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Fascinada por la belleza del amor, "el Dios que llevo dentro"

ERNESTINA DE CHAMPOURCIN

EL DIOS QUE LLEVO DENTRO

PRESENCIA DE DIOS EN EL AMOR HUMANO

Aparece un poema en Cántico inútil que ha llamado la atención de los estudiosos, titulado Dios y tú. ¡En 1935 ya Ernestina aborda el asunto de la participación de Dios en el amor humano! Quizás sorprendidos ante el esquema previo de que Dios no aparece de manera dominante en su obra hasta 1952, en que se inicia con Presencia a oscuras, la etapa que Ascunce denomina poesía del amor divino.

No tiene nada que ver el Dios del amor divino, con este Dios, que podríamos escribir con minúscula, del denominado amor humano. En aquel, como veremos, se trata del encuentro de la poeta con el Ser Personal Transcendente con el que se puede entablar una relación de amistad, y que va a colmar las ansias de infinito del corazón humano. El Dios que se nombra en el poema es el ser humano, hombre y mujer, que por un amor no meramente carnal, sino espiritualizado, se transforma en un ser divino. El poema, -en alejandrinos blancos agrupados de cuatro en cuatro- está dividido en cuatro partes. Comienza con estos versos:


Dios en mí para siempre, a pesar de tus manos
Y de tu ausencia viva, que ningún cielo borra
A pesar del abismo que socaban tus besos,
A pesar de mi carne, impregnada de ti.
Dios en tu frente, alto sonriendo en la cima
Que abrió sobre tu espíritu su claridad señera.
Dios en ti, a pesar de mi cuerpo encendido,
De mis labios, que enturbian el agua de tus ojos

El Dios que llevo dentro. Ernestina de Champourcin
Al terminar la guerra, Ernestina y su marido, Juan José Domechina, marcharon al exilio. La nostalgia de España dejó enervado, abatido, sin ánimo para afrontar la adversa situación al esposo. Fue Ernestina la que sacó adelante al matrimonio. Su condición de políglota le permitió traer el sustento al hogar. Fue traductora de profesión. Trabajó, junto a otros numerosos exiliados, para Fondo de Cultura Económica.

¿Estamos hablando de cómo el amor humano se transfigura en amor divino, convirtiendo en dioses a los amantes por la fuerza del mismo amor? Yo creo que Ernestina en su afán de concebir en clave mística el amor sensual, y en el marco de un juego estético o si queréis poético, identifica la sublimación de un amor que atañe al ser, -no sólo a los sentidos-, con el concepto de Dios, belleza suprema y eterna, es decir, inmortal, más cercano al Dios de Juan Ramón Jiménez, que a nuestro Dios cristiano.

Este modo de hablar del amor encaja con todo el poemario en lectura, para nuestra ladera, del Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, reducido a amor humano.

El poema no es en nada fácil e incluso hay expresiones que pueden desconcertarnos por parecer que se acercan a una concepción católica del amor esponsal o matrimonial. En la última estrofa del primer canto dice:


Dios en nosotros, férvido. Liturgia misteriosa
Que asciende a lo divino nuestro querer humano.
¡Dios en el cielo breve de todas tus caricias,
Dios inmortal y puro en tu mortal amor!”

En una concepción católica, el sacramento del matrimonio, -gracia de estado que Cristo concede a los esposos para cumplir en ellos el mandamiento del amor-, es un camino cierto y seguro que nos va acercando a Dios. La expresión “Liturgia misteriosa que asciende a lo divino nuestro querer humano” es bellísima y verdadera. Pero desde la concepción poética -en esos años- de Ernestina, hasta este verso no carece de ambigüedad. Ratifica la humanización de lo divino. En dirección inmanente y no transcendente, de Dios reducido a hombre y no del hombre elevado a hijo de Dios. Así lo entiendo en los versos: “¡Dios en el cielo breve de todas tus caricias, Dios inmortal y puro en tu mortal amor!”

Otro es el poema que os he elegido. Pertenece al primero del conjunto, dentro de Cántico inútil, titulado Noche oscura. Más en consonancia con San Juan de la Cruz no es fácil encontrar. Las nadas recomendadas por San Juan para poseerlo todo se aplican al amor humano. Oh sorpresa, en lugar del encantado jardín de Armida, la amada va al desierto, para que despojada de todo lo último mío –éxtasis, beso y hasta de tu amor- pueda oír, en la verdad desnuda, al amado. Guiada en la noche como un lazarillo, solo por las manos del enamorado, entre sombras, sin otra luz que la de la fe que sembraste en el surco caliente de mi pecho dormido que vibra al escuchar su nombre.

