Acerca de la belleza
Andrés Jiménez Abad

La sensibilidad estética y la contemplación.
Uno de los principales obstáculos que impiden captar y apreciar la belleza es precisamente la falta de sensibilidad, que tiene mucho que ver con la incapacidad para el asombro. Esta puede deberse a falta de cultivo, al hecho de no haber aprendido a mirar, a escuchar, a captar en el silencio y en el sosiego ese “esplendor”, esa armonía o esa gracia que se desprende de las cosas que configuran la naturaleza a nuestro alrededor, que brota de las acciones nobles como la amabilidad, la delicadeza, la compasión, el perdón, el heroísmo cotidiano…; también de las creaciones del ingenio y del corazón humano que son fruto de las bellas artes.
Es importante disponer de espacios de silencio para poder reflexionar, apreciar y saborear la belleza de lo que nos rodea, porque todas las cosas, toda realidad, tiene en sí la posibilidad de suscitar el sentimiento estético.
El “gusto estético”, la sensibilidad, es educable. Se puede orientar e incrementar, perfeccionando nuestra personalidad. Obviamente, también puede corromperse o desviarse, envileciendo al ser humano. Se educa a través de experiencias estéticas, del encuentro con la belleza, gracias casi siempre a que alguien acierta a despertar en nosotros esa capacidad de percepción profunda de lo bello y nos enseña a “gustar” y saborear, a disfrutar, a emocionarnos con algo hermoso.
Toda realidad es capaz de “hablar” al hombre y de comunicarle verdad y belleza, y todo hombre está en condiciones de captarlas, si bien en grado diverso según sea su personal formación y disposición, y su gusto estético. La belleza no es racional en sentido estricto ni meramente sensible. Es ambas cosas a la vez, y algo más… es la sobreabundancia que emana de lo real, que resplandece en las cosas, en las acciones, en las personas, y que nos envuelve, nos posee y plenifica cuando sabemos mirar y escuchar con hondura admirativa.
Lo primero que acontece en la experiencia estética es el asombro que sigue y acompaña a la captación sensible; el asombro se convierte en fruición y deleite, en contemplación gozosa: un “pararse para mirar”, para escuchar; un percibir atento, exento de toda posesión utilitaria, desinteresado. Basta con el encuentro y el gozo de lo que se “saborea” y gusta. Lo contemplado se interioriza entonces, se hace propio y se “está” en su presencia, dejándose uno mismo “apropiar” a la vez por ello, por lo que irradia, hasta culminar en un sentimiento de plenitud, el entusiasmo, en aquella suerte de “enajenación” y “estar poseído por algo divino” que tiene mucho de enamoramiento, según lo describía Platón (Cfr. Fedro, 249, d-e). Ya no es una mera “delicia para los sentidos” sino un gozo o fruición a la vez sensible y espiritual de toda la persona.
En el Museo del Prado se encuentra un cuadro singular, debido al pincel de José de Ribera (1591-1652), titulado El tacto.
Un hombre ciego, vestido pobremente, se destaca sobre un fondo oscuro, y palpa con sus manos un busto situado sobre una mesa. Ribera se sirve de los contrastes entre luces y sombras para destacar las partes más importantes desde el punto de vista expresivo y dotarlas de emotividad. Las dos zonas más intensamente iluminadas son, por un lado, la frente despejada, que sugiere una honda e intensa actividad pensante; por otro, las manos que acarician la escultura detenidamente… como si vieran.

Arriba, el ciego, si bien no puede percibir la luz, muestra que siente y “ve”, aun con los párpados cerrados. Contempla. La frente iluminada y el gesto sereno y concentrado ofrecen una sutilísima actitud de reflexión y atención. Contempla, sí; ve con el corazón y la imaginación. Contempla y goza. La suya es una mirada interior. Su alma acaricia y saborea las sensaciones que transmiten las manos, que palpan detenidamente el busto -con palpar de ciego, clarividente, como diría el poeta Blas de Otero-, también más claro e iluminado que el resto del cuadro.
El gusto estético, la capacidad de apreciar y saborear lo bello, de percibir íntimamente la belleza, es una síntesis armónica de los sentidos, la inteligencia, la voluntad y el afecto, de las capacidades cognoscitivas y afectivas todas de la persona.
La belleza es una dimensión de la realidad que se hace íntima -la experiencia estética es siempre personal e intransferible en sí misma-, pero a la vez, paradójicamente, se convierte en potencialmente efusiva, porque algo en nosotros nos impulsa a comunicarla, lo mismo que todo hallazgo de lo que es verdadero y bueno en la vida.

La experiencia de lo bello es una especie de intuición contemplativa, de “connaturalidad” profunda -es un íntimo ver con el corazón- que a la vez implica relación, efusividad, que incita a la comunicación. Es más, cuando la impresión suscitada por la belleza no se comunica, palidece, se debilita; en cambio, al comunicarse y comprobar cómo la belleza se difunde, tiende a consolidarse y a crecer; incluso a elevarse. Se disfruta más de la belleza cuando se comparte. Y cuando se da, no se pierde, como ocurre con todo lo espiritual en nuestra vida (el conocimiento, la alegría, el amor, la virtud…).