Raíces éticas de la actual crisis económica
Instituto San Telmo. Sevilla, 21-I- 2010
Alejandro Llano
Para entender la actual crisis económica e intentar descubrir sus raíces, hemos de preguntarnos, en primer lugar, qué significa la palabra crisis. Porque una crisis no es simplemente un mal momento, en el que las cosas se ponen oscuras y atravesamos una sucesión de dificultades. Ese tipo de bajones, de trances difíciles, son numerosos y variados. Todos hemos experimentado más de uno en diversos aspectos de la vida.
Una crisis es algo más hondo y más serio. Se produce una crisis cuando una serie de valores han perdido vigencia y no han sido sustituidos por otros. Acontece entonces una especie de impasse. Las reglas de funcionamiento anteriores ya no sirven, pero no hemos encontrado otras que sean más eficaces y se adecuen mejor a las presentes circunstancias. En la vida social sucede como con el curso de una enfermedad. La salud comienza a decaer, pero un momento dado empeora dramáticamente, lo cual puede suponer, o bien el comienzo de un largo periodo de enfermedad muy severa e incluso la muerte del paciente, o bien la pronta curación por haber superado el momento álgido de la dolencia. La enfermedad ha hecho crisis. Y crisis significa separación o distinción. Se abren, por lo menos, dos caminos ante nosotros, pero no sabemos cuál es el curso de los acontecimientos que nos espera y, menos aún, qué podemos hacer para dilucidar cuál de ellos es el buen camino, por el que podríamos llegar a la solución de ese conjunto de problemas que se acumulan ante nosotros.
Con frecuencia se abusa de la palabra crisis, a la que se priva de su seriedad. Pero, en el caso de la crisis económica actual, el término está bien empleado. Porque, efectivamente, ha sucedido que los procedimientos consagrados en los intercambios económicos y comerciales han manifestado fallos y carencias que, al parecer, no se habían advertido, pero que venían haciendo su labor destructiva desde hace años. Ya sabemos el derrotero que no hemos de seguir, pero no se nos alcanza cuál es la salida del atolladero, precisamente porque no tenemos una posibilidad alternativa a nuestra disposición.
Esto ya nos indica que la crisis no es algo circunstancial ni coyuntural, sino que sus raíces se hunden profundamente en capas de terreno que no son sólo económicas, sino que presentan un carácter cultural y, en último término, ético. La economía tiene que ver con el uso de los medios, mientras que la ética se ocupa del encaminamiento de los medios a los fines. Y lo que nos está sucediendo es que hemos prescindido de los fines, por considerar que esta cuestión –la teleológica- carece de interés, no es útil, no es productiva y, además, se trata de un territorio oscuro, que la razón calculadora no puede esclarecer, porque no cabe formalizarla en términos matemáticos, meramente formales o simplemente cuantitativos. La cuestión de los fines presenta una índole trascendental: está presente en todas las actuaciones humanas, pero no es algo concreto y tangible, sino que tiene que ver con el bien y con el mal, que no son cosas, sino valoraciones de las acciones humanas. Y no sabemos, o se nos ha olvidado, cómo se valoran los comportamientos de las mujeres y los hombres. En el fondo, la crisis actual es una crisis de nuestro modo de pensar.
Las reglas que han comenzado a no servirnos, que ya no resultan operativas, tenían un carácter economicista. Sólo aceptaban el trato con el uso de los medios. Ahora bien, sucede que paradójicamente los medios no son algo real, sino una consideración que nosotros hacemos de ciertas cosas o procedimientos que nos parecen útiles para conseguir un resultado favorable. El economicista no es alguien que esté metido hasta las cejas en la realidad, sino más bien un sujeto que se mueve en un mundo ficticio, construido por él y por otros como él, donde sólo tienen vigencia los funcionamientos, no las cosas reales. De ahí́ que se pueda decir que el economicismo es un nihilismo. El economicismo es nihilista, porque sólo admite el valor de cambio: nada tiene valor en sí mismo, luego no hay nada que permita esperar. Todo lo reduce a cuestiones comerciales monetarias: se mueve en un territorio funcional y simbólico, en el que las cosas y las personas pasan a perder su realidad y se convierten en meros operadores fantasmales, es decir, en nada.
