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La mujer en la modernidad

Andrés Jiménez

La mujer en la modernidad
A pesar de que la igualdad de la mujer es teóricamente reconocida, existe una desigualdad fáctica en muchos campos y una discriminación de hecho porque no se valora y respeta su contribución específica a la familia y a la sociedad. El varón, por su parte y con toda lógica, se ve en la tesitura de asumir como propio también el ámbito doméstico. Conciliación y corresponsabilidad reclaman una normalización y un cambio serio en las organizaciones humanas.

La escisión generada por la mentalidad burguesa -dominante en el curso de la modernidad- entre la vida pública y la vida privada, y la instauración del éxito en la primera como horizonte y proyecto vital por excelencia, hizo concebir la dedicación a la educación y a la familia, así como a las ocupaciones domésticas en general, como una forma de esclavitud para la mujer.

El feminismo, en cuyo seno hay que reconocer una enorme diversidad de programas y de enfoques, se ha configurado a lo largo de estos dos siglos como una ideología y un movimiento de cambio sociopolítico.

La última versión de este movimiento se centra en la llamada “ideología de género”, término este último (gender) que alude al papel de lo cultural en la construcción de la identidad sexual, y que ha sido asumido como paradigma por las corrientes más radicales del feminismo actual. Encuentra además un reflejo poderoso en lobbys y agencias muy influyentes en organismos y políticas internacionales.

En otros momentos, y aún en demasiados lugares en nuestros días, la mujer se ha visto relegada a la pasividad y a la dependencia. Hoy, la incorporación de la mujer al mundo laboral, organizado todavía según criterios exclusivamente masculinos, no le permite hacer compatible la dedicación profesional y familiar de un modo satisfactorio.

A pesar de que la igualdad de la mujer es teóricamente reconocida, existe una desigualdad fáctica en muchos campos y una discriminación de hecho porque no se valora y respeta su contribución específica a la familia y a la sociedad. El varón, por su parte y con toda lógica, se ve en la tesitura de asumir como propio también el ámbito doméstico. Conciliación y corresponsabilidad reclaman una normalización y un cambio serio en las organizaciones humanas.

Así pues, desde un punto de vista más general, las fronteras que han separado lo público de lo privado en el transcurso de la Modernidad piden ser revisadas a fondo.

Vemos cómo está emergiendo una nueva forma de cultura, una forma de interpretar el mundo, que mana de la mujer misma y de su presencia. El desarrollo no puede ser ya entendido en términos meramente económicos y tecnológicos. Ha de ser considerado como la integral elevación de la condición humana. Para verlo, nos faltaba una forma femenina de mirar las cosas, los acontecimientos y al ser humano.

Pero no se trata de hacer una nueva lectura de la historia en la que la mujer fuera portadora del “estatuto de especie protegida” (Bel, Mª A., 1998, 21), sino de estudiar cómo se ha manifestado y cómo se manifiesta en la vida lo específico femenino. Más que de una historia de la mujer, o de las mujeres, se trataría de considerar la historia como el curso de unos acontecimientos que no se pueden entender ni valorar sin la mujer.

La deriva de la Modernidad hacia la vida pública y el predominio del varón

El curso del pensamiento, de la sociedad y de las mentalidades en Occidente desde el siglo XV hasta el siglo XX ha venido a ser denominado genéricamente la Modernidad. Su momento de inflexión más decisivo, desde el punto de vista teórico, es el pensamiento ilustrado, y su consolidación social y económica es la revolución industrial y el acelerado proceso de urbanización que le ha seguido.

La revolución industrial y la urbanización modificaron, en efecto, los modos de vida y de trabajo, favoreciendo un proceso continuo de emigración del campo a la ciudad y de los países metropolitanos a las colonias, que trajo consigo importantes cambios familiares y sociales.

La familia preindustrial era extensa, y en ella vivían varias generaciones en una unidad productiva, en la que casa y trabajo estaban profundamente unidos. Las mujeres, en este marco, colaboraban estrechamente en las diversas labores y todos eran conscientes de la centralidad y necesidad de su aportación. Más tarde, talleres y granjas dejaron paso a las fábricas; los hombres de la familia se marcharon a la fábrica, a la ciudad, e incluso a las colonias, a ganar el salario, y la mujer se quedó en la casa, atendiendo a los niños y a los más mayores.

