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Implicaciones en la educación afectivo-sexual

Prof. Dr. Aquilino Polaino Lorente
Catedrático de Psicopatología. Facultad de Medicina.
Universidad CEU-San Pablo

La familia
El niño, por otra parte, es también un ser deseante: tiene multitud de deseos que casi nunca perciben satisfechos en su totalidad. Es lógico que sea así, pues el universo que se abre ante él se encuentra lleno de expectativas. El niño tiene sobre todo el deseo de quedar bien (lo que se denomina “deseabilidad social”), es decir, que puede conducir, motivar y dirigir su comportamiento, de forma que sea socialmente aprobado.

Entre la población española, el 80% de los jóvenes -en un rango de edad entre los 18 y los 28-30 años- optan por la familia como el primer valor a tener en cuenta. Pero es curioso observar cómo, al mismo tiempo, el 30% de esos jóvenes afirma que jamás se casará y formará una familia, ya que se niegan a asumir la carga y responsabilidad que todo ello comporta.

El hambre de masculinidad

Numerosos trabajos empíricos recientes, algunos de ellos posteriores al año 2000, ponen de manifiesto que nuestra memoria es principalmente afectiva: las personas almacenan de forma imperecedera en su memoria el recuerdo de todo suceso que contenga una importante carga afectiva. El tema de la identidad es, entre otros, algo que nos implica, nos importa y nos concierne a todos. De hecho, me atrevo a decir que cada uno y cada una nos amamos a nosotros mismos por encima de todos los demás: de los hijos, del marido, de la mujer, de los padres, e incluso de Dios. Algo de eso tiene que ver con el principio de amar a los demás como a uno mismo.

El hambre de masculinidad ha existido y existirá siempre. No hay niño que no quiera crecer, que no quiera hacerse mayor: es algo que forma parte de la condición humana, independientemente de épocas y gustos. A medida que va creciendo, ante el niño se abre un universo repleto de aventuras, que al mismo tiempo crea en él, junto con las dudas, un sentimiento de inseguridad. Esa inseguridad se manifiesta en todo lo que atañe al propio núcleo del yo. Cuando una inseguridad especialmente potenciada permanece arraigada en el tiempo pueden aparecer las patologías. La persona muy insegura, muy perfeccionista, muy controladora, que se bloquea –por ejemplo- ante un cambio de planes, por ejemplo, puede llegar a desarrollar un comportamiento obsesivo.

Entre los factores que justifican el hambre de masculinidad se encuentra lo que actualmente se ha dado en llamar la “herida psicológica” o el “dolor psíquico”. Como afirma algún terapeuta moderno, ese “dolor psíquico” no proviene tanto de lo que nos ocurre como de lo que nosotros pensamos y sentimos acerca de lo que nos ocurre. Decimos “a mí me ha pasado” esto o aquello, pero ¿realmente, sólo nos pasan cosas, nos suceden cosas, nos acontecen cosas?; ¿o no será más bien que en ocasiones “elegimos inconscientemente que nos suceda” esto o aquello?

Entre la mayoría de los jóvenes con problemas de identidad, que no saben hacia dónde orientar su comportamiento afectivo-sexual, ese “dolor psíquico” procede del sentimiento de haber sido humillado, independientemente de si tal humillación ha sido real o no. Dicho sentimiento suele darse, con mayor frecuencia, en contextos en los que son expresiones habituales en los padres del tipo de “no vales nada”, “me vas a quitar la vida”, “nos sacrificamos por ti”, “eres un desastre”, “es inútil tratar de ayudarte”, “contigo no se puede contar”, “tienes tu habitación hecha un caos”, “lávate las manos”, “vas siempre sucio”, “cuántas veces he de decirte que te pongas a estudiar”, “yo a tu edad ya había hecho...”.

Ese niño que se siente humillado por su padre, es posible que al mismo tiempo admire a su padre: un padre que trabaja, que saca adelante una familia, que cuenta con numerosas virtudes, etc. Todo ello es motivo de admiración para el niño. Sin embargo, el niño no recuerda, por ejemplo, haber pasado nunca un rato a solas con su padre: entre padre e hijo han existido escasas “vibraciones”, no ha habido afectividad; y esta es otra causa más de su inseguridad.

Las fisuras de la masculinidad que acabamos de describir se suelen dar en un 98% de los jóvenes con problemas afectivo-sexuales.

