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La mujer en la modernidad

Andrés Jiménez

El lugar de la mujer en el modelo desarrollista
El desarrollismo es una concepción económica que propugna la necesidad de que la economía crezca indefinidamente, y asegura que ello reportará la acumulación incesante y generalizada de bienes y servicios, con lo que los seres humanos serán paulatinamente más felices. Esta felicidad, por lo demás, se entiende como “calidad de vida” y ésta a su vez es interpretada generalmente en términos de bienestar material

El lugar de la mujer en el modelo desarrollista

Conviene hacer una distinción inicial entre desarrollo y desarrollismo. El primero es un término que se aplica básicamente al crecimiento económico, entendido como el aumento de la producción y de la capacidad de consumo para el mayor número de seres humanos. En un sentido más amplio, debiera considerarse como la elevación integral de la condición humana, de todo el ser humano y de todas las personas.

El desarrollismo, por su parte, es una concepción económica que propugna la necesidad de que la economía crezca indefinidamente, y asegura que ello reportará la acumulación incesante y generalizada de bienes y servicios, con lo que los seres humanos serán paulatinamente más felices. Esta felicidad, por lo demás, se entiende como “calidad de vida” y ésta a su vez es interpretada generalmente en términos de bienestar material.

Esta visión del mundo y de la vida subordina fácilmente a la persona humana y sus necesidades más profundas a procesos anónimos tales como las exigencias de la planificación económica o de la ganancia a ultranza y exclusiva. El bien ser, en el seno de esta mentalidad economicista, queda reducido al bienestar. El ser humano acaba por considerarse a sí mismo como un productor o un consumidor de bienes económicos  antes que como un sujeto portador de un valor o dignidad superior e inalienable que da una hondura y un significado radical a su vida, y al que deben subordinarse los bienes vinculados a la supervivencia.

La escisión entre lo público y lo privado que, como ya hemos advertido, viene de muy atrás, implica la no pertinencia del juicio moral acerca de los asuntos económicos. Allá cada cual con sus principios morales, siempre que no rebase su fuero interno y pretenda imponer su moral a los demás.

Para la mirada pragmática, la eficacia ocupa el lugar de la verdad. Desentendiéndose de lo que son en sí mismas las cosas, de su valor intrínseco y de la dignidad constitutiva de las personas, el enfoque pragmático imperante considera verdadero y valioso sólo lo que responde y se adecua a los objetivos marcados por la voluntad de éxito que guía el sistema de producción. El éxito reside en la vida pública, y ésta se convierte en el escenario de una general lucha de intereses.

Se ha llegado así a considerar que las relaciones y vínculos sociales son asunto de una compleja gestión tecnológica –una suerte de ingeniería sólo accesible a algunos expertos-, y como consecuencia se ha producido una creciente sobrecarga del “tecnosistema” social, que “se ve abocado a gestionar todos los problemas socialmente relevantes, desde la educación hasta la salud, pasando por el medio ambiente o el patrimonio artístico. Bajo tal perspectiva, la sustancia de todas estas cuestiones sería, en último análisis, político-económica.” (Llano, A., 1988, 26)

Pero la creencia de que los vínculos que relacionan al ser humano con su medio circundante y con los demás hombres pueden ser reemplazados, incluso ventajosamente, por “bienes y servicios” susceptibles de producción como otros tantos outputs industriales, es una mistificación demoledora: Ningún valor mercantil puede compensar la degradación del medio circundante y la trivialización de las relaciones entre los seres humanos. El mundo de la vida y de los afectos de las personas se ve inclinado a bascular sin criterio entre el aislamiento y la promiscuidad, como ha observado Jane Jacobs en su libro Death and life of great American Cities.

Este duro perfil, se basa en el fondo en un enfoque “masculino-agresivo” –reduccionista en realidad de lo verdaderamente masculino que concibe la vida social en estrictos términos de poder –homo homini lupus–, y es el que ha puesto frente a frente las expectativas de las mujeres, relegadas en un principio, como dijimos, al escenario privado de la vida doméstica, y las de los hombres, ocupados en la pugna social de la autorrealización y del éxito, paradigma vital por excelencia. Por eso, en todo este proceso no sorprende que una de las grandes perjudicadas –y excluidas– haya sido la mujer. Pero en realidad, con ella hemos perdido todos.


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