La mujer en la modernidad
Empezó a considerarse “trabajador” sólo a quien ganaba un salario, un sueldo. Las mujeres podían elegir, a lo sumo, entre el trabajo de obreras –mano de obra barata y poco cualificada- y la permanencia en el hogar, bien como “amas de casa”, bien como sirvientas o auxiliares. La división de las funciones excluyó de manera contundente a la mujer de la vida política, económica y cultural.

Empezó a considerarse “trabajador” sólo a quien ganaba un salario, un sueldo. Las mujeres podían elegir, a lo sumo, entre el trabajo de obreras –mano de obra barata y poco cualificada- y la permanencia en el hogar, bien como “amas de casa”, bien como sirvientas o auxiliares. La división de las funciones excluyó de manera contundente a la mujer de la vida política, económica y cultural. El camino que la sociedad reservaba a los varones era el de las actividades hegemónicas -que Max Weber consideraba patrimonio de la civilización occidental-: ciencia, política y economía. De hecho, los dos grandes logros de la Modernidad son el Estado y el mercado –la llamada tecnoestructura-. (Llano, A.)

Es preciso mencionar de modo singular a Lutero, que en el siglo XVI marcó un giro decisivo a la trayectoria cultural de occidente. El reformador estableció una separación tajante entre el fuero interno de la conciencia y el mundo exterior de la actividad humana. En el primero situaba el ámbito de la moral y de la salvación humana por la fe en Dios, y en el segundo, por completo ajeno al anterior, los asuntos y negocios temporales, sometidos a las disposiciones legales establecidas por los hombres. Es el origen de la contraposición radical entre la vida privada y la vida pública. Así pues, puede apreciarse que en el siglo XVI, como planteamiento general, el mercado y la política se desentienden de la moral, en efecto, y se atisba el nacimiento de la economía política, en la que el significado personal y el uso no tienen valor y sólo el cambio lo posee.[1]

Hegel, en sintonía con los intelectuales ilustrados del momento (Rousseau, Kant, Schopenhauer, entre otros) y siguiendo la línea iniciada por Lutero, justificaba así las causas de este apartamiento de la mujer de la vida pública:

“El varón representa la objetividad y universalidad del conocimiento, mientras que la mujer encarna la subjetividad y la individualidad, dominada por el sentimiento. Por ello, en las relaciones con el mundo exterior, el primero supone la fuerza y la actividad, y la segunda, la debilidad y la pasividad.” (Filosofía del Derecho, 166)

Cada vez más, en este contexto, el éxito en la vida aparecía vinculado a los asuntos de la vida pública, y al triunfo en los negocios de modo singular. Los estudios, en particular los superiores, serán un coto vedado a la mujer.

El redescubrimiento del derecho romano –que sancionaba de forma preeminente, entre otros roles, la figura del paterfamilias- sembró también, en los comienzos de la edad moderna, un importante elemento de discriminación negativa: empezaron a aparecer las leyes sálicas y las prohibiciones a la mujer para ejercer el comercio, y se volvió a sobredimensionar la autoridad del varón en la familia y en el Estado, en detrimento de la mujer. A ello colaboró la difusión de una mentalidad que encarnaba valores de mera productividad, de éxito externo a ultranza y de dominio técnico, poco compatibles con la especificidad femenina de lo humano. (Ballesteros, J., 1995, 91 y ss.) Correlativamente, los valores que naturalmente encarna la mujer con más facilidad que el varón –la ternura, la receptividad amorosa de lo humano, la donación a los demás, el conocimiento intuitivo- fueron proscritos por una cultura racionalista y violenta como la de la modernidad, y quedaron reducidos –junto con la mujer misma- al ámbito del hogar y la familia, sin peso ni presencia pública (Blanco, B., 1991, 59)

 


[1] Es muy ilustrativo contraponer la famosa consulta de Carlos V a los maestros de Salamanca para considerar si era moralmente justificable la conquista española en América, y el pragmatismo de la trayectoria emprendida por Enrique VIII en Inglaterra o por Maquiavelo y Hobbes en el panorama del pensamiento político moderno


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