Tristán encoge
DE FLORENCE PARRY HEIDE. Por Santiago Arellano.
La noticia de la muerte de la escritora norteamericana Florence Parry Heide el 24 de octubre de 2011 en Estados Unidos me ha rememorado la deuda de gratitud que desde hace ya muchos años tengo con ella. Como os podéis imaginar yo no la conocí personalmente. Sabía que era madre de cinco hijos y que, cuando los tuvo criados, dedicó su tiempo a escribir historias para niños. Comenzó a escribir cumplidos los 48 años. Era una desconocida en sus comienzos; pero cuando murió a sus 92 años había publicado más de un centenar de libros y recibido homenajes y premios de la máxima distinción.
Yo, como educador, admiré y difundí sobre todos uno: Tristán encoge, publicado en la Editorial Alfaguara en Madrid en 1986, en su Colección Infantil y que hoy por desgracia está descatalogada. Me lo dio a conocer un amigo maestro y gran director del centro educativo de “Las Anas” de Borja. El cuento es muy sencillo en apariencia pero se convierte en una sátira contra uno de los males de nuestro tiempo: los “pre-juicios” no nos dejan ver la realidad. Los hábitos mentales convierten en clichés preestablecidos determinados saberes, bien adquiridos por la experiencia o por la lectura y ya ¿para qué mirar? ¿para qué escuchar? ¿para qué examinar lo que de verdad está ocurriendo ante nuestras narices?
Metidos en los mil afanes de cada momento, no oímos con atención lo que nos dicen los demás. En este caso un niño que en vez de crecer, como es lo esperable, ha comenzado a menguar. Quiere comunicárselo a todos los adultos que mantienen una vinculación con él, primero con sus padres, sus compañeros, el chofer del autobús, la profesora de su aula, el director del centro. Todos actúan como si fueran sordos porque todos ante la evidencia de una excepción no frecuente, niegan la realidad. Todo está previsto y regulado y sin embargo, la frustración, la soledad y la incomunicación se extienden como pandemia en nuestros corazones. Así comienza el cuentecillo:
“A Tristán le estaba ocurriendo algo muy raro.
Lo primero que notó fue que no alcanzaba al estante de su armario en que solía esconder el chicle y los caramelos, y antes siempre lo había alcanzado.
Después notó que la ropa empezaba a estarle grande.”
A partir de este momento Tristán siente que nadie puede comprenderle ni proporcionarle el remedio adecuado para corregir su mal. Es deprimente el diálogo que mantiene con su madre:
“«Me están creciendo los pantalones o algo así», dijo Tristán a su madre. «No hago más que pisármelos.» «Qué pena, cariño», dijo su madre, mirando al horno. «Espero que me suba este pastel», dijo. «Y las mangas me llegan mucho más abajo de las manos», dijo Tristán. «Así que las camisas deben estar creciendo también.» «Hay que ver», dijo su madre. «Es que no me explico por qué no sube este pastel como es debido. A la señora Abernale siempre le salen bien los pasteles. Siempre le suben.»
No menos iluminador resulta el coloquio durante la cena en presencia del padre. Lo llamativo es que en esta casa hay una intención de educar. Ningún momento más oportuno que el encuentro de la familia entorno a la mesa para educar a nuestros hijos “siéntate derecho”, “Tristán, no lleves la contraria a tu madre”, sin embargo la necesidad fundamental, por exagerado que el motivo narrado nos parezca, no es inmediatamente remediada:
“Esa noche, en la cena, el padre de Tristán dijo: «Siéntate derecho, Tristán. Apenas te veo la coronilla.» «Ya estoy derecho. Es que no llego más arriba. Creo que estoy encogiendo, o algo.» «El pastel no me ha salido muy bien. Lo siento», dijo la madre de Tristán. «Está muy bueno, querida», dijo el padre de Tristán. A estas alturas Tristán apenas alcanzaba a ver por encima de la mesa. «Enderézate, cariño», dijo la madre de Tristán. «Estoy derecho», dijo Tristán. «Lo que pasa es que estoy encogiendo.» «¿Qué dices, cariño? preguntó su madre. «Que estoy encogiendo. Menguando», dijo Tristán. «Si quieres jugar a que menguas me parece muy bien», dijo la madre de Tristán, «pero no juegues en la mesa». «Es que estoy menguando», dijo Tristán. «Tristán, no lleves la contraria a tu madre», dijo el padre de Tristán. «El caso es que se le ve más pequeño», dijo la madre de Tristán, mirándole. «A lo mejor está encogiendo de verdad.» «No es posible encoger», dijo el padre de Tristán. «Pues yo estoy encogiendo», dijo Tristán. “Mírame”. El padre miro a Tristán «Es verdad, estás encogiendo», dijo. «Mira, Emilia, Tristán está encogiendo. Está mucho más pequeño de lo que estaba». «Vaya por Dios», dijo la madre. «Primero el pastel y ahora esto. Las desgracias nunca vienen solas» «Ya me parecía a mí que estaba encogiendo», dijo Tristán. Y se fue al cuarto de estar a encender la televisión.”
