El arte y la belleza

El arte y la belleza
La supuesta trivialidad de un tema (unos zapatos viejos, un cubo de basura, unos cacharros o unas frutas dispuestas sobre una estantería) no tiene por qué impedir que las emociones de quien lo contempla puedan ser relevantes y hasta sublimes

Clasificación de las artes

El arte expresa y transmite sentimientos de índole muy diversa. Se vale de muy variados medios de expresión y comunica entre sí a los hombres mediante sistemas de lenguaje propios que actúan a través de los sentidos.

Aunque el dinamismo, fecundidad y complejidad de las diferentes artes es inagotable, puede llevarse a cabo una útil clasificación -convencional, simplificada inevitablemente- en función de los medios y recursos de los que se sirven: Pintura, Escultura, Arquitectura, Danza, Música y Poesía (Literatura) configuran la clasificación tradicional de las bellas artes desde la época del Renacimiento. A estas seis se ha venido a añadir en los últimos tiempos el Cine, llamado por este motivo el “séptimo arte”, si bien algunos consideran que debiera ceder dicho lugar a la Fotografía, ya que en el fondo el Cine se sirve de una secuencia dilatada de imágenes fotográficas, a la vez que asimila e integra valores y recursos de todas las demás.

El arte y la belleza

Las líneas, planos, las luces y el color, los sonidos… no son meros instrumentos o símbolos de lo que el artista quiere expresar: son la expresión misma. Cada arte tiene su propia preceptiva, que va variando con las tendencias y las épocas, con las aportaciones más geniales de los propios artistas. La “bondad” y perfección de una obra de arte, su mérito más genuino, radica en que expresa unos sentimientos y comunica unas vivencias (esa es su finalidad) utilizando sabiamente medios adecuados.

En algunos momentos se establecieron “categorías” entre las diferentes artes: Junto a las “artes mayores” -las arriba mencionadas- se hablaba y se habla aún, con carácter algo peyorativo, de las “artes menores”, en función de la técnica empleada, por considerarlas más artesanales (presuntamente menos “nobles”), y caracterizadas por su función de “artes aplicadas”: orfebrería, cerámica, grabado, diseño y decoración, gastronomía, perfumería, bordado, confección… No obstante, esta clasificación se da por superada, ya que, entre otras cosas, incluso la misma noción de arte se ha difuminado hasta el extremo en los últimos tiempos.

Lo que en realidad nos permitiría establecer la mayor o menor entidad de las artes no es que su lenguaje y técnica expresiva sea más o menos noble o su misión más o menos excelsa, sino que su eficacia expresiva -como fuente y cauce de emoción, serenidad, gozo, entusiasmo…- sea más o menos poderosa.

Otra clasificación difícil de sostener es la que se refiere al asunto o tema sobre el que versa la obra: acontecimientos históricos, temática religiosa, bodegón, pintura de género, retrato, exaltación de valores político-sociales, etc. Pero la supuesta trivialidad de un tema (unos zapatos viejos, un cubo de basura, unos cacharros o unas frutas dispuestas sobre una estantería) no tiene por qué impedir que las emociones de quien lo contempla puedan ser relevantes y hasta sublimes.

Un ejemplo bien conocido es el cuadro de Rembrandt titulado “Buey desollado”, que no fue recibido en Italia debido a que una comisión de “expertos” se opuso a su adquisición por tratarse de una vulgar escena de carnicería, asunto al parecer indigno de figurar en un Museo.

El lenguaje artístico es el arte mismo: líneas, volúmenes, colores, sonidos… Pero para que la forma sea arte necesita un contenido: no puede haber expresión si no se expresa nada.

En la actualidad la crítica es unánime al apreciarlo entre las más admirables y valiosas obras del pintor. Lo que en el fondo expresa esta pintura no es la realidad empírica de un animal desollado y colgado de unos garfios, sino la emoción plástica experimentada por el pintor ante el animal, que acertó a expresar genialmente mediante el juego de luces, sombras, texturas y colores que hacen sugerente la figura, soporte de unas vibraciones de luz y de color que Rembrandt acierta a traducir en calidades pictóricas. Hoy es uno de los cuadros más valorados del Museo del Louvre.

