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Nuestros orígenes

José Ramón Ayllón

José Ramón Ayllón

2. Omne vivum ex cellula

La única vida que conocemos es celular. Por tanto, todo lo que ha estado vivo, vegetal o animal, tuvo su inicio en el mismo brote primigenio, cuando una bolsita de sustancias químicas absorbió ciertos nutrientes, palpitó levemente y realizó algo extraordinario: se dividió y produjo un heredero. Una mínima porción de material genético pasó de una entidad viva a otra, y nunca ha dejado de hacerlo desde entonces.

Las células primitivas lograron –sin que sepamos cómo- la posesión simultánea, no sucesiva, de proteínas y ADN. Las proteínas son macromoléculas formadas por cadenas de aminoácidos. Dentro de una célula, miles de proteínas interactúan con una complejidad imposible de describir. Entre su diversidad de funciones, son esenciales la estructural (colágeno), la reguladora (insulina), la transportadora (hemoglobina), la defensiva (anticuerpos), la enzimática (sacarasa), y la contráctil (actina).

El ADN y las proteínas no pueden prosperar sin la protección de una membrana. De hecho, las sustancias que toman parte en el asombroso baile de la vida, solo pueden hacerlo si están reunidas en el refugio alimentador de una célula. Fuera de la célula, no pasan de ser sustancias químicas tan interesantes como inertes.

El registro fósil nos dice que las primeras células -los seres vivos más antiguos- fueron bacterias que vivieron hace 3.500 Ma, en lechos marinos poco profundos, bajo una atmósfera pobre en oxígeno y rica en dióxido de carbono, con vapores de ácidos clorhídrico y sulfúrico que hoy nos quemarían la ropa, la piel y los pulmones. Pero “inventan” algo tan genial como la fotosíntesis: absorben las moléculas de agua, aprovechan el hidrógeno y liberan el oxígeno, oxigenando la primitiva atmósfera hasta hacerla respirable. Así se hizo posible la aparición de los animales, hace 640 Ma, y la revolución del Cámbrico.

Una bacteria es una célula sin núcleo. Sus cientos de genes integran una molécula de ADN con forma de cromosoma circular. Un genoma tan pequeño se puede copiar en minutos, y eso permite a las bacterias multiplicarse con un extraordinario crecimiento exponencial. Si hubiera recursos alimenticios suficientes, una sola bacteria que pesara una billonésima de gramo, en menos de dos días podría fundar una población de un peso igual al de la propia Tierra.

El paso de las bacterias a las células con núcleo (eucariotas), tardó 2.000 Ma., en un salto contrario a los procesos evolutivos. El núcleo, puesto de control de la célula, contiene los cromosomas. En lugar del único cromosoma circular de las bacterias, las eucariotas presentan varios cromosomas rectos, normalmente emparejados, formados por un largo filamento de ADN enrollado sobre sí mismo.

En el citoplasma de la mayoría de las células están las mitocondrias, orgánulos responsables de la síntesis del ATP, la principal molécula de contenido energético. Una célula eucariota puede tener cientos o miles de esas “centrales eléctricas”. Las mitocondrias son, por tanto, factorías de moléculas energéticas, necesarias para el metabolismo de la célula. En las plantas, los cloroplastos son los orgánulos responsables de la fotosíntesis.

Diez mil células caben en el acento que lleva su palabra. Son organismos microscópicos, por supuesto, pero en absoluto sencillos. Cualquier biólogo sabe que la célula más simple es un milagro inexplicable, pues equivale a la miniaturización de una ciudad que, además, se divide y multiplica a velocidad de vértigo. El origen de esa primera célula es una cuestión que se nos escapa por completo, pero su complejidad nos permite, al menos, desechar hipótesis simplistas. Antony Flew afirma que, “cuanto más conocemos la riqueza y la inteligencia inherentes a la vida, menos posible parece que una sopa química pueda generar por arte de magia el código genético”.


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