Acerca de la belleza
Andrés Jiménez Abad

¿Qué es la belleza?
Pero volvamos a la belleza. Ya hemos aludido a autores como Heidegger, Plotino, Tomás de Aquino y Platón, que se referían a la belleza como una revelación, como el esplendor de lo real, como la llamada de otro mundo que resplandece en este. Precisamente, en un bello fragmento de su diálogo Fedro, Platón describe un rasgo de la existencia humana que llegaba a denominar “locura”, y también “entusiasmo”, y que identifica con el amor a la belleza:
“Cuando alguien contempla la belleza de este mundo, recordando la belleza verdadera, le salen alas, y así, experimenta deseos de alzar el vuelo, y al no lograrlo mira hacia arriba como si fuera un pájaro… Esta es la mejor forma de entusiasmo, tanto para el que la posee como para que el que con ella se comunica; y al que participa de esta forma de locura, se le llama enamorado.” (Fedro, 249, d-e)
La belleza provoca un gozo profundo, no una simple satisfacción pasajera. Tiene que ver con lo esencial del ser humano, con su vida interior y con su sed y vocación de sentido. Y es que, como sugiere Platón, es también un camino y una puerta hacia una dimensión no visible, hacia la trascendencia. Tiene mucho de misterio, y para muchos, desde Pitágoras, es una prueba inequívoca de que el ser humano es también espíritu, interioridad, capacidad de armonía, aspiración a lo más elevado.
El encuentro con la belleza tiene un poder transformador. Pero requiere la capacidad de contemplar: una forma de mirar y de escuchar que no es simplemente la de los sentidos. Es más bien la del corazón, la del espíritu humano. No es un simple placer. Es, propiamente hablando, gozo.