El economicismo no es tan práctico o pragmático como creíamos. El economicismo es ideológico. Y es preciso advertir que una ideología no es lo mismo que una teoría o una doctrina. Una doctrina o una teoría tratan de explicarnos la realidad y van cambiando a medida que se descubren en las cosas nuevas facetas o dimensiones a las que es preciso adaptarse. La ideología procede al revés: no pretende plegarse a lo real, sino que procura que lo real responda a los planteamientos preconcebidos que se tienen por ciertos y que no se está dispuesto a cambiar. Las ideologías son conjuntos de ideas preconcebidas, de ilusiones, de prejuicios y de mitos que se procura imponer a los demás y plasmarlos en la realidad, para que ésta responda a nuestros deseos que, en el fondo, son ansias de poder, de dominio.
En el economicismo, las principales ideologías contemporáneas se dan la mano. El capitalismo neoliberal y el socialismo radical se encuentran en esta suerte de materialismo práctico. Unos y otros han dejado de creer en los ideales de libertad y solidaridad que respectivamente los movían, y ahora sólo se interesan por el beneficio, por el bienestar material. En el fondo, se trata efectivamente de dos tipos de materialismo. Y por eso se entienden tan bien en el fondo los partidos de la izquierda socialista y de la derecha liberal en la Europa de este comienzo de siglo. Si se examinan sus respetivos programas, pocas diferencias sustantivas –que no sean puramente decorativas o retóricas- se encontrarán. Y por eso también pueden alternarse en el poder sin grandes tensiones. Hay muchos que votan por unos o por otros según les parezca más oportuno en cada caso, teniendo a la vista las perspectivas económicas –muy similares entre sí- que unos u otros nos presentan como programa de futuro.
Lo que no comparece en estos programas es la dimensión ética, es decir, la visión que tiene en cuenta lo que es bueno o lo que es malo, no para el funcionamiento de la industria o del comercio, sino para las personas, para el ser humano en cuanto tal. Porque la ética no es un conglomerado de mandatos o reglas venidos de no se sabe dónde que intentan ahormar nuestra conducta, privándonos de no pocos deseos y comodidades. La ética es el camino para conseguir una vida lograda. Es la sabiduría práctica de la vida humana, que tiene su origen en la naturaleza de las cosas –creada por Dios- y se ha ido acrisolando a través del perfeccionamiento y maduración de las diversas culturas. En la moral se sintetizan tres dimensiones complementarias: bienes, virtudes y normas. Precisamente por este orden de importancia: los bienes son lo primero, porque constituyen los fines a los que se ha de tender; las virtudes son los hábitos de actuación, los modos estables de comportarse que permiten conocer esos bienes humanos y seguir el camino por el que se alcanzan; mientras que las normas constituyen las leyes a las que es preciso atenerse para adquirir las virtudes y lograr los bienes.
La ética constituye un todo armónico y racional. Pero –se podrá argüir- hay muchos modos de entender la moral. Sí, hay que contestar, los modos de equivocarse son muchos, pero –en el fondo- el modo de acertar es sustancialmente uno sólo. Aristóteles comparaba esta situación con la de los arqueros que intentan ganar una competición en la que se trata de dar en el blanco. El mismísimo centro del blanco es uno, aunque los estilos de los arqueros que pretenden acertar son muy diversos entre sí. Cada uno elige su arco y sus flechas, pero sólo conseguirá ganar el trofeo quien utilice buenos instrumentos y tenga vista penetrante y firme pulso para dirigir las flechas hacia objetivo.
