Saber mirar
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Hemos perdido el rumbo...

Calígula, de Albert Camus

EL GRAN TEATRO DE LA VIDA


ACTO III
ESCENA I


Antes de levantarse el telón, ruido de címbalos y tambores. El telón se abre sobre una
especie de barraca de feria. En el centro una colgadura, delante de la cual, sobre un
pequeño estrado, se encuentran Helicón y Cesonia. Los cimbaleros a cada lado. Sentados, de espaldas a los espectadores, algunos Patricios y El Joven Escipión.
HELICÓN (recitando en tono de charlatán de feria). ¡Acercaos! Acercaos! (Címbalos.) Una vez más los dioses han dejado a la tierra. Cayo, César y dios, llamado Calígula, les ha prestado su forma humana. Acercaos, groseros mortales, el milagro sagrado se opera ante vuestros ojos. Por un favor especial al reino bendito de Calígula, los secretos divinos se ofrecen a todos los ojos.
Címbalos.
CESONIA. ¡Acercaos, señores! Adorad y dad vuestro óbolo. El misterio celestial hoy está al alcance de todos los bolsillos.
Címbalos.
HELICÓN. El Olimpo y sus entretelones, sus intrigas, sus pantuflas y sus lágrimas.
¡Acercaos! ¡Acercaos! ¡Toda la verdad sobre los dioses!
Címbalos.
CESONIA. Adorad y dad vuestro óbolo. Acercaos, señores. Va a empezar la función.
Címbalos. Movimiento de esclavos que llevan diversos objetos al estrado.
HELICÓN. Una reconstrucción de impresionante veracidad, una realización sin precedentes. Los decorados majestuosos del poder divino traídos a la tierra; una atracción sensacional y desmesurada, el rayo (los esclavos encienden fuegos greciscos), el trueno (hacen rodar un tonel lleno de guijarros), el mismo destino en su marcha triunfal. ¡Acercaos y contemplad!
Corre la colgadura y Calígula, disfrazado de Venus grotesca, aparece sobre un
pedestal.
CALÍGULA (amable). Hoy soy Venus.
CESONIA. La adoración comienza. Prosternaos (todos, salvo Escipión, se prosternan) y repetid conmigo la oración sagrada a Calígula-Venus: "Diosa de los dolores y la
danza..."
LOS PATRICIOS. "Diosa de los dolores y la danza..."
CESONIA. "Nacida de las olas, toda viscosa y amarga entre la sal y la espuma..."
LOS PATRICIOS. "Nacida de las olas, toda viscosa y amarga entre la sal y la espuma..."
CESONIA. "Tú, que eres como la risa y el pesar..."
LOS PATRICIOS. "Tú, que eres como la risa y el pesar..."
CESONIA. "El rencor y el impulso...."
LOS PATRICIOS. "El rencor y el impulso...."
CESONIA. "Enséñanos la indiferencia que hace renacer los amores..."
LOS PATRICIOS. "Enséñanos la indiferencia que hace renacer los amores..."
CESONIA. "Instrúyenos sobre la verdad de este mundo, que consiste en no tenerla..."
Los PATRICIOS. "Instrúyenos sobre la verdad de este mundo, que consiste en no tenerla..."
CESONIA. "Y concédenos fuerzas para vivir a la altura de esta verdad sin igual..."
Los PATRICIOS. "Y concédenos fuerzas para vivir a la altura de esta verdad sin igual..."
CESONIA. ¡Pausa!
LOS PATRICIOS. ¡Pausa!
CESONIA (prosiguiendo). "Cólmanos de tus dones, extiende sobre nuestros rostros tu
crueldad imparcial, tu odio objetivo; abre por encima de nuestros ojos tus manos llenas
de flores y de crímenes".
LOS PATRICIOS, "...tus manos llenas de flores y de crímenes".
CESONIA. "Acoge a tus hijos extraviados. Recíbelos en el desnudo asilo de tu amor
indiferente y doloroso. Danos tus pasiones sin objeto, tus dolores privados de razón y
tus alegrías sin porvenir..."
LOS PATRICIOS, "...y tus alegrías sin porvenir..."
CESONIA (muy alto). "Tú, tan vacía y tan ardiente, inhumana pero tan terrenal, embriáganos con el vino de tu equivalencia y sácianos para siempre en tu corazón negro y salino".
Los PATRICIOS. "Embriáganos con el vino de tu equivalencia y sácianos para siempre en tu corazón negro y salino".
Cuando los Patricios pronuncian la última frase, Calígula, hasta entonces inmóvil,
resopla y dice con voz estentórea:
CALÍGULA. Concedido, hijos míos; vuestros ruegos serán satisfechos.
Se sienta en cuclillas en el pedestal. Los Patricios se prosternan uno por uno,
depositan el óbolo y se alinean a la derecha antes de desaparecer. El último, turbado,
olvida el óbolo y se retira. Pero Calígula de un salto se pone de pie.
CALÍGULA. ¡Alto! Ven aquí, muchacho. Adorar está bien, pero mejor es enriquecer. Gracias. Así está bien. Si los dioses no tuvieran otras riquezas que el amor de los mortales, serían tan pobres como el pobre Calígula. Y ahora, señores, podéis marcharos y difundir por la ciudad el asombroso milagro que habéis presenciado: habéis visto a Venus, lo que se dice ver, con vuestros propios ojos, y Venus os ha hablado. Id, señores. (Movimiento de los Patricios.) ¡Un momento! Al salir, tomad por el pasillo de la izquierda. En el de la derecha aposté guardias para que os asesinaran.
Los Patricios salen con mucha prontitud y un poco de desorden. Los esclavos y los
músicos desaparecen.


