Hoy os vamos a traer a vuestra atención la más conocida aventura de la Odisea: la ingeniosa y astuta manera que le permitió a Ulises y a alguno de los suyos librarse de la muerte cruel del cíclope Polifemo. No os ofrecemos el fragmento en el que podemos admirar la ingeniosidad de Ulises para salir airoso de tan descomunal peligro. Porque creemos que lo aleccionador, lo que realmente le da a la aventura valor universal es contemplar, meditar sobre la actualidad simbólica del estilo de vida de los cíclopes, cuyo prototipo por antonomasia es Polifemo, el cíclope de muchas palabras, esto significa su nombre.
Seguro que recordáis que los cíclopes eran unos seres gigantescos que se caracterizaban por tener un solo ojo, situado en medio de la frente. Personajes feroces que no sentían piedad ni por los dioses ni por los hombres, capaces de comer carne humana, antropófagos, como lo más natural. La descripción que de ellos hace Homero nos permite entrever que representan unos tipos humanos que por su estilo de vida los encontramos siempre a lo largo de la historia y de manera muy especial en nuestro tiempo.
Viven en tierras fértiles, pero nadie las cultiva, viven junto al mar pero no necesitan de las artes de navegación ni del comercio, porque solo viven para ellos mismos.
Del texto seleccionado, cabe resaltar, según cuenta Homero, que son gente soberbia y sin ley. Su individualismo es tal que viven sin necesitar reunirse en el ágora para resolver los asuntos comunes. No necesitan leyes porque cada uno va a lo suyo y sólo mandan sobre sus mujeres y sus hijos.
Polifemo es el prototipo por antonomasia de la vida de los cíclopes. Como dice Homero “Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie”
No necesitan trabajar la tierra porque encuentran en su paraíso perdido todo lo que necesitan. Su obsesión es almacenar comida. Lo que encuentra Ulises y sus compañeros en la gruta de Polifemo es un símbolo primario de lo que podríamos llamar una avaricia, no del dinero sino de las materias que aseguran vivir sin preocuparse del porvenir, del mañana. Queso, leche, ovejas, corderos y cabritos. No para comerciar sino para sustento propio.
Viven para sí mismos, no temen ni a los dioses ni a los hombres. Son gigantes crueles que hacen con perfección su oficio de pastores, pero todo gira en torno a su propia satisfacción. Los demás son oportunidad para un capricho alimentario. Es pavoroso cómo Polifemo devora a cuatro de los compañeros de Ulises.
Aunque nuestro mundo físicamente no sea antropófago, no es difícil encontrar una semejanza en el modo como se destruye la vida de los demás, no me refiero ni a las guerras ni al aborto o a la eutanasia, sino al mundo laboral. Con qué facilidad se devoran unas empresas a otras, o a unos trabajadores que ya no prestan el rendimiento que los números exigen esperar.
Son seres que sólo tienen un ojo y además en la frente. Qué horror. Dos ojos permiten al ser humano ampliar el ámbito de su contemplación. Un solo ojo estrecha el campo y concentra en un mínimo espacio su visión. Pero aún es más pernicioso que al tenerlo en la frente, es decir el espacio en que se encuentra el pensamiento es muy fácil confundir el ver con el pensar. Lo tienen tan evidente que lo que ven es lo verdadero.
No sé por qué cuando pienso en los cíclopes recuerdo el mundo contemporáneo en que todo nos llega por el único ojo de la imagen visual hasta el extremo de que lo que vemos nos parece lo verdadero sin tamizarlo por el sosiego de la reflexión y del pensamiento.
Egoístas, cada uno a lo suyo, almacenar para que nada nos falte, si alguien te molesta destrúyelo. Ah Ulises, tú supiste engañar a Polifemo. Le destruiste su ojo y escapaste de la gruta agarrado al vientre de los carneros más voluminosos. Sabías que tenías que ir a Ítaca.
Nuestra Ítaca es donde nos espera la patria definitiva. La vida es una aventura arriesgada, pero más si desconoces tu destino.