Todo San Juan resuena en el poema. El viaje de San Juan hacia Dios, se convierte en un viaje terrenal en busca del amado, también en la noche oscura de los sentidos, también guiada por una fe en el amado, a oscuras, para hacer posible que el encuentro de los enamorados no se pierda en las voluptuosas veleidades de jardines de ensueño, paraísos de insólita dulzura, ni en la fiesta de tus labios ungidos que consagran mi cuerpo en un rito inefable. Quiere más la amada, quiere rasgar las tinieblas de los placeres sensoriales y vibrar con tu nombre, expresión de la identidad más plena desde la que ha de nacer el amor verdadero.

La última estrofa es luminosa y bella. Creo en ti porque eres. No en las apariencias sino en el ser. Y es en ese ser ontológico donde asegura, por el amor, su existencia, certidumbre que alienta el sentido y la energía de su vida. Es en la aridez del desierto, no en las apariencias sino en la identidad plena, donde se puede esperar la llegada del amor.

Algo más que retórica bella. El amor verdadero yergue al ser humano, le permite ser ántropos, ser capaz de mirar al cielo. Algo más que un animal entre los animales.


He venido al desierto, para que tú me hablaras
Y todavía huyes. ¿Qué más puedo ofrecerte?
Me he despojado en ti de lo último mío,
Del éxtasis, del beso, del bien y de tu propio amor.


Me quisiste sin luz, por eso mis pupilas
Renegaron con júbilo su camino de estrellas.
Voy a entrar en tu noche, guíame lentamente
Y que tus manos firmes aclaren el silencio.


Sé que no he de sentirte. Me has quitado el apoyo
De tu carne en mi carne, de tu alma en mi alma.
Caminaré por ti sumergida en las sombras
Que defienden el margen de tu sueño lejano.


Pero me queda aún esa fe que sembraste
En el surco caliente de mi pecho dormido;
Esa fe pura y dócil que rasga las tinieblas
Y las hace vibrar pronunciando tu nombre.


Creo en ti sin la gloria de tu voz que promete
Ocultos paraísos de insólita dulzura,
Creo en ti sin la fiesta de tus labios ungidos
Que consagran mi cuerpo con un rito inefable.


Creo en ti porque eres y porque solo existo
Sobre esa certidumbre que encauza mi energía.
En la aridez oscura que puebla mi desierto,
Ausente ya de todo, aguardo tu llegada.


EL DIOS DESEADO Y DESEANTE, COMO SER PERSONAL, ENTRÓ EN SU ALMA Y EL AMOR SE HIZO PLENITUD

Al terminar la guerra, Ernestina y su marido, Juan José Domechina, marcharon al exilio. La nostalgia de España dejó enervado, abatido, sin ánimo para afrontar la adversa situación al esposo. Fue Ernestina la que sacó adelante al matrimonio. Su condición de políglota le permitió traer el sustento al hogar. Fue traductora de profesión. Trabajó, junto a otros numerosos exiliados, para Fondo de Cultura Económica. Reconocida su valía, consiguió que se le dieran todas las facilidades y se le abrieran todas las puertas. Consecuencia negativa: dejó de escribir poesía. Aunque colaboró en algunas revistas, desde 1936 hasta 1952 no volvió a publicar ningún libro de poemas.

El Dios que llevo dentro. Ernestina de Champourcin
Ernestina no había dejado nunca su fe ni su pertenencia a la Iglesia, aunque apareciera un “tanto soslayada” en medio de un ambiente cultural, social y hasta político que la habían transformado en una mujer de mundo, aunque no mundana.

Su sentido vital y optimista le permitió que se encontrara a gusto en su nueva patria. Ascunce explica su gozosa estancia en Méjico como si estuviera realizando uno de sus viajes fantásticos que había soñado en su infancia y primera juventud.

Fue con la publicación de Presencia a oscuras cuando retoma su labor creadora y sorprende con una poesía inesperada. La poesía religiosa, la poesía mística, si se prefiere, entra en el escenario de las letras con una perfección no inferior a la de nuestros grandes poetas del siglo XVI y XVII.

Nueva etapa de signo completamente distinto de la producción poética anterior, la que Ascunce, nuestro admirado estudioso, denomina Poesía del amor divino. La sorpresa fue enorme. Más de un desprecio tuvo que sufrir, por ejemplo del antiguo amigo Alberti que le negó el saludo. En un momento en que no se llevaba la poesía religiosa, aparece Ernestina, no con una creación sensiblera y piadosa, sino honda, profunda, con la verdad de quien ha descubierto que Dios es un ser personal con el que se puede tener un trato de amistad, con la certeza, además, de que nos ama.

Esta segunda etapa produjo seis obras: Presencia a oscuras (Madrid, 1952), El nombre que me diste (México, 1960), Cárcel de los sentidos (México, 1964), Hai-Kais espirituales (México, 1967), Cartas Cerradas (México, 1968) y de nuevo en Madrid, veinte años después (1972) Poemas del ser y del estar.