¿Cómo se llega a saber cuáles son los objetivos que es necesario perseguir y qué procedimientos son los adecuados para lograrlos? En principio, hay dos caminos, que después resultan en buena parte coincidentes o, por lo menos, complementarios: la ley natural y las enseñanzas morales de la religión. Es sorprendente hasta qué punto se solapan las diversas concepciones de la naturaleza y las diferentes religiones, en lo que se refiere a las cuestiones morales básicas. C. S. Lewis, en su libro La abolición del hombre llama Tao a esa sabiduría moral que comparten prácticamente todas las religiones y todos los enfoques filosóficos serios. En lo que ahora nos concierne, un ejemplo famoso del Tao podría ser la siguiente formulación del imperativo categórico propuesta por Immanuel Kant: “Nunca trates a la humanidad, en ti mismo o en otros, solamente como medio, sino siempre también como fin”.
El economicismo materialista trata a las personas sólo como medios y no alcanza a tratarlas siempre como fines. Consideradas en sí mismas, las personas tienen un patrimonio que se les debe: se les debe respeto, consideración, cuidado; se les debe todo aquello que es suyo. Y la actitud permanente de dar a cada uno lo suyo es la virtud de la justicia, que constituye el primer paso para abandonar el plano ideológico del economicismo y comenzar a caminar por el campo propio de la moral. Hemos de tratar a todas las personas con justicia, lo cual se aplica especialmente a aquellas mujeres y hombres con los que establecemos relaciones sociales y económicas. En el caso de las relaciones económicas, nos obligamos a atenernos a lo estipulado en los contratos libremente acordados, a no engañar acerca de su contenido, a no perjudicar a la parte más débil de una transacción, a pagar el salario justo a los empleados y trabajadores, sin aprovecharse de su situación quizá precaria o de su eventual desamparo político. Estamos ante la justicia conmutativa.
Una forma de ir contra la justicia conmutativa, un comportamiento que clama al cielo, es la ley del embudo que se aplica en el terreno de las relaciones económicas internacionales. A los países pobres, o que apenas han salido de la penuria, se les exige –como condición, por ejemplo, para recibir ayudas al desarrollo- que apliquen de manera ortodoxa las leyes de la economía liberal y, especialmente, que respeten la libertad de mercado. Pero a la hora de las posibles exportaciones de estas naciones a los países desarrollados, se les impone unas barreras insalvables, especialmente en el caso de la agricultura, cuales son la protección abusiva a la producción del propio país y el gravamen abusivo a los productos provenientes de los países en vías de desarrollo.
Este tipo de injusticias se ha hecho aún más hiriente al haber entrado en la actual galaxia de la globalización o mundialización. Los más pobres del África subsahariana pueden ver en televisión los programas de vicio y lujo emitidos por las cadenas europeas, que les provocan a la vez envidia y resentimiento, porque se dan cuenta de que ellos se encuentran en la trastienda de esta feria de las vanidades.
Para paliar desigualdades tan ofensivas no basta con la justicia conmutativa. Es necesario el ejercicio de la justicia distributiva, que ofrece un horizonte ético más amplio. Es preciso dar a cada uno lo suyo y no es posible que a unos pocos les corresponda prácticamente todo y a otros muchos no les corresponda casi nada. Pero hay que dar un paso más y no contentarse con dar a cada uno lo suyo, sino darles también de lo nuestro. Tal es el paso de la justicia a la caridad. La justicia da a cada uno lo suyo y la caridad da lo propio a todos los que puede.
Éste es el gran mensaje de la Encíclica “Caritas in veritate”, publicada recientemente por Benedicto XVI, y que tan escaso eco, me parece, ha tenido en España. El amor, decía Tomás de Aquino, es el regalo primordial, porque con él no se dan simplemente cosas sino que la propia persona se ofrece a los demás, se entrega a ellos.
Y es aquí donde se toca el nervio de las carencias que constituyen las raíces éticas de la crisis económica. Una de las características que San Pablo atribuía a los que se separan de Dios es la de ser “desamorados”. Y ésta es una de las señas de identidad de nuestra sociedad de consumo. Más allá de discursos retóricos y de emociones superficiales, lo cierto es que el amor brilla por su ausencia en las relaciones sociales y especialmente en la actitud para con emigrantes y extranjeros. Ellos son “los otros”, como seres de otro planeta, extraterrestres, con quienes no nos une ningún lazo y caen fuera de nuestras responsabilidades.