Narra Ulises a los feacios:
“Desde allí continuamos la navegación con ánimo afligido, y llegamos a la tierra de los ciclopes soberbios y sin ley; quienes, confiados en los dioses inmortales, no plantan árboles, ni labran los campos, sino que todo les nace sin semilla y sin arada -trigo, cebada y vides, que producen vino de unos grandes racimos- y se lo hace crecer la lluvia enviada por Zeus.
No tienen ágoras donde se reúnan para deliberar, ni leyes tampoco, sino que viven en las cumbres de los altos montes, dentro de excavadas cuevas; cada cual impera sobre sus hijos y mujeres y no se entrometen los unos con los otros.
Delante del puerto, no muy cercana ni a gran distancia tampoco de la región de los ciclopes, hay una isleta poblada de bosque, con una infinidad de cabras monteses, pues no las ahuyenta el paso de hombre alguno ni van allá los cazadores, que se fatigan recorriendo las selvas en las cumbres de las montañas.
No se ven en ella ni rebaños ni labradíos, sino que el terreno está siempre sin sembrar y sin arar, carece de hombres, y cría bastantes cabras. Pues los ciclopes no tienen naves de rojas proas, ni poseen artífices que se las construyan de muchos bancos -como las que transportan mercancías a distintas poblaciones en los frecuentes viajes que los hombres efectúan por mar, yendo los unos en busca de los otros-, los cuales hubieran podido hacer que fuese muy poblada aquella isla, que no es mala y daría a su tiempo frutos de toda especie, porque tiene junto al espumoso mar prados húmedos y tiernos y allí la vid jamás se perdiera. La parte inferior es llana y labradera; y podrían segarse en la estación oportuna mieses altísimas por ser el suelo muy pingüe. Posee la isla un cómodo puerto, donde no se requieren amarras, ni es preciso echar ancoras, ni atar cuerdas; pues, en aportando allí, se está a salvo cuanto se quiere, hasta que el ánimo de los marineros les incita a partir y el viento sopla.
En lo alto del puerto mana una fuente de agua límpida, debajo de una cueva a cuyo alrededor han crecido álamos. Allá pues, nos llevaron las naves, y algún dios debió de guiarnos en aquella noche obscura en la que nada distinguíamos, pues la niebla era cerrada alrededor de los bajeles y la luna no brillaba en el cielo, que cubrían los nubarrones. Nadie vio con sus ojos la isla ni las ingentes olas que se quebraban en la tierra, hasta que las naves de muchos barcos hubieron abordado. Entonces amainamos todas las velas, saltamos a la orilla del mar y, entregándonos al sueño, aguardamos que amaneciera la divina Aurora.
Mas, así que se descubrió la hija de la mañana, Eos de rosáceos dedos, los llamé a junta y les dije estas razones:
—Quedaos aquí, mis fieles amigos, y yo con mi nave y mis compañeros iré allá y procuraré averiguar qué hombres son aquéllos; si son violentos, salvajes e injustos, u hospitalarios y temerosos de las deidades.
Cuando así hube hablado subí a la nave y ordené a los compañeros que me siguieran y desataran las amarras. Ellos se embarcaron al instante y, sentándose por orden en los bancos, comenzaron a batir con los remos el espumoso mar. Y tan luego como llegamos a dicha tierra, que estaba próxima, vimos en uno de los extremos y casi tocando al mar una excelsa gruta a la cual daban sombra algunos laureles, en ella reposaban muchos hatos de ovejas y de cabras, y en contorno había una alta cerca labrada con piedras profundamente hundidas, grandes pinos y encinas de elevada copa. Allí moraba un varón gigantesco, solitario, que entendía en apacentar rebaños lejos de los demás hombres, sin tratarse con nadie; y, apartado de todos, ocupaba su ánimo en cosas inicuas. Era un monstruo horrible y no se asemejaba a los hombres que viven de pan, sino a una selvosa cima que entre altos montes se presentase aislada de las demás cumbres.
Entonces ordené a mis fieles compañeros que se quedasen a guardar la nave; escogí los doce mejores y juntos echamos a andar, con un pellejo de cabra lleno de negro y dulce vino que me había dado Marón, vástago de Evantes y sacerdote de Apolo, el dios tutelar de Ismaro; (...) De este vino llevaba un gran odre completamente lleno y además viandas en un zurrón; pues ya desde el primer instante se figuró mi ánimo generoso que se nos presentaría un hombre dotado de extraordinaria fuerza, salvaje, e ignorante de la justicia y de las leyes.