No es admisible achacar el cambio a la soledad en que Ernestina vive tras la muerte de su esposo. Juan José Domechina muere en Méjico en 1959, siete años después de su obra Presencia a oscuras.

Ernestina no había dejado nunca su fe ni su pertenencia a la Iglesia, aunque apareciera un “tanto soslayada” en medio de un ambiente cultural, social y hasta político que la habían transformado en una mujer de mundo, aunque no mundana.

Su retorno pleno a la fe se remonta a 1948, año en el que, según nos cuenta la escritora, tras leer la novela autobiográfica del escritor norteamericano Thomas Merton La montaña de los siete círculos, en la que se cuenta el proceso que le lleva del ateísmo inicial, a una conversión tumbativa. Le movió a ingresar en un monasterio trapense, ordenarse de sacerdote y asumir el nombre nuevo de Padre Luis. Ernestina se sintió reflejada y tan conmovida que vuelve a la práctica religiosa con lealtad cabal. Ernestina parece otra persona.

En 1968 en su obra Cartas cerradas dedica a Thomas Merton un poema muy significativo y profundo. Tras aquel primer encuentro de júbilo y renuncia con Dios, de pronto el que se presentó como Todo, se ha disfrazado de Nada. Han pasado 20 años. En el crecimiento interior, la noche oscura, que llega inesperadamente. Acude a Merton que ha pasado por la misma experiencia y así poder recuperar la esperanza. Obstinadamente cree, pero ahora Dios guarda silencio. Todo se convierte en muro que le obstruye el cielo. Noche oscura de duda y desaliento y caminos sin rumbo. Ella probó el agua viva como la Samaritana, la que salta a la vida eterna. Ebria de vacíos solo el agua eterna de Cristo puede colmar su sed. Piensa que su cántaro está vacío. ¿Volverá a tener sed de turbios manantiales? Pero, como San Juan de la Cruz, sabe de la fuente que mana y corre. Y no duda que el Todo volverá a su encuentro “Que nos hirió a los dos irremediablemente”

CARTA A THOMAS MERTON, fragmento


Todo y Nada...
El secreto que fuimos buceando
en un primer impulso de júbilo y renuncia.
Pero llega un momento en que el Todo se esconde
o se nos aparece disfrazado de Nada.
Alguna vez pensaste no escribir más de entrega:
Vivirla duramente en oscuro silencio...
¿Estás en él ahora?
No creí que la noche llegaba así...
Vulgar, espesa, sin estrellas.
¿La tuya cómo es?
Si pudieras decirlo,
Quizá me ayudarías a inventar la esperanza.
Y no es que desconfíe: espero, creo, y amo
Con una obstinación inquebrantable y muda
Pero Él calla en mi vida. ¿En todas? ¿Quién lo sabe?
Hay uno de tus libros que habla de destierro
-el destierro de un alma, dices, acaba en gloria -.
…………..
¿Dónde querrá que vaya, si no quedan caminos?
El que me dio termina contra la cal de un muro,
Ese muro que quiebra la plegaria más honda
y se yergue hace años, obstruyéndome el cielo.
Si llegaste al final cruento y prodigioso
¿cómo lo recibiste, cómo fue tu sonrisa
frente al Dios que buscabas
entre surcos y bosques, y al que soñaste amar
en otras soledades?
¿Eres fiel todavía? LO eres, pero ¿cómo?
¿Salvaste ya el abismo tremendo de la duda?
¿Te quedaste bogando entre ese Todo y Nada
Que nos hirió a los dos irremediablemente?
¿Di, cómo se le busca cuando todo se acaba
y desfilan las horas perdidas sin hallarle?
Di, ¿cómo se remonta la corriente del tiempo
para nacer en Él, otra vez, sin reservas?
No repito que es tarde - no puede serlo nunca
Cuando el alma se yergue, ebria ya de vacío-.
La fuente “mana y corre”:
si aprendiste a beberla no guardes para ti
el divino secreto.
Soy solo una mujer. Mi cántaro vacío
Espera algo, alguien en el brocal del pozo...
“Si supieras el don”...lo supe; lo he gustado
en un sorbo de gloria que me dejó transida.
¿Qué debo hacer ahora, sin camino y sin agua?
Volveré a tener sed de turbios manantiales.
....................................................................
Y por eso esta noche te escribo a ti, hermano;
Hermano en la poesía y en el amor al Todo...


PRESENCIA A OSCURAS

Afirma Jaime Siles en el prólogo a su obra Poesía esencial, que a partir de Presencia a oscuras la obra es “la continua conversación con Dios y los poemas sus momentos o partes”. Hablamos de poesía religiosa y hasta de poesía mística, con razón. Pero sería una ingenuidad creer que desde “Que nos hirió a los dos irremediablemente” como le confesaba a Merton, Ernestina y su poesía alcanza, en el camino de perfección teresiano, la séptima morada o, al menos, la quinta o sexta. Y no hay tal. Su poesía es mística porque ha elegido la senda del amor y, desde el amor, quiere vivir unitivamente la presencia de Dios.