Y algo semejante cabe afirmar del “Bodegón con cacharros” de Zurbarán, o del “Par de botas” (1886) de Van Gogh:

El arte y la belleza

Escribe Martin Heidegger a propósito del cuadro de Van Gogh:

«Un par de zapatos de campesinos y nada más. Y sin embargo... Por la oscura apertura del gastado interior del zapato se avizora lo fatigado de los pasos del trabajo. En la burda pesadez del zapato se ha estancado la tenacidad de la lenta marcha por los surcos que se extienden a lo lejos y todos iguales del campo azotado por un rudo viento. Sobre la piel está lo húmedo y hastiado del suelo. Bajo las suelas se desliza la soledad de los senderuelos al caer el día. En el zapato vibra el apagado llamamiento de la tierra, su silencioso regalo del grano maduro y su inexplicable fracaso en los áridos yermos del campo invernal. A través de ese instrumento corre la aprensión sin lamentos por la seguridad del pan, la silenciosa alegría por haber vencido una vez más la miseria, la angustia ante la llegada del parto y el temblor ante el acecho de la muerte. Ese instrumento pertenece a la tierra y se guarda en el mundo de la campesina. A base de esa pertenencia cobijada surge el instrumento mismo de su descansar en sí mismo. Pero tal vez sólo por el cuadro veamos todo eso en el zapato. La campesina, en cambio, lleva simplemente los zapatos.» (El origen de la obra de arte)

Ese par de botas viejas, a los ojos del pintor, resplandece de belleza. Constituye un hallazgo de sentido y de humanidad profunda. Otro tanto podría decirse de estos dos poemas dedicados a asuntos en principio triviales, un cubo de basura y el agua que sale por el grifo.


“Cántico doloroso al cubo de la basura”
Soneto. Rafael Morales


Tu curva humilde, forma silenciosa,
le pone un triste anillo a la basura.
En ti se hizo redonda la ternura,
se hizo redonda, suave y dolorosa.




Cada cosa que encierras, cada cosa
tuvo esplendor, acaso hasta hermosura.
Aquí de una naranja se aventura
la herida piel silente y penumbrosa.




Aquí de una manzana verde y fría
un resto llora zumo delicado
entre un polvo que nubla su agonía.




Oh, viejo cubo sucio y resignado,
desde tu corazón la pena envía
el llanto de lo humilde y lo olvidado.


El agua corriente.
Juana de Ibarbourou.


Esta agua que viene
Por los nervios pardos de las cañerías,
A dar a mi casa su blanca frescura
Y el don de limpieza de todos los días:
Esta agua bullente
Que el grifo derrama,
Está henchida del hondo misterio
Del cauce del río, del viento y la grama.


Yo la miro con ávido anhelo...
Es mi hermana la onda viajera
Que a la inmensa ciudad ha venido
De no sé qué lejana pradera.
Y parada ante el grifo que abierto
Me salpica de cuentas la enagua,
Siento en mí la mirada fraterna
De los mil ojos claros del agua.

En ambos poemas la sensibilidad de uno y otro autor, unida al acierto técnico por su dominio de la palabra y por las figuras poéticas utilizadas, produce en el lector atento -sensible también- un juego de emociones y sugerencias que no pueden caracterizarse sino como bellas. Y lo mismo podría decirse, entre tantos ejemplos magníficos, de la conocida evocación del “olmo seco”, o de las riberas del Duero y los campos de Soria, nacidas del alma y de la pluma del poeta Antonio Machado.

Uno de los términos que aplicamos a la belleza en las artes es el de “hermosura”. “Hermoso” deriva del término “forma”, y con él se alude al lenguaje artístico, a lo que captan nuestros sentidos, a la expresión en la que cristaliza y se hace patente la vivencia emocional que inspiró al artista, que vendría a ser el “contenido”.

El lenguaje artístico es el arte mismo: líneas, volúmenes, colores, sonidos… Pero para que la forma sea arte necesita un contenido: no puede haber expresión si no se expresa nada. El contenido no es propiamente el tema o asunto que se representa, sino la emoción, la vivencia que el artista intenta transmitir a propósito de ese asunto.

En el caso de la pintura el contenido no es el objeto que sirve de modelo ni el hecho narrado (un cesto de frutas, una batalla, un mito, un personaje, un rincón…) sino la expresión hecha de color e imagen que el pintor plasma en el lienzo: no es el buey de carne y hueso que sirvió de modelo a Rembrandt, sino el que se contempla en el cuadro; el que aparece y se muestra en su aparecer cromático, en su textura, en el contraste luminoso, y las sugerencias emocionales que despierta en el contemplador. No son los cacharros del bodegón de Zurbarán los que admiramos, sino los dibujados por el artista en el bodegón. No son los lugares en los que Van Gogh plantó su caballete los que nos asombran, sino la fuerza expresiva y la vitalidad que irradian los cuadros en los que nos traslada su intuición emocionada. El paisaje de Toledo que pintó El Greco era un paisaje bellísimo; pero lo que nos estremece no es el paisaje, sino el cuadro.

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