condición humana.
El arte es espejo de la condición humana, una de cuyas dimensiones más fundamentales es la aspiración a la belleza, estrechamente vinculada a la cuestión del sentido y del significado de la vida. Es tarea del arte humanizar, hacer elocuente lo real en toda su amplitud y hondura, iluminando su riqueza oculta, y de modo singular la sorprendente y dramática existencia del ser humano.
Acudamos a un ejemplo de la mano de Santiago Arellano Hernández al comentar el cuadro de Guy Rose titulado La Mère Pichaud, pintado el año 1890.

“La luz procedente de la ventana, en el ángulo superior derecho, atraviesa el espacio e ilumina la silla, el rostro y el regazo de la anciana. Pero no es el esplendor de los colores lo que llama nuestra atención. El interior es oscuro, concorde con la pobreza que parece reinar en la cocina de esta casa humilde. ¿Es una obra realista? Así está catalogada. Y también lo está como “pintura de género”, un género menor. ¿Seguro…?
Lo que conmueve es el valor simbólico que adquieren sobre todo la mesa y la silla, las manos y la figura de la anciana. Es lo que no vemos lo que nos llega al alma. Esas manos abatidas sobre el halda; girado el rostro con un rictus de melancólica tristeza; esos ojos entornados que miran la silla vacía, nos están narrando una historia de vida, una razón de amor, presente en todos los rincones y acentuada por una ausencia.
“-Y ahora, ¿para qué seguir viviendo?”, parece preguntarse en sus adentros. “-¿Para qué estas manos, que tanto han trabajado para que él estuviera contento a través de los detalles de cada día, de mi cuidado?”.
Si nos detenemos en los utensilios o en el paño de cocina de la pared del fondo, comprenderemos que nos están diciendo a gritos que no es el orden por el orden lo que ponía en pie a esta mujer cada mañana, sino la creación de un espacio acogedor y digno, en su pobreza, para la persona amada, que es otra manera de decir amor. Estamos ante una madre, la mère Pichaud. Esto es la esponsalidad -y la maternidad, según el título nos revela-, don inconmensurable de la feminidad que sabe convertir el cuidado y la servicialidad en espacio de acogida, creatividad y dignidad, desde un corazón magnánimo. El arrugado y áspero rostro de la mujer no es hermoso. Pero sí lo es su persona, agraciada por una belleza interior. Todo el cuadro, en fin, es en su sencillez una magnífica expresión de amor y de belleza.”
A través del arte, de manera singular, el ser humano se incorpora a la tarea de la creación que atraviesa y fundamenta el mundo. No todos están llamados a ser artistas en el sentido específico de la palabra. Sin embargo, por así decir, a cada ser humano se le confía la posibilidad de contemplar la belleza de este mundo y la responsabilidad de ser artífice de su propia vida, hasta llegar en lo posible a hacer de ella una obra de arte, incluso una obra maestra.
Como ya escribiera en el siglo XVI Baltasar de Castiglione en su libro El cortesano, “la belleza exterior es el verdadero signo de la belleza interior”. No ha de olvidarse tampoco que la esencia de la elegancia, que procede etimológicamente de eligo, elegir, consiste en manifestarse de acuerdo con un atractivo equilibrio integral, interior y exterior, con la belleza que brota de la riqueza de la propia intimidad.
Más allá de las modas, esos gustos cambiantes que experimentan las épocas y los grupos humanos, fruto a veces de la novedad y a veces también del hastío, el desarrollo de nuestra vida personal y compartida reclama algo “bello de verdad” que llene y no decepcione, que no se gaste, que perdure sin aburrir. Por eso el arte, aunque es susceptible de cambios y novedad, aunque acepte y produzca bonitos atavíos pasajeros, presenta una vocación a la belleza “siempre antigua y siempre nueva” (S. Agustín), capaz de inspirar y alentar al hombre a través de los rigores del camino de su vida.
La belleza que muchas veces nos presenta la moda no es realmente verdadera y profunda, porque sus parámetros no resisten el paso del tiempo. Y si hay una palabra que defina el frenesí vital de la modernidad en Occidente, esa palabra es superficialidad. No hablamos de mera frivolidad, sino de cansancio moral. Algo de esto percibió ya Dostoievski cuando escribió que “la belleza salvará al mundo”.
Existe en la naturaleza espiritual del ser humano una necesidad de belleza. Sin ella estamos incompletos y nos falta la alegría de vivir, el gozo que nos alienta y nos hace presentir que estamos hechos para algo -una Belleza con mayúsculas- que nos trasciende y a la vez nos aguarda. Se trata al mismo tiempo de una necesidad de sentido. Es la descripción que hallamos en el Fedro platónico del loco entusiasmo de quien se encuentra con algo bello en este mundo. Experiencia vivida y narrada también por un gran buscador, Agustín de Hipona:
“¡Tarde te amé, hermosura tan antigua y tan nueva, tarde te amé! y tú estabas dentro de mí y yo afuera, y así por de fuera te buscaba; y, deforme como era, me lanzaba sobre estas cosas que tú creaste. Tú estabas conmigo, pero yo no estaba contigo. Reteníanme lejos de ti aquellas cosas que, si no estuviesen en ti, no existirían. Me llamaste y clamaste, y quebraste mi sordera; brillaste y resplandeciste, y curaste mi ceguera; exhalaste tu perfume, y lo aspiré, y ahora te anhelo; gusté de ti, y ahora siento hambre y sed de ti; me tocaste, y deseo con ansia la paz que procede de ti.” (Confesiones, X)
Tanto el artista como el espectador pueden llegar a apreciar la belleza y la verdad profundas que laten en y “más allá” de todas las cosas. El arte es una forma de conocimiento profundo. No al modo de las ciencias o la filosofía, que utilizan el razonamiento o la inferencia deductiva, las comprobaciones estadísticas o la argumentación sistemática. Como afirmaba Heidegger, “la obra de arte da a conocer notoriamente otra cosa, revela otra cosa, es alegoría… es símbolo, representa un mundo.” Y ese peculiar “ver con el corazón”, ese “hacer visible lo invisible” que es propio del arte, puede ser extraordinariamente clarividente y revelador. “Y es que la belleza -escribe Scruton- nos reclama para sí: nos llama a renunciar a nuestro narcisismo y mirar con reverencia al mundo”.
Una novela puede expresar, de manera más directa e inmediata que un tratado de antropología o de ética, muchas verdades relativas al hombre y a su conducta, y puede hacerlo paradójicamente a través de formas –historias, relatos, juegos de palabras– imaginadas, inventadas. Lo mismo cabe decir de una obra dramática o incluso de un poema. Aristóteles hablaba de esta experiencia y la llamó “catarsis”, purificación. De las obras de arte se podían extraer lecciones para la vida, experiencias de proyección de las propias tensiones y problemas, para retornar a la vida cotidiana más sabios, más equilibrados, más enriquecidos interiormente.

La pintura, además de expresar belleza, puede declarar muchas verdades de modo más directo, y con frecuencia más eficaz, que otras descripciones o visiones conceptuales. El retrato de Inocencio X –«troppo vero, Velázquez, troppo vero!»– puede ser más elocuente que una descripción científica de su carácter.
El cuadro se realizó durante el segundo viaje a Italia de Velázquez, entre principios de 1649 y mediados de 1651. Hay constancia documental de que el papa posó para Velázquez en agosto de 1650. Se cuenta que, cuando el papa vio terminado su retrato, exclamó, un tanto desconcertado: Troppo vero! («demasiado veraz»), aunque no pudo negar la calidad de este -tan reveladora, al parecer-.