Benedicto XVI insiste en que “el sector económico no es ni éticamente neutro ni inhumano o antisocial por naturaleza”. Se requieren por ello también “cambios profundos en el modo de entender la empresa”, de manera que no responda exclusivamente a las expectativas de los inversores en detrimento de su dimensión social. Porque invertir tiene siempre un significado ético. Cuando ese sentido profundo del empleo de la riqueza se borra, el propio manejo del dinero se pervierte y se llegan a cometer errores de bulto que llevan a presuntos emporios financieros hasta la ruina, arrastrando tras de sí la desesperación de familias y personas singulares, que sufren los efectos perversos de una codicia a gran escala.
La desregularización generalizada, propugnada por el neoliberalismo extremo, provoca ahora formas de inestabilidad psicológica que están dañando a la familia y produciendo deterioro humano y desperdicio social. El propio desempleo, que tan gravemente afecta a los españoles, genera una desvalorización social de los parados, que ven cómo se anquilosa su creatividad. Especialmente ahora, es preciso tener en cuenta que, como dice la encíclica, “el primer capital que se ha de salvaguardar y valorar es el hombre, la persona en su integridad.
El trasfondo de la crisis no es simplemente económico. Es sobre todo cultural y ético. La imagen menguada del ser humano lleva consigo una comprensión disminuida de su conducta. La parte se toma por el todo. Si se adopta una visión materialista del hombre –como es dominante en amplios sectores de los grupos sociales consumistas y satisfechos-, se mide a las personas sólo con parámetros cuantitativos, según los cuales los bienes se consideran como incompartibles. Los bienes cuantificables son excluyentes, no pueden ser compartidos: tú no puedes estar donde yo estoy. En cambio, los bienes cualitativos son inclusivos: yo sólo puedo estar donde tú estás. Las relaciones humanas se ven entonces dominadas por la competencia, según la cual el otro es mi adversario. No se percibe que la competitividad a ultranza destruye a ambos contendientes si no está superada y modulada por la solidaridad.
Es una abstracción engañosa la consideración de una economía que se despliega únicamente sobre la base de factores cuantitativos e incompartibles. En las relaciones económicas, hay otros elementos previos y más fundamentales, sin los cuales es imposible cualquier acuerdo. Porque los presupuestos de los pactos no pueden ser pactados. No hay posibilidad de contratos si no hay confianza entre las partes. Y la confianza no se puede estipular o mandar, la confianza se inspira: se ofrece y se acepta.
Llegados a este punto de ahogo que la crisis ha manifestado, se hace necesario ampliar con realismo el esquemático panorama en el que se han movido durante décadas la economía y la política. Se tiende a contar, casi exclusivamente, con el Estado y el mercado; sin advertir que en la base se encuentra la sociedad civil o, más radicalmente, el mundo de la vida, el ámbito de las relaciones interpersonales inmediatas, el fluir de la cotidianidad con sus actitudes de amistad y cooperación, de donde procede toda fuerza y todo significado.
El mutuo entreveramiento del Estado y del mercado ha integrado actualmente a otro elemento que ha pasado a insertarse en la tecnoestructura. Se trata de los medios de comunicación social. Cada uno de estos sectores tecnoestructurales pone en circulación un medio simbólico de intercambio. El medio de que se sirve el mercado es el dinero; por su parte, el Estado dispone del poder como medio simbólico; mientras que el instrumento circulante de los medios de comunicación es la influencia. Se producen así transacciones de dinero por poder, de poder por influencia, de influencia por dinero... Todo ello en un ámbito autorreferencial y cerrado que ignora a las personas y sus relaciones inmediatas de cooperación. Se produce así lo que algunos sociólogos han denominado “colonización del mundo vital”. Y ¿no es verdad que cada día nos sentimos más mediatizados por los grandes bloques corporativos que están configurados por el dinero, el poder y la influencia?