ESCENA II


Helicón amenaza a Escipión con el dedo.
HELICÓN. ¡Escipión, otra vez haciéndote el anarquista!
ESCIPIÓN (a Calígula). Has blasfemado, Cayo.
CALÍGULA. ¿Qué puede significar eso?
ESCIPIÓN. Mancillas el cielo después de ensangrentar la tierra.
HELICÓN. Este joven adora las grandes palabras.
Va a acostarse en un diván.
CESONIA (muy tranquila). Cómo te conduces, muchacho; hay en este momento en Roma hombres que mueren por discursos mucho menos elocuentes.
ESCIPIÓN. He resuelto decir la verdad a Cayo.
CESONIA. Bueno, Calígula, era lo que faltaba a tu reinado; ¡una bella figura moral!
CALÍGULA (interesado). ¿Así que crees en los dioses, Escipión?
ESCIPIÓN. No.
CALÍGULA. Entonces no comprendo : ¿por qué eres tan rápido para descubrir las
blasfemias?
ESCIPIÓN. Puedo negar una cosa sin creerme obligado a mancharla o a quitar a los demás el derecho de creer en ella.
CALÍGULA. ¡Pero eso es modestia, modestia de verdad! ¡Oh, querido Escipión, qué contento estoy de ti! Y qué envidioso, ¿sabes? Porque es el único sentimiento que acaso no experimente jamás.
ESCIPIÓN. No me envidias a mí, sino a los mismos dioses.
CALÍGULA. Si lo permites, eso será el gran secreto de mi reinado. Todo lo que se me puede reprochar hoy es haber hecho otro pequeño progreso en la vía del poder y de la libertad. Para un hombre que ama el poder, hay en la rivalidad de los dioses algo irritante. La he suprimido. He probado a esos dioses ilusorios que un hombre, si se lo propone, puede ejercer, sin aprendizaje, el ridículo oficio que ellos desempeñan.
ESCIPIÓN. Esa es la blasfemia, Cayo.
CALÍGULA. No, Escipión, es clarividencia. Simplemente he comprendido que hay una sola manera de igualarse a los dioses: basta ser tan cruel como ellos.
ESCIPIÓN. Basta convertirse en tirano.
CALÍGULA. ¿Qué es un tirano?
ESCIPIÓN. Un alma ciega.
CALÍGULA. No es seguro, Escipión. Pero un tirano es un hombre que sacrifica pueblos a sus ideas o a su ambición. Yo no tengo ideas y ya no me queda nada que solicitar en materia de honores y poder. Si ejerzo el poder es para compensar.
ESCIPIÓN. ¿Qué?
CALÍGULA. La estupidez y el odio de los dioses.
ESCIPIÓN. El odio no compensa el odio. El poder no es una solución. Y conozco una manera de contrabalancear la hostilidad del mundo.
CALÍGULA. ¿Cuál?
ESCIPIÓN. La pobreza.
CALÍGULA (arreglándose los pies). Tendré que probarla también.
ESCIPIÓN. Mientras tanto, muchos hombres mueren a tu alrededor.
CALÍGULA. Tan pocos, Escipión, realmente. ¿Sabes cuántas guerras he rechazado?
ESCIPIÓN. No.
CALÍGULA. Tres. ¿Y sabes por qué las rechacé?
ESCIPIÓN. Porque te importa un bledo la grandeza de Roma.
CALÍGULA. No: porque respeto la vida humana.
ESCIPIÓN. Te burlas de mí, Cayo.
CALÍGULA. O por lo menos la respeto más que a un ideal de conquista. Pero es cierto que no la respeto más que a mi propia vida. Y si me resulta tan fácil matar, es porque no me resulta difícil morir. No, cuanto más lo pienso más me convenzo de que no soy un tirano.
ESCIPIÓN. ¿Qué importa si nos cuesta tan caro como si lo fueras?
CALÍGULA (con un poco de impaciencia). Si supieras contar sabrías que la menor guerra emprendida por un tirano razonable os costaría mil veces más caro que los caprichos de mi fantasía.
ESCIPIÓN. Pero por lo menos sería razonable y lo esencial es comprender.
CALÍGULA. Nadie comprende el destino y por eso me erigí en destino. He adoptado el rostro estúpido e incomprensible de los dioses. Eso es lo que tus compañeros de hace un momento han aprendido a adorar.
ESCIPIÓN. Y esa es la blasfemia, Cayo.
CALÍGULA. ¡No, Escipión, es arte dramático! El error de todos esos hombres reside en no creer bastante en el teatro. Si no fuera por eso, sabrían que a todo hombre le está
permitido representar las tragedias celestiales y convertirse en dios. Basta endurecer el
corazón.
ESCIPIÓN. Tal vez, Cayo. Pero si eso es cierto, creo que has hecho lo necesario para que un día, a tu alrededor, legiones de dioses humanos se levanten, implacables también, y ahoguen en sangre tu divinidad de un momento.
CESONIA. ¡Escipión!
CALÍGULA (con voz precisa y dura). Deja, Cesonia. No sabes cuánta verdad dices, Escipión: he hecho lo necesario. Apenas imagino el día de que hablas. Pero lo sueño a veces. Y en todos los rostros que avanzan entonces desde el fondo de la noche amarga, en sus facciones torcidas por el odio y la angustia, reconozco, sí maravillado, el único dios que adoré en este mundo: miserable y cobarde como el corazón humano. (Irritado.) Y ahora, vete. Has hablado de más. (Cambiando de tono.) Todavía tengo que pintarme los dedos de los pies. Me corre prisa.
Todos salen salvo Helicón, que gira en tomo a Calígula, absorto en el cuidado de sus pies.


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