La decisión de Tristán de refugiarse en el televisor nos anuncia la siembra ponzoñosa que ha caído en el corazón de ese niño. Incomunicación y huida. El amiguito Mosihe le reprochará que es la mayor tontería que hasta entonces había hecho. La profesora de su clase lo manda a la clase de párvulos y le ordenará: “Ocúpate de solucionarlo para mañana. En esta clase no menguamos”.
Como profesor me pareció que el diálogo entre Tristán y el Director debía se lectura obligatoria de cualquier cargo directivo. Sin duda, la sátira aunque tiene un mucho de caricatura tiene asimismo un no menos mucho de verdad:
Así que Tristán fue al despacho del director. …. «Por favor rellena este impreso SEÑALA EL MOTIVO POR EL QUE DEBES VER AL DIRECTOR.
Había una lista con muchas cosas para elegir, pero Tristán no encontró ninguna que dijera: «Ser demasiado pequeño para alcanzar a beber en la fuente.». Por fin escribió él mismo «MENGUAR».
Tristán entró en el despacho del director con su impreso. El director miró el impreso y luego miró a Tristán. Después volvió a mirar el impreso. «No entiendo qué pone aquí», dijo el director. «Parece VAGUEAR. ¿No estarás VAGUEANDO, verdad, Tristán? Ya sabes que aquí no hay sitio para los vagos. Formamos un equipo y todos tenemos que esforzarnos al máximo.» «Dice MENGUAR», dijo Tristán. «Estoy menguando». «Menguando, ¿eh?», dijo el director. «Bueno, pues, lamento esta noticia, Tristán. Haces bien en venir a verme. Para eso estoy aquí. Para orientar. No para castigar, sino para ayudar. Orientar a todos los que componen mi equipo. Solucionar todos sus problemas.» «Pero yo no tengo problemas», dijo Tristán. «Nada más es que estoy encogiendo.» «Bueno, pues quiero que sepas que me tienes aquí siempre que me necesites, Tristán», dijo el director, «y me alegro de haberte servido de ayuda. La calidad de un equipo siempre depende del entrenador, ¿verdad?» El director se puso en pie. «Adiós, Tristán. Si vuelves a tener problemas ven directamente a verme, y te ayudaré otra vez. Los problemas dejan de ser problemas cuando se solucionan, ¿verdad?»
Vuelvo de nuevo al cuento de Florence Parry Heide. El final es no menos aleccionador que la primera parte. Recordemos: Tristán menguaba de tamaño, decrecía inexplicablemente. Nadie afrontaba el asunto con realismo y eficacia. Lo he comprobado en tantas ocasiones que no me lo tienen que contar. Por verdadero y actual el cuento, su denuncia o su moraleja, lo convierten en muy bueno, en muy conveniente para una escuela de padres.
“A la mañana siguiente, Tristán estaba tan pequeño que tuvo que bajar de su cama de un salto. En el suelo vio un juego que había metido días atrás debajo de la cama y que tenía olvidado. Se acercó a mirarlo.
Era uno de los juegos que había pedido con las cajas de cereal. Había empezado a jugarlo un par de días antes, pero no pudo terminarlo porque su madre le había llamado para que bajara a desayunar inmediatamente para no llegar tarde al colegio. Tristán miró la tapa de la caja:
El gran juego
Para los niños que crecen
¡Tremendo!¡Diferente!
¡Divertido! ¡Fácil! ¡Colosal!
¡Para jugar solo!
Completo con tablero, fichas y ruleta
e.. ¡Instrucciones detalladas!El juego se llamaba EL GRAN JUEGO PARA LOS NIÑOS QUE CRECEN.