Es preciso reivindicar enérgicamente la fuerza emergente de la solidaridad, de las relaciones basadas en la inmediatez y la confianza, frente a las presiones descendentes y sin alma –desalmadas- del Estado, del mercado, y de unos medios de comunicación que no están precisamente al servicio de la verdad. Tales aportaciones de sentido, procedentes del mundo vital, constituyen –en palabras de Max Weber- una expresión de las relaciones originarias de las que son portadoras las comunidades de carácter personal.
A la lógica del mercado, a la lógica del Estado, a la lógica de la propaganda y de la manipulación, hay que añadir –propone Benedicto XVI- otro modo decisivo de razonar y comportarse: la lógica del don. Sucede, incluso, que si las transacciones económicas y sociales se reducen al intercambio de dinero, poder e influencia, las propias relaciones entre personas, grupos y países no funcionan y se produce una deriva entrópica. Más acá del poder, la influencia y el dinero se halla la solidaridad, que es el decisivo medio de intercambio del mundo vital, en el que ya no rige el simplismo del “doy para que me des”, del do ut des. La lógica del don impele a la gratuidad, que de hecho rige la mayor parte de nuestras relaciones reciprocas. Si prescindiéramos de la generosidad –del aportar sin recibir algo a cambio- el mundo se pararía. Y en la medida en que así lo estamos haciendo y enseñando, nuestro mundo ha entrado en perdida y no se va a recuperar del todo mientras no cambiemos nuestro modo de pensar y nuestro estilo de vida, es decir, mientras no pasemos del esquema del egocentrismo a un planteamiento decididamente ético, hecho de largueza y amplitud de miras: hecho de generosidad.
El avance de la globalización ha puesto en el disparadero todo un modelo social artificioso que, en buena parte, se basaba en ficciones. La mundialización ha mostrado que el poder político orientado hacia el puro interés nacional resulta inane cuando los intercambios se producen a escala intercontinental. Y el propio funcionamiento del mercado se hace ingobernable y produce efectos perversos cuando se persiguen preferentemente beneficios egoístas, a través de operaciones en las que intervienen multitud de instancias, muchas veces anónimas. En lugar de esta crispada unilateralidad de objetivos, la propia globalización impone planteamientos interdisciplinares y auténticamente internacionales, enfoques sintéticos, cuya concertación no puede provenir de planteamientos en los que lo ajeno equivale a lo contrario, y en las que uno sólo puede ganar si el otro pierde. La lógica del don posibilita estrategias en las que los factores distintos se potencian mutuamente, de modo que lo presuntamente inconciliable se revela como compatible. Con planteamientos poliédricos y multilaterales, se producen fulguraciones creativas que dan lugar a juegos de suma superior a cero.
Se impone superar el dualismo que hoy se establece entre empresas públicas y empresas privadas. El sector de la mutualidad y de la benevolencia ocupa ya de hecho amplias superficies de la producción y los servicios, también en el sector privado. El voluntariado y las organizaciones no oficiales sin ánimo de lucro llevan décadas mostrando su viabilidad económica y su imprescindible eficacia.
Está en juego algo tan importante como la concepción de la empresa. La crisis económica ha sido el detonante de un proceso que, desde hace años, venia cuestionando los modelos de empresa imperantes en nuestro entorno. La bibliografía sobre gestión empresarial es oceánica; y, sin embargo, rara vez se ha tocado el núcleo de la cuestión. El enfoque del management –inspirado mayoritariamente en la filosofía pragmatista y positivista- se ha centrado en el funcionalismo organizativo y en la maximización de beneficios. Incluso la creciente atención a los recursos humanos (¡reveladora denominación!) sigue apuntando al logro de más altos rendimientos por parte de trabajadores y empleados.