Para Ernestina Dios es presencia, pero a oscuras. Su poesía recoge las zozobras y fracasos de quien va caminando hacia Dios pero en noche oscura. Ascunce certero nos precisa: “En medio de esta dialéctica de ausencias y de encuentros, de silencios y de voces, de postraciones y de exaltaciones, etc., se materializa y adquiere su sentido pleno la denominada poesía del amor divino, al asumir como temática central de su poesía una de las variantes del amor humano: el amor divino como plenitud y eternidad”.

En su carta cerrada, le decía a Merton: “Y no es que desconfíe: espero, creo, y amo/Con una obstinación inquebrantable y muda/Pero Él calla en mi vida.” Su poesía refleja el combate contra sí misma, consciente de que en nosotros mismos se encuentra el muro mayor que nos aleja del encuentro amoroso con Dios mismo. Vencer nuestras pasiones corporales y espirituales.

Ansia de amor en medio del combate. Esta es su poesía religiosa. Luminosa lección para nuestras tibias o alejadas actitudes religiosas. No es suficiente, para permanecer fieles, sentirse herederos de una sociología religiosa o mera tradición rutinaria. La renovación religiosa pasa por el encuentro personal con Cristo “esa herida irremediable” que ocurrió en un instante prodigioso:


Solo por aquel momento
Y aquella luz en la noche
Aquella presencia a oscuras…
Aquella contigüidad
Más estrecha que un abrazo
Aquella angustia trocada
En lumbre de amaneceres…

Y que le lleva a suplicar a nuestra poeta en una redondilla realmente redonda:


“Hazme de nieve, Señor,
Para los goces humanos,
De arcilla para tus manos,
De fuego para tu amor”

Al inicio de una serie de diez décimas, con la perfección de los poetas del siglo de Oro. La primera de las cuales, -con gracejo denominada undécima, porque consta de once versos- expresa en octosílabos su estado interior:


El pozo en que yo bebía
Se agostó súbitamente.
Comprende Tú mi agonía.
Dios cuya angustia pedía
El alivio de una fuente.
Dame ese sorbo caliente
Que fluye de tu lanzada.
Prefiero verme abrasada
En el fuego de tus venas
Que exprimir a duras penas
Mi pobre fuente agotada.


Y en la décima IV, con resonancias teresianas, nos dirá:
Si hay que morir a la vida
Para nacer a tu amor,
Mátame pronto, Señor
Y protégeme en la huida.
Borra ya la desmedida
Codicia de mis pasiones.
Dómame Tú los leones
Que me desgarran el pecho
Y dame para mi lecho
Un almohadón de oraciones.

Son variadas las formas estróficas y métricas que configuran el poemario. Predominan los alejandrinos, pero aparecen heptasílabo, octosílabos, y el ritmo salmodial de los versos libres, con resonancias de los textos poéticos bíblicos. Por ejemplo en el admirable Vía Crucis, original y cargado de belleza y de emotividad. O el titulado Hora santa, en el que desde su humildad, se sentirá indigna de pretender consolar a Dios y menos ser refugio de su cansancio, refugio que espera encontrar ella en Él. Le dirá: “No vengo a suplicarte que levantes el peso que lastima mis hombros” “Vengo a estar a tus pies, a mirarte despacio, a ser bajo tus ojos”. No es otra la cuestión: ser en plenitud o no ser. Y se preguntará sagazmente:


¿Para qué quiero esta libertad que me aleja de Ti,
que eres la libertad verdadera?
Todos los yugos que he roto me han sujetado más,
Estrechándome a mí misma, haciéndome mi propia esclava,
Subordinándome a mis más íntimos desórdenes a mis
Más ocultas contradicciones?

En un lenguaje sencillo, conversacional aborda los más diversos temas. A veces críticos. En el poema Verdad denuncia:


“Pero sólo me traen palabras sin sentido
Que un día fueron tuyas y ya no te contienen.”

Entre sus hermosos poemas os selecciono el que lleva por título Enséñame. La plenitud del encuentro con Dios no consiste en que hablemos con Dios, sino en que Dios nos hable y nosotros seamos capaces de escucharlo desde nuestro silencio.

La clave será el hacia dentro de nuestros místicos mayores. Senda que exige pasar por la etapa purgativa, despojarnos de nuestras envolturas falaces, inertes –las llama Ernestina- y renunciar a una verborrea inútil que en vez de acercarnos nos aleja de Dios.

En la segunda estrofa nos acerca a la etapa iluminativa, a los requisitos para que el mismo Señor, nos enseñe en lo oscuro: desierto, desolación, desdén, olvido. Más aún: “En la sima inefable del más puro abandono.” El poema se cierra con el deseo central: “Y que nazca tu luz, Señor, en mi silencio.”