Tristán se sentó bajo la caja para acabar de jugar la partida. Siempre le gustaba acabar las cosas, aunque fueran aburridas. Incluso cuando veía un programa aburrido en la televisión, siempre lo veía hasta el final. Con los juegos era igual. Quería acabar éste ahora. ¿Dónde se había quedado? Recordaba que cuando su madre le llamó, acababa de tener que retroceder siete espacios. Estaba tan diminuto que sólo podía mover la ruleta a patadas, así que le dio una patada. La ruleta se paró en el número 4. Eso quería decir que podía adelantar su ficha cuatro espacios en el tablero.
La única manera de mover la ficha era llevarla en brazos, y así lo hizo. Pesaba bastante. Avanzó por el tablero hasta el cuarto espacio. Decía: “ENHORABUENA, Y ADELANTE: AVANZA TRECE ESPACIOS.” Tristán comenzó a avanzar los trece espacios, pero le pareció que la ficha estaba encogiendo. A no ser que él estuviera creciendo. En efecto, estaba creciendo, porque empezaba a tocar la cama con la cabeza. Sacó el juego de debajo de la cama para acabar la partida.
Siguió avanzando la ficha, pero ya no tenía que llevarla en brazos. La verdad es que parecía que Tristán aumentaba de tamaño cada vez que avanzaba un espacio. «Bueno, no quiero aumentar demasiado», pensó. Así que fue avanzando la ficha poco a poco de un espacio a otro, creciendo a cada espacio, hasta que estuvo otra vez de su tamaño normal. Entonces metió la ruleta y las fichas y las instrucciones y el tablero en la caja del GRAN JUEGO PARA LOS NIÑOS QUE CRECEN y lo guardó en su armario. Si alguna vez quería aumentar o disminuir de tamaño podría jugar una partida, aunque era un juego bastante aburrido.
Tristán bajó a desayunar y empezó a leer la nueva caja de cereales. Decía que se podían pedir cien globos. Su madre estaba limpiando el cuarto de estar. Entró en la cocina buscando el trapo del polvo. «Cariño, no pongas los codos en la mesa», dijo. «Mira», dijo Tristán. «Ya estoy de mi tamaño. Mi propio tamaño normal.» «Qué bien, cariño», dijo la madre de Tristán. «Es un tamaño estupendo, no me cabe duda, y yo en tu lugar no volvería a encoger nunca más. No te olvides de decírselo a tu padre cuando llegue esta tarde. Le gustará mucho.» Se volvió al cuarto de estar con el trapo y el aspirador.
Las denuncias que se manifiestan en la segunda parte son no menos aleccionadoras. ¿Por qué encogía Tristán? Si en el plano de la vida corporal nos puede parecer una anécdota inverosímil. Dadle una interpretación espiritual y descubriréis el alcance de la denuncia. Nuestros hijos pueden decrecer espiritualmente. Sí, claro: por malas compañías, por maestros corruptores, por las consignas que impregnan el aire que respiramos. Sin duda. Pero Florence Parry denuncia el poder corruptor de los juegos. ¿Puede existir algo más ingenuo e inocuo que los juegos que encontramos en las tapas de las cajas de cereales? También los juegos, aparentemente juveniles o incluso infantiles pueden contener consecuencias demoledoras. Quede claro que aprovecho el texto de un cuento o fabulilla por lo tanto ficticio; pero no por ello menos aleccionador. ¿Acaso no han saltado a los medios de comunicación noticias trágicas consecuencia de juegos escabrosos? Los padres responsables deben estar al tanto de todo lo que rodea a los hijos, incluidos cuentos y juegos infantiles. De lo contrario que no se extrañen si sus hijos menguan en el desarrollo creciente de sus almas.
El final del cuento es demoledor. Sin comentarios:
“Esa noche Tristán estaba mirando la televisión. Al extender el brazo para cambiar de canal, observó que tenía la mano de color verde brillante. Se miró en el espejo que había detrás de la televisión. Tenía la cara verde. Las orejas. El pelo. Estaba todo él verde.
Tristán suspiro. “Me parece que no se lo voy a decir a nadie”, pensó para sí. “Si no digo nada, no lo notarán”.
La madre de Tristán entró. «Por favor, cariño, baja un poco el volumen», dijo. «Vienen los Smedley a jugar al bridge. Y por favor, cariño, péinate antes de que lleguen», dijo su madre mientras volvía hacia la cocina.”