Parecen incluso apagados hoy los entusiasmos que –hace dos o tres décadas- despertó una orientación de la dirección empresarial, aparentemente nueva, que tendía a destacar los aspectos cualitativos, la flexibilidad de los procesos y la importancia de los valores. Más recientemente, se ha comprobado que ese énfasis en la excelencia era, en realidad, más cosmético y retorico que real. Lo cual se ha confirmado, tristemente, al comprobar que empresas supuestamente avanzadas escondían –tras su brillante apariencia- serios fallos de orientación y situaciones moralmente inaceptables.
Ahora se abre la posibilidad de aplicar también al mundo empresarial la lógica del don. Todas las organizaciones humanas, también las orientadas preferentemente hacia la productividad y el beneficio, han de tener en cuenta la necesidad de contar con la gratuidad como un factor imprescindible. Porque las auténticas aportaciones humanas que se producen en las corporaciones empresariales no se pueden reducir a su cuantificación en términos financieros. Si se margina la benevolencia, es claro indicio de que se está prescindiendo de la persona en la organización. Y de esta deshumanización, a la larga, nada socialmente positivo puede surgir.
Las crisis de algunas empresas de gran envergadura presentan también un trasfondo ético. Cuando la avaricia y el engaño se consideran modos “realistas” de trabajar, no resulta tan sorprendente que, al cabo de no mucho tiempo, la verdadera cara de esas compañías acabe por comparecer. Y su aspecto no es entonces precisamente atractivo, ni hay ya maquillaciones publicitarias que puedan embellecer su lado oscuro.
Para superar un nivel moral en ocasiones tan bajo, no basta la apelación verbal a la ética. No cualquier ética sirve, sino que se precisa “una ética amiga de la persona” y de la familia, en la que viven las mujeres y los hombres normales, y no esas estrellas del papel cuché, cuyas existencias parecen vacías y, al cabo, se muestran como patéticas. La visión distorsionada del ser humano, que se encuentra latente en no pocas concepciones empresariales, conduce a sistemas morales de referencia que acaban por ser contraproducentes.
Es necesario que la ética –lejos de todo consecuencialismo y relativismo- se fundamente en la dignidad inviolable de la persona y en la ley natural. “Una ética económica –se lee en la referida encíclica- que prescinda de estos dos pilares correría el peligro de perder inevitablemente su propio significado y prestarse a ser instrumentalizada”. De nada sirve el uso y el abuso de la palabra “ética”, si la propia ética se utiliza de hecho como recurso para legitimar –para cohonestar- planteamientos económico-financieros existentes y que permiten, e incluso fomentan, situaciones notoriamente injustas.
La consideración casi exclusiva del papel del beneficio no es suficiente para clasificar los distintos modelos de empresa, como si la presencia o ausencia del ánimo de lucro fuera el factor clave. Tampoco quedan definidas las organizaciones por su carácter público o privado. Hay un campo crecientemente diversificado de organizaciones que, sin excluir el beneficio económico, lo ponen al servicio del mejoramiento social y humano, con un enfoque económico global, que mira especialmente a los países excluidos del bienestar o marginados de los grandes intercambios comerciales.
No hay que conceder tanta importancia a la configuración jurídica de las organizaciones. Se trata de valorar sobre todo sus objetivos de humanización del mercado y de la sociedad. Según advierte Benedicto XVI, “la propia pluralidad de las formas institucionales de empresa es lo que promueve un mercado más cívico y al mismo tiempo más competitivo”.
Hay quienes se escandalizan con sólo oír hablar de responsabilidad social de la empresa, por considerarlo un enfoque poco realista. Es posible que también tachen de irreales estos planteamientos que les acabo de exponer. Quizá́ prefieran la realidad más inmediata, tan notoria en España: el cierre de empresas y el aumento del paro. En la medida en que se perpetúen –con actitudes inmovilistas- los modelos dominantes de empresa, la tendencia económica destructiva se mantendrá e irá a peor. La ideología del egoísmo y la discriminación tiene muy poco de realista.