Pero no es suficiente saber. La fuerza testimonial la encuentro en la conciencia de su impotencia: tu voz se pierde entre vanos clamores” Tu acento ha de ser más poderoso que mis engaños, sin que ningún eco me ciegue. Tal es la cuestión.


Enséñame a callar de veras, hacia dentro
A asomarme al vacío donde pueda escucharte.
A despojarme pronto de esta envoltura inerte
que me oculta y te esconde en una red sin fin
de inútiles palabras.


Enséñame en lo oscuro, en el hosco desierto
En donde te han buscado los que saben hallarte,
En la desolación del desdén y el olvido,
En la sima inefable del más puro abandono.


Pero tu voz se pierde y se extingue todavía
En la selva apretada de los vanos clamores.
¿Cuándo será tu acento más firme y poderoso
Que el murmullo incesante de mis propios engaños?


¿Cuándo sabré escucharte sin que un eco me ciegue,
Conservando la huella de tu verbo en mi alma?
Enséñame a callar y a entenderte en lo hondo
Y que nazca tu luz, Señor, en mi silencio.


RAÍCES DE SU EXPERIENCIA MÍSTICA

El diálogo continuado con Dios que conforman los seis libros de la etapa denominada del amor divino, se matiza en el que lleva por título Cartas cerradas (1968). El diálogo se manifiesta en género epistolar. Cartas íntimas cuyo destinatario es Dios, y que no necesitan ser abiertas porque Dios las conoce aún antes de que se las escriba la autora. Un recurso literario que sirve para reforzar que su poesía es diálogo, aunque desde nuestra situación de peregrinos sobre esta tierra, a veces pueda parecer un monólogo, en que se da por hecho la presencia del interlocutor, pero no siempre oímos la respuesta, como no sea que el silencio es el modo de poder oír, con mayor atención, a Dios. La carta refuerza la realidad de un destinatario. No son escritos al vacío.

La carta, género expositivo, en el que la narración y la descripción campan a sus anchas, se convierten, en manos de Ernestina, en género lírico, en espacio donde los sentimientos y emociones corren libres como el viento. La carta, la epístola del Siglo de Oro, precedente del ensayo –recordemos la Epístola moral a Fabio- da paso a la confidencia, a la intimidad de la correspondencia familiar:


Y te escribo, Señor, en esta madrugada,
Para decirte cosas inútiles y tristes,
Cosas que Tú no ignoras y que van a asfixiarme
Si no cuajan en grito...

Como inicia la segunda carta en que repasa su estado interior de soledad, tras la experiencia que transformó su vida “transfusión incruenta, bautismo irremediable” “Después no supe más: todo era lo mismo y todo había cambiado”. Recuerda una y otra vez la experiencia de encuentro con el Señor el 24 de marzo de 1947 o 1948. Ernestina recuerda el suceso pero tiene borrosa la fecha. Muy bella me parece la última carta, en la que recuerda el suceso gozoso y termina con esperanza cierta: Sé que viniste un día que ha de volver muy pronto. Bellísimo me parece el conjunto de poemas titulado “Amor de cada instante”. El número 6 en que se acuerda de la parábola del viñador “Es tarde para todo, pero no para hallarte” o la titulada Carta de Corpus 1966 o la que dedica en recuerdo de su marido “Y te quise traer un ciprés de Castilla”

He preferido seleccionaros la carta que, literariamente, le escribe a San Juan de la Cruz. No digo nada nuevo si os recuerdo que la poesía de San Juan de la Cruz está presente en toda su trayectoria poética, cuánto más en esta en que la búsqueda de un amor unitivo con Dios guía toda la etapa. La carta rememora una visita a Segovia para orar ante el sepulcro del santo. No le gustan los mármoles superfluos de la tumba, pero ella sabe percibir en los restos mortales, la presencia del Amado que acuna su sueño.

Siempre ha estado unida al santo, único lugar que vive en su distancia. La fuente de la fe mana y corre como lo enseñó San Juan y la senda por la que buscaba al Amado sigue siendo la misma; ha venido a recordar su amistad antigua pero ante todo a reemprender otra vez la ruta que le enseñó el místico. “Si no he llegado aún, la culpa es solo mía, porque algo me detuvo en la mitad del monte” “Mírame en tu anhelo profundo que yo hice mío siempre” “Así llegaré un día” “Vuelo corto si voy caminando a solas; vuelo largo –volé tan alto tan alto- de alcance inalcanzable si como tú me dejo despojar de lo mío y Otro vuela por mí inagotablemente.”