Pronto llegamos a la gruta; mas no dimos con él, porque estaba apacentando las pingües ovejas. Entramos y nos pusimos a contemplar con admiración y una por una todas las cosas; había zarzos cargados de quesos; los establos rebosaban de corderos y cabritos, hallándose encerrado, separadamente los mayores, los medianos y los recentales; y goteaba el suero de todas las vasijas, tarros y barreños, de que se servía para ordeñar. Los compañeros empezaron a suplicarme que nos apoderásemos de algunos quesos y nos fuéramos, y que luego, sacando prestamente de los establos los cabritos y los corderos, y conduciéndolos a la velera nave, surcáramos de nuevo el salobre mar. Mas yo no me dejé persuadir -mucho mejor hubiera sido seguir su consejo- con el propósito de ver a aquél y probar si me ofrecería los dones de la hospitalidad. Pero su venida no había de serles grata a mis compañeros.
Encendimos fuego, ofrecimos un sacrificio a los dioses, tomamos algunos quesos, comimos, y le aguardamos, sentados en la gruta, hasta que volvió con el ganado. Traía una gran carga de leña seca para preparar su comida y descargóla dentro de la cueva con tal estruendo que nosotros, llenos de temor, nos refugiamos apresuradamente en lo más hondo de la misma. Luego metió en el espacioso antro todas las pingües ovejas que tenía que ordeñar, dejando a la puerta, dentro del recinto de altas paredes, los carneros y los bucos. Después cerró la puerta con un pedrejón grande y pesado que llevó a pulso y que no hubiesen podido mover del suelo veintidós sólidos carros de cuatro ruedas. ¡Tan inmenso era el peñasco que colocó a la entrada! Sentóse enseguida, ordeñó las ovejas y las baladoras cabras, todo como debe hacerse, y a cada una le puso su hijito. A la hora, haciendo cuajar la mitad de la blanca leche, la amontonó en canastillos de mimbre, y vertió la restante en unos vasos para bebérsela y así le serviría de cena.
Acabadas con prontitud tales faenas, encendió fuego, y al vernos, nos hizo estas preguntas:
—¡Oh forasteros! ¿Quiénes sois? ¿De dónde llegasteis navegando por húmedos caminos? ¿Venís por algún negocio o andáis por el mar, a la ventura, como los piratas que divagan, exponiendo su vida y produciendo daño a los hombres de extrañas tierras?
Así dijo. Nos quebraba el corazón el temor que nos produjo su voz grave y su aspecto monstruoso. Mas, con todo eso, le respondí de esta manera:
—Somos aqueos a quienes extraviaron, al salir de Troya, vientos de toda clase, que nos llevan por el gran abismo del mar; deseosos de volver a nuestra patria llegamos aquí por otra ruta, por otros caminos, porque de tal suerte debió de ordenarlo Zeus. Nos preciamos de ser guerreros de Agamenón Atrida, cuya gloria es inmensa debajo del cielo -¡tan grande ciudad ha destruido y a tantos hombres ha hecho perecer!-, y venimos a abrazar tus rodillas por si quisieras presentarnos los dones de la hospitalidad o hacernos algún otro regalo, como es costumbre entre los huéspedes. Respeta, pues, a los dioses, varón excelente; que nosotros somos ahora tus suplicantes. Y a suplicante y forasteros los venga Zeus hospitalario, el cual acompaña a los venerandos huéspedes.
Así le hablé; y respondióme en seguida con ánimo cruel: —¡Oh forastero! Eres un simple o vienes de lejanas tierras cuando me exhortas a temer a los dioses y a guardarme de su cólera: que los ciclopes no se cuidan de Zeus, que lleva la égida, ni de los bienaventurados númenes, porque aun les ganan en ser poderosos; y yo no te perdonaría ni a ti ni a tus compañeros por temor a la enemistad de Zeus, si mi ánimo no me lo ordenase. Pero dime en qué sitio, al venir, dejaste la bien construida embarcación: si fue, por ventura, en lo más apartado de la playa o en un paraje cercano, a fin de que yo lo sepa.”
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