El niño, por otra parte, es también un ser deseante: tiene multitud de deseos que casi nunca perciben satisfechos en su totalidad. Es lógico que sea así, pues el universo que se abre ante él se encuentra lleno de expectativas. El niño tiene sobre todo el deseo de quedar bien (lo que se denomina “deseabilidad social”), es decir, que puede conducir, motivar y dirigir su comportamiento, de forma que sea socialmente aprobado. Por otra parte, es de justicia, es de ley y forma parte de lo que le es debido a cada persona, que se la reconozca en lo que vale. Cuando no existe ese reconocimiento social, o al menos así lo siente el niño, el yo se empobrece.

En definitiva, lo que el niño desea es ser varón, ser un hombre hecho y derecho, y además desea que le reconozcan como varón. Es, por tanto, un animal deseante, sobre todo de ser quien es. Cada persona, cada varón, al margen de la edad que tenga, se comporta a veces con la nostalgia del niño deseado, del niño que quiso ser. Cuando un adulto sufre una crisis, por ejemplo, es fácil que regrese a su infancia y se compare y desee ser el niño feliz que acaso fue o no. Esto suele marcar las trayectorias biográficas de las personas.

Si ese adulto ha tenido una infancia feliz, si ha gozado de una buena comunicación con su padre y ha sido aceptado por el grupo de pertenencia, y por tanto, se ha robustecido como persona, será capaz de soportar cualquier desgracia. Si, por el contrario, su infancia no ha sido feliz, si su infancia ha sido dramática –o, al menos, esa es la atribución que ha hecho, es decir, si se ha “sentido” infeliz-, si cree que ha sido desgraciado y humillado, es más probable que continúe siendo desgraciado toda la vida.

Cualquier persona, cuando sufre una crisis, se sitúa en un plano existencial y temporal anterior: el de la última crisis que vivió. Una vez allí trata de recordar y comprobar qué estrategias utilizó para resolverla. Para ello puede retroceder hasta su juventud (con referencias como la carrera, las oposiciones, el matrimonio, etc.), a la adolescencia y, por último, a la infancia. De ahí la importancia de una infancia feliz que haya hecho posible que el niño complete su masculinidad (o su feminidad en el caso de las niñas), de acuerdo con el modelo paterno/materno que él/ella considera deseable.

Forma parte, pues, de la condición humana ser un animal deseante, aun asumiendo la frustración que genera el que muchos (la mayoría) de nuestros deseos nunca serán satisfechos. El hecho de que determinados deseos de la infancia no hayan quedado satisfechos puede entretejerse y memorizarse como falsas experiencias de rechazo. Entre las personas con problemas de identidad sexual es frecuente que la insatisfacción de ese deseo pueda vivirse luego como hambre de paternidad (manifestado, por ejemplo, en algo tan simple como recibir un abrazo de su padre).

Por otra parte, a esa hambre de paternidad se une la admiración que el padre despierta en el niño, quien desea ser tan fuerte, tan inteligente, tan trabajador, etc., como él; y, si no se logra alcanzar el modelo, esa admiración deseante suscita, junto con la atracción y la envidia, sentimientos de inseguridad e inferioridad. Esa inseguridad, sin embargo, no tiene por qué ser patológica: podría afirmarse que incluso forma parte de la inseguridad ontológica del hombre, es decir, del ser que vive en libertad; y la libertad –como es sabido- implica siempre un cierto riesgo.

Cuando un chico no ha resuelto bien el desarrollo de su identidad, anhela la paternidad, y si, además, se ha sentido humillado, puede trasladar esa atracción y admiración a otras personas, lo cual genera respecto de la persona admirada un ansia de fusión y confusión: ser igual que ella, fundirse con ella. Y esa atracción, que en principio sólo es afectiva o sentimental, puede derivar en atracción sexual, porque la afectividad acaba donde empieza la sexualidad: la distancia entre una y otra es muy pequeña, y algunas veces llegan incluso a confundirse.

El problema emerge, frontalmente, cuando la afectividad se erotiza entre personas del mismo sexo, cuando las necesidades afectivas y los sentimientos se sustituyen por el explícito comportamiento sexual. En personas con problemas de identidad sexual la raíz del problema se encuentra casi siempre en la afectividad erróneamente erotizada. Por eso la ayuda debiera comenzar por la afectividad.

Una caricia, un elogio o una mirada pueden ser afectivas, pero también pueden ir más allá y entrar en el ámbito de lo sexual: en ese caso la afectividad se erotiza. La erotización de la afectividad, entre personas del mismo sexo, conduce a la promiscuidad, donde el otro es utilizado como objeto. Cuando alguien se siente atraído por una persona del mismo sexo, a la que admira, y esa atracción le introduce en el ámbito de la práctica de la sexualidad, emergen los sentimientos de culpa, surge el conflicto de aproximación-evitación, y experimenta el vacío que sigue a haber “poseído” un cuerpo pero no una persona, un “cuerpo” sin persona. La persona estaba ausente