La descubrimos tal vez en el abrazo amoroso y consolador de una madre, en una sonrisa de felicidad, en la amabilidad de un simple transeúnte, en el nacimiento de un niño, en el esplendor de una puesta de sol, en el inabarcable horizonte del mar, en una melodía, en el paseo por un bosque de hayas en el otoño, en el encanto de una plaza solitaria habitada por el canto de los pájaros, hasta en el esfuerzo de un niño que ha conseguido por primera vez atarse los cordones de los zapatos…
Cuando la belleza atraviesa la corporalidad humana –vista, oído, tacto, movimiento…- y llega a lo íntimo, al corazón, se hace contemplación, gozo, exaltación, admiración, energía, entusiasmo, arrobamiento. Algunos hablan incluso de experiencia casi “mística”, de un éxtasis. En todo caso, como espejo de la naturaleza humana, abierta a lo real, manifiesta que somos algo más que meros animales que buscan la satisfacción de sus necesidades inmediatas de supervivencia. La captación e interiorización de la belleza alimenta el espíritu humano, lo cual la convierte en necesaria para el hombre.
Toda belleza, tanto la que hallamos en la naturaleza como la artística, nos presenta de manera única la misteriosa maravilla de lo real, su profunda riqueza y su gratuidad. El ser humano no puede vivir sin la belleza. Algo de esto se refleja en una anécdota atribuida al poeta Rainer María Rilke (1875-1926).
Se cuenta que, en compañía de una amiga francesa, Rilke iba todos los días a la Universidad. En el camino, en un rincón, encontraba siempre a una pobre mendiga que pedía limosna a los viandantes. La viejecita, como una estatua sentada en su sitio habitual, permanecía inmóvil, tendida la mano y fijos los ojos en el suelo. Rilke nunca le daba nada, al contrario de su compañera que casi siempre solía dejar caer en su mano alguna moneda.
Un día la joven le preguntó:
- ¿Por qué no le das nunca nada a esta pobrecilla?
- Creo que hemos de darle algo a su corazón, no a sus manos, repuso el poeta.
Al día siguiente, Rilke llevó una espléndida rosa entreabierta, la puso en la mano de la mendiga e hizo ademán de continuar. Entonces sucedió algo inesperado: la mendiga alzo los ojos, miró al poeta, se levantó del suelo con mucho trabajo, tomó la mano del hombre y la besó . Acto seguido, se fue, estrechando la rosa contra su pecho. Nadie la volvió a ver durante toda la semana. Pero ocho días después, la mendiga de nuevo apareció sentada en el mismo rincón de la calle, inmóvil y silenciosa como siempre.
- ¿De qué habrá vivido esta mujer en estos días en que no recibió nada? -preguntó la joven.
- De la rosa -respondió el poeta.
¿Qué significa que la belleza es el esplendor de lo real? Significa que el mundo se muestra ante nosotros como portador de algo que lo caracteriza y a la vez lo trasciende, y que “brota” de él: armonía, perfección, gracia, encanto..., un “algo más” que la simple suma de sus elementos. E. Jüngel decía ingeniosamente que “bello es aquello que sale del cuadro”. A través de la belleza se experimenta el orden que atraviesa y sostiene el mundo, y lo convierte en un ámbito de sentido y significado.
¿Quién no ha experimentado alguna vez ante una obra maestra en forma de melodía, de cuadro, de película…, una profunda emoción, una sensación de alegría y plenitud? Captamos de forma intuitiva pero cierta que aquello es algo más que unas notas musicales, un lienzo impregnado de pigmentos de color o una atinada combinación de secuencias fotográficas.
La experiencia y captación de la belleza es también relación, encuentro, experiencia amorosa incluso. Es hallazgo de algo valioso, verdadero y bueno en algún sentido, como el presentimiento de que en todo lo real hay algo más, que tiene que ver con el deseo más radical y verdadero del corazón humano, el deseo de una plenitud y de una felicidad sin fin y sin hastío.
En la experiencia estética la belleza aparece como algo que se percibe y se siente, que se vive pero que no se posee en sentido estricto, porque nos desborda y nos supera. En realidad acontece algo más notable: experimentamos que, lejos de poseer la belleza, en realidad es ella la que nos posee a nosotros. En resumidas cuentas, en la belleza persiste siempre un cierto misterio. Algo de esto quiso expresar el propio Rilke en su epitafio: “Rosa, oh contradicción pura, deleite de ser sueño de nadie bajo tantos párpados.”
Platón, en su diálogo Hippias Mayor, hace una importante distinción: la cuestión fundamental acerca de la belleza no consiste en saber si algo es bello, lo cual puede muy bien atribuirse al parecer subjetivo del espectador, sino por qué es bello. Preguntaba también San Agustín: “¿Las cosas son hermosas porque gustan, o por el contrario, gustan porque son hermosas?” (De vera relig., XXXII, 59). Si bien la contemplación de lo bello siempre nos produce deleite, lo cierto es que la belleza no es producida por este último. Propiamente hablando, no es bello lo que agrada, por el hecho de agradarnos, sino que agrada verdaderamente sólo aquello que es bello (Nota 1). Amamos las cosas porque son bellas, pero no son bellas porque las amamos.
Bello es “aquello cuya sola percepción agrada”, afirmará Tomás de Aquino (S. Th., I-II, q. 27 a. 1 ad-3). Las cosas bellas -en las que descubrimos las notas de integridad, proporción y claridad, según el Aquinate- despiertan en el ser humano el deseo de su contemplación y originan una forma peculiar de agrado, el deleite estético. Pero la belleza es una suerte de esplendor objetivo, un brillo especial que la realidad irradia y que ilumina nuestro conocimiento y nuestra voluntad. Constatamos así que hay algo en la realidad, en las cosas, en las acciones y obras humanas que hace que al contemplarlas nos agraden. Estamos habituados, de este modo, a considerar y apreciar como bello aquello que tiene algo en sí que lo hace agradable a nuestros sentidos y conmovedor a nuestro corazón. El gusto no sería entonces la causa de que algo sea bello, sino su consecuencia.

NOTAS
1.- Más adelante se reflexiona sobre las corrientes artísticas contemporáneas que, enfrentándose a la concepción clásica, exaltan lo feo, o que al menos desvinculan el arte de la belleza, reduciéndolo a la libre expresión del artista e incluso a la mera transgresión, como rebeldía frente a lo real y a lo establecido.