Su poesía va de la mano de nuestro más grande poeta, místico y santo. Un ideal mueve su vida y su obra:


“Tú no tuviste miedo a amar desde nada
Hasta lo más profundo.
Miedo a dejar de ser por ser enteramente,
A abandonar lo fácil, lo breve, lo mudable.”
“Ese arrojo empeñado en no apoyarse en nada,
En caminar a ciegas, tras una llama oscura”

Curiosamente esta etapa poética termina con otro escrito a Teresa de Jesús. En este caso Carta abierta. El agua de la que tanto habló la santa le sirve de referencia: enséñame a sacer el agua que sacaste.

CARTA A SAN JUAN DE LA CRUZ


La fuente mana y corre igual que lo dijiste:
igual que lo aprendí al comenzar mi tiempo.
Y hoy vine a recordarlo en este lugar tuyo,
el único lugar que vive en mi distancia.
La fuente… nuestra fuente. Y esas piedras doradas
y esas torres en fuego. Amor de piedra y sol
encontraste en la ermita,
en el ciprés audaz que acecha lo infinito.
Contemplé la vereda que hollaste tantas veces
para buscarle a Él...
a ese Todo implacable que abrasa y resucita.
Tú no tuviste miedo: miedo a amar desde nada
hasta lo más profundo.
Miedo a dejar de ser por ser enteramente,
a abandonar lo fácil, lo breve, lo mudable.
¡Quién tuviera el valor total que te sostuvo!
Seguir la trayectoria, ajeno ya a uno mismo;
ese arrojo empeñado en no apoyarse en nada,
en caminar a ciegas, tras una llama oscura.
Y ahora en el hechizo de esta luz del poniente
que irradia poco a poco su frialdad en mi cuerpo,
he venido a pasar un minuto contigo,
a recordar de nuevo nuestra amistad ya antigua.
Qué bien hallada estoy, aquí, junto a esta losa
que cubrió tus despojos en tierra segoviana.
Lo que ya no eras tú se detuvo un momento
y busco ansiosamente rescoldos de tu sombra.
¡Lejanía de cúpulas, cimborrios, campanarios!
¡Qué festival de oros amortajando al día!
Mis ojos en la meta que tú y yo conocemos.
Y el ciprés de tu ermita remate de la senda que ya nadie recorre.
¿Por dónde llegarías al dialecto refugio?
¿O es que abriste el atajo con tus propias pisadas?
No supieron decirme de qué lado subiste.
Tú me lo hubieras dicho. —y me lo estás diciendo,
hace ya muchos años.
Si no he llegado aún, la culpa es sólo mía,
porque algo me retuvo en la mitad del monte.
Sin embargo, ya he vuelto: mírame en tu paisaje,
en tu anhelo profundo que yo hice mío siempre.
«¡Apártalos Amado!». -Ir de vuelo soñándole buscándole,
dejando la carne en el camino.
Así llegaste tú. Así llegaré un día:
ese día cercano que nunca será noche.
Enséñame a ir de prisa inventando la ruta.
Carrera contra el tiempo llaman a eso ahora
y carrera de Amor yo bien lo llamaría...
Vuelo corto si voy caminando yo a solas;
vuelo largo, tendido, de alcance inalcanzable,
si como tú me dejo despojar de lo mío y
Otro vuela por mí inagotablemente.
Tu sepulcro en Segovia. ¡Qué mármoles superfluos te rodean y ciñen?
Pero yo solo he visto
al Amado allí cerca acunándote el sueño:
luz tuya, mía, nuestra, eternamente insomne.


EL NOMBRE QUE ME DISTE

Con la publicación de El nombre que me diste se confirma la temática religiosa en la poesía de Ernestina de Champourcin y se ratifica una etapa formal de poesía sencilla, muy próxima al lenguaje coloquial, directa, auténticamente una poesía pura, sin recargamientos figurativos, aunque no exento de imágenes, en las que el protagonismo lo alcanza las verdades enunciadas y la emoción que despiertan en la autora y en los lectores.

Van a predominar los versos de arte menor- el heptasílabo- y la ausencia de rima o presencia de la rima asonante. Seguimos en el diálogo de la poeta con Dios. Aquel acontecimiento extraordinario que la transformó interiormente en una peregrina de Dios, aparece como nostalgia o como esperanza de que ha de volver a percibirlo, al menos en el cielo. Teresiano anhelo de morir para vivir.

El Dios que llevo dentro. Ernestina de Champourcin

El libro es muy breve, pero se convierte en prólogo de las cuatro obras siguientes. Cárcel de los sentidos ahonda en la necesidad de anteponer el interior del ser humano, a los peligros que encierra para el espíritu la hegemonía de los sentidos. Cárcel. Es mejor tener los sentidos prisioneros. Echar bien los cerrojos, -como canta en el primer poema- por un motivo muy claro y esencial para el sentido de la vida:


Quiero guardarme toda
-todo lo que en mi queda-
Para ese amanecer
-alba de otoño en vela-
En que Él vendrá a librarme
De todas mis cadenas

Precioso y profundo es el que lleva por título Cementerio


Esa gota de agua
Sobre la piedra gris,
Entre las flores blancas.
Todo el sol la encendía;
Todo el sol la llenaba.
Hazme así transparente
Al sol de Tu esperanza.

Por razones de espacio, no podemos detenernos en cada poema y en cada libro. Mi intención es despertar el deseo de leer a esta extraordinaria poeta en todas sus obras.

En 1967 publica en México “Hai-Kais espirituales”. El espíritu sigue siendo el mismo, la temática casi sin variaciones. La forma, sorprendente. Ernestina ha conocido la poesía tradicional japonesa, los Haikus, y los acomoda a su pensar y sentir. La brevedad de los poemas es un acicate al ingenio y a la sensibilidad. Algunos son bellísimos:

I
“Amanecer a oscuras...
Bien está que despiertes mientras tantos descansan.
Dentro de ti hará sol, a pesar de la noche.”

VIII
“Un instante de Amor que lo detiene todo;
Y las cosas creadas se rinden dulcemente.”

XXII
“¿Si pudiera explicarles por qué tanta alegría?
El pájaro no explica
Y la rosa tampoco”

XXIV
(La verdad)
¡Qué bien verlo de frente, Señor, aunque me duela.
Así no hay más escape que Tu misericordia!”

Ahora volvemos al libro El nombre que me diste. Selecciono el primer poema que da nombre al libro No sé cómo me llamo. Asunto recurrente que aparece en otros libros. Por ejemplo en la serie poemas a Natanael, número 2, de Cárcel de los sentidos, en el que se nos recuerda que el Señor le puso el nombre propio. Como a Simón le dio el de Pedro, a Felipe, el apóstol, le denominó Natanael: “El que amaba de lejos sin saber aún a quien. El que supo entregarse atónito de fe”. Ella necesita conocer el suyo, el nombre que Dios le puso, el verdadero nombre de una persona. “No lo dejes perder entre tantas llamadas”.

No se trata de un juego retórico o como dirían algunos castizos hoy, comerse el coco, inútilmente. Pues no. Se trata de algo esencial y profundamente verdadero, gracias a lo cual nos va a ser más fácil entender conceptos tan emborronados como el de persona y personalidad.

El nombre oficial claro que fue el de Ernestina, como el mío es el de Santiago y el tuyo el que figura en el registro civil, en la partida de nacimiento y hasta para la gran mayoría, entre nosotros, el que figura en la partida de bautismo. Ernestina no pone en duda ni pretende alterar esta realidad. Pero como católica, como conversa fervorosa que ha vivido una experiencia de su Presencia aún en medio de la oscuridad, ha caído en la cuenta, ha recordado, que en cada uno de nosotros Dios intervino directamente creándonos el alma, realidad espiritual que hace, unida al cuerpo, una realidad única e irrepetible.

En aquel instante se designó un ser en proyecto, que desde el principio lleva inscrito como sello indeleble la huella de Dios. Somos imagen de Dios, fundamento de la dignidad de todo ser humano.

A veces se identifica como sinónimo el otro término que aparece en el Génesis: semejanza. Pero algunos no lo consideramos así. La imagen nos recuerda el proyecto de ser originario querido por Dios. La semejanza es tarea; se alcanza en el proceso de vivir. La imagen está presente en toda persona humana, por envilecida que se encuentre, precisamente por ser consecuencia, además de ser seres en el tiempo (un paréntesis entre los días) de gozar como privilegio de una opción de libertad.

Un envilecido por la soberbia, la vanidad, las drogas, el alcohol, la avaricia, la lujuria, la ira o la gula, por recordar los pecados capitales, nunca pierde la dignidad de ser imagen de Dios en cuanto ser humano. Conserva su dignidad, originaria, Pero en su vivir ha echado por la borda el proyecto querido por Dios, se han alejado de la semejanza. Los santos al cumplir la voluntad de Dios se han hecho semejantes a la imagen que en el inicio Dios le asignó. La persona siempre permanece; las personalidades, en una misma persona, pueden ser múltiples y cambiantes. Pensad en los conversos o en cualquier rehabilitado de un desorden destructivo.

Ernestina quiere saber el nombre primigenio, el que solo Conoce el Señor. Porque ese es el nombre que le ha de dar para siempre: en la tierra; y en el cielo. Profundo poema en medio de una sencillez verbal y poética admirable. Yo también quiero saber el nombre que el amor de Dios puso en mí como razón de ser.


No sé cómo me llamo...
Tú lo sabes, Señor.
Tú conoces el nombre
que hay en tu corazón
y es solamente mío;
el nombre que tu amor
me dará para siempre
si respondo a tu voz.
Pronuncia esa palabra
de júbilo o dolor...
¡Llámame por el nombre
que me diste, Señor


POESÍA DEL AMOR EN LA EVOCACIÓN Y EL DESEO

Después de 33 años de exilio en Méjico, a petición de su familia, vuelve Ernestina a España en 1972 y en Madrid asienta su residencia hasta su muerte el 27 de marzo de 1999. Del exilio físico al exilio espiritual. El Madrid que ella recordaba de sus años juveniles, no tiene nada que ver con el Madrid con que se encuentra. Y no por razones políticas. Pasado, con dolores y gozos en su memoria; presente, en la desazón que le causa una modernidad deshumanizada; y siempre un futuro de esperanza transcendente que le eleva en hondura sobre la mediocridad. Esta va a ser la materia que, en esta última etapa de su vida, va a trabajar hasta encontrar la forma sencilla y pura de su personal belleza poética.

Seis libros publica Ernestina en estos 27 años. Primer exilio, en 1978; La pared transparente en 1984; Huyeron todas las islas, en 1988. En 1991, Los encuentros frustrados. En 1993 Del vacío y sus dones y en 1996, Presencia del pasado.

Desde aquel primerizo En silencio publicado en 1926 han transcurrido 70 años de creación poética. Nadie podía esperar que esa ancianita que apenas veía y que había perdido el oído, siguiera escribiendo y pudiera publicar, en esa dura década última de su vida, los tres últimos libros citados.

Don José Ángel Ascunce publicó en 1991 su admirable Poesía a través del tiempo, en el que recoge toda la obra publicada hasta 1988, y aunque avisa que todo es esperable en esta admirable mujer, pensó que sería de su poesía una antología completa. Pero no. Continuó escribiendo casi hasta su muerte. Jaime Siles en su Poesía esencial advierte que los últimos tres libros necesitan un riguroso estudio crítico textual. No le parecen suficientemente seguros como para atreverse a aventurar el sentido que guía la poesía publicada en la década de los 90.

Primer exilio está distribuido en tres secciones. La primera repite el título del libro. Son 22 poemas en los que, con técnica cinematográfica, va evocando las duras jornadas del incierto periplo desde Madrid al puerto de Veracruz en Méjico.

En los 12 primeros poemas, como en un diario, va recordando las vivencias de las principales ciudades por donde pasaron. Son la huida, la angustia, el cansancio y el hambre, son notas en que se refleja el temor, el miedo del que huye, ante el riesgo imprevisto o la imposibilidad de no alcanzar la frontera, el otro lado donde poder encontrar la acogida y la paz.

En ninguno de sus versos, dotados de la ligera armonía de los heptasílabos, aparecen, ni por asomo, ni el odio ni el rencor. Ernestina eleva su mirada, sin duda cargada de recuerdos personales, y alcanza una perspectiva universal, en la que todos los fugitivos del mundo se pueden sentir reflejados. Desde el Madrid de la guerra (La noche se desgarra a golpes de culata), pasando por Montilla, (primera estación de imprevistos viajes) el encuentro en Buñols con un paisaje hermoso (Y fuimos otra vez andadura gozosa), el recuerdo a Antonio Machado; la aparición jocosa de un ratón (los ojos aterrados por un ratón que salta) Valencia, (no fue pausa ni oasis), Barcelona (Un fusil asustado se dispara en el aire) y La Junquera, la incertidumbre (allá en la frontera se alza una línea oscura).

Os selecciono el bellísimo poema Saint Nazaire, número 16 del primer conjunto de Mi primer exilio. Como en la pintura impresionista, varios retazos describen el momento en que suben los viajeros la pasarela del barco que les llevará a Veracruz. Ese hacia arriba parece presagiar un ascenso hacia el bien, la belleza del mar y esa muchacha azul que convertida en pañuelo nos evoca la despedida en los puertos, ponen un fondo de esperanza. Pero la proximidad de los primeros planos de la cámara oculta delata interrogantes de inquietud en los semblantes, tras un miedo otro miedo, aunque alguno sonría como recién nacidos. El suceso transcurrido no es banal. Exclama Ernestina: Adiós a lo que fuimos. Aunque tú me acompañas, roza mi hombro otro tú diferente. Y los lectores nos quedamos silenciosos. Duro trance que tan frecuentemente ha padecido la Humanidad y las sigue padeciendo.

Me impresiona la hondura de esta casi acuarela entreverada de belleza y muchachas azules. Me invita a la nostalgia y a la esperanza. Y al consuelo de una belleza que se nos da cada día:


Un ligero vaivén
Mece la pasarela
Y desfilamos mudos
Y lentos hacia arriba.
Hay interrogaciones
En todos los semblantes
Pero algunos sonríen
Como recién nacidos
Tras un miedo otro miedo
Y también la belleza
De ese mar que muy pronto
Perderá sus orillas.
La muchacha de azul
Se acomoda en el puente
Con las manos dispuestas
A agitarse en pañuelo.
Adiós a lo que fuimos.
Aunque tú me acompañas
Se que roza mi hombro
Otro tú diferente.


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