Hemos perdido el rumbo...
Calígula, de Albert Camus
ESCENA XII
ESCIPIÓN. Vamos, Cayo, todo esto es inútil. Ya sé que has elegido.
CALÍGULA. Déjame.
ESCIPIÓN. Te dejaré, sí, porque creo haberte comprendido. Ni para ti ni para mí, que me parezco tanto a ti, hay ya salida. Voy a marcharme muy lejos a buscar las razones de
todo esto. (Pausa; mira a Calígula. Con fuerte acento.) Adiós, querido Cayo. Cuando
todo haya terminado, no olvides que te he querido. (Sale.) Calígula lo mira. Hace un ademán. Pero se sacude brutalmente y vuelve junto a Cesonia.
CESONIA. ¿Qué dijo?
CALÍGULA. No está a tu alcance.
CESONIA. ¿En qué piensas?
CALÍGULA. En aquél. Y en ti también. Pero es lo mismo.
CESONIA. ¿Qué pasa?
CALÍGULA (mirándola). Escipión se ha marchado. He terminado con la amistad. Pero me pregunto por qué estás tú todavía....
CESONIA. Porque te gusto.
CALÍGULA. No. Si te hiciera matar, creo que comprendería.
CESONIA. Sería una solución. Hazlo, pues. ¿Pero no puedes, siquiera por un minuto,
despreocuparte y vivir libremente?
CALÍGULA. Hace ya varios años que me ejercito en vivir libremente.
CESONIA. No es así como lo entiendo. Compréndeme. Puede ser tan bueno vivir y amar en la pureza del propio corazón.
CALÍGULA. Cada uno se gana la pureza como puede. Yo, persiguiendo lo esencial. Nada de eso me impide, por lo demás, hacerte matar. (Ríe.) Sería la coronación de mi carrera.
Calígula se levanta y hace girar el espejo. Camina en círculo, con los brazos colgando,
casi sin ademanes, como un animal.
CALÍGULA. Es curioso. Cuando no mato, me siento solo. Los vivos no bastan para poblar el universo y alejar el tedio. Cuando estáis todos aquí, me hacéis sentir un vacío sin medida donde no puedo mirar. Sólo estoy bien entre mis muertos. (Se planta frente al público, un poco inclinado hacia adelante, olvidado de Cesonia.) Ellos son verdaderos. Son como yo. Me esperan y me apremian. (Menea la cabeza.) Tengo largos diálogos con este y aquel que me gritó pidiendo gracia y a quien hice cortar la lengua.
CESONIA. Ven. Tiéndete a mi lado. Apoya la cabeza en mis rodillas. (Calígula obedece.) Estás bien. Todo calla.
CALÍGULA. ¡Todo calla! Exageras. ¿No oyes ese ruido a hierros? (Ruidos.) ¿No adviertes esos mil ligeros rumores que revelan el odio en acecho? (Rumores.)
CESONIA. Nadie se atrevería...
CALÍGULA. Sí: la estupidez.
CESONIA. La estupidez no mata. Da cordura.
CALÍGULA. Es asesina, Cesonia. Es asesina cuando se considera ofendida. ¡Oh!, no me asesinarán aquellos cuyos padres o hijos he matado. Ellos han comprendido. Están
conmigo, tienen el mismo gusto en la boca. Pero estoy indefenso contra la vanidad de
los otros: aquellos de quienes me he burlado, a quienes he puesto en ridículo.
CESONIA (con vehemencia). Te defenderemos nosotros; todavía somos muchos que te
queremos.
CALÍGULA. Cada vez sois menos. Hice todo lo posible para que así fuera. Y además, seamos justos, no sólo está en mi contra la estupidez; también lo están la lealtad y el coraje de los que quieren ser felices.
CESONIA (siempre vehemente). No, no te matarán. O entonces algo venido del cielo los aniquilará antes de que te hayan tocado.
CALÍGULA. ¡Del cielo! No hay cielo, pobre mujer. (Se sienta.) ¿Pero por qué tanto amor, de pronto? No estaba en nuestras convenciones.
CESONIA (que se ha puesto de pie y camina). ¿No basta entonces verte matar a los demás; hay que saber también que te matarán? ¿No basta recibirte cruel y desgarrado, sentir tu olor a crimen cuando te apoyas en mi vientre? Cada día veo morir un poco más en ti la apariencia humana. (Se vuelve hacia él.) Soy fea y casi vieja, lo sé. Pero tanto me preocupas, que a mi alma no le importa ya que no me ames. Sólo quisiera verte sano, a ti que aún eres un niño. ¡Toda una vida por delante! ¿Y qué pedir que sea más grande que toda una vida?
CALÍGULA (se levanta y la mira). Hace ya mucho que estás aquí.
CESONIA. Es cierto. Pero me conservarás a tu lado, ¿verdad?
CALÍGULA. No lo sé. Sólo sé por qué estás aquí: por todas aquellas noches en que el placer era agudo y sin alegría, y por todo lo que conoces de mí. (La toma en sus brazos y con la mano le echa la cabeza un poco hacia atrás) Tengoveintinueve años. Es poco. Pero en esta hora en que mi vida me parece, sin embargo, tan larga, tan cargada de despojos, en fin, tan cumplida, eres el último testigo. Y no puedo evitar cierta ternura
vergonzante por la vieja que serás.
CESONIA. ¡Dime que quieres conservarme a tu lado!
CALÍGULA. No lo sé. Sólo tengo conciencia, y esto es lo más terrible, de que esta ternura vergonzante es el único sentimiento puro que la vida me haya dado hasta ahora.
Cesonia se desprende de sus brazos, Calígula la sigue. Ella pega la espalda contra él,
que la abraza.
CALÍGULA. ¿No sería mejor que el último testigo desapareciera?
CESONIA. Eso no tiene importancia. Me hace feliz lo que me has dicho. ¿Pero por qué no puedo compartir esta felicidad contigo?
CALÍGULA. ¿Quién te dijo que no soy feliz?
CESONIA. La dicha es generosa. No vive de destrucciones.
CALÍGULA. Entonces hay dos clases de dicha y yo elegí la de los asesinos. Porque soy feliz. Hace tiempo creí alcanzar el límite del dolor. Pues bien, no, todavía es posible ir más lejos. En el confín de esta comarca hay una felicidad estéril y magnífica. Mírame.
Cesonia se vuelve hacia él.
Me río, Cesonia, cuando pienso que durante varios años Roma entera evitó pronunciar el nombre de Drusila. Porque Roma se equivocó durante esos años. El amor no me basta: eso es lo que comprendí entonces. Es lo que comprendo también hoy, al mirarte.
Porque amar a una persona es aceptar envejecer con ella. No soy capaz de este amor.
Drusila vieja era mucho peor que Drusila muerta. Es habitual la creencia de que un
hombre sufre porque la persona a quien amaba muere un día. Pero su verdadero
sufrimiento es menos fútil: es advertir que tampoco la pena dura. Hasta el dolor carece
de sentido. Ya ves, no tenía excusas; ni siquiera la sombra de un amor, ni la amargura
de la melancolía. No tengo coartada. Pero hoy soy más libre que hace años, libre del
recuerdo y de la ilusión. (Ríe apasionadamente.) ¡Sé que nada dura! ¡Saber esto! Sólo
dos o tres en la historia hemos hecho esta experiencia, hemos realizado esta felicidad
demente. Cesonia, has seguido hasta el fin una tragedia muy curiosa. Es hora de que
caiga para ti el telón.
Pasa de nuevo tras ella y desliza el antebrazo en torno al cuello de Cesonia.
CESONIA (con espanto). ¿Acaso es la felicidad esa libertad espantosa?
CALÍGULA (apretando poco a poco con el brazo la garganta de Cesonia). Tenlo por seguro, Cesonia. Sin ella hubiera sido un hombre satisfecho. Gracias a ella, he conquistado la divina clarividencia del solitario. (Se exalta cada vez más, estrangulando poco a poco a Cesonia, quien se entrega sin resistencia, con las manos un poco tendidas hacia adelante. El le habla, inclinado, al oído.) Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad: esta insoportable liberación, este universal desprecio, la sangre, el odio a mi alrededor, este aislamiento sin igual del hombre que tiene toda su vida bajo la mirada, la alegría desmedida del asesino impune, esta lógica implacable que tritura vidas humanas (Ríe), que te tritura, Cesonia, para lograr por fin la soledad eterna que deseo.
CESONIA (debatiéndose débilmente). ¡Cayo!
CALÍGULA (cada vez más exaltado). No, nada de ternura. Hay que terminar, el tiempo
apremia. ¡El tiempo apremia, querida Cesonia!
Cesonia agoniza, Calígula la arrastra hasta el lecho donde la deja caer.
CALÍGULA (mirándola con ojos extraviados; con voz ronca). Y tú también eras culpable. Pero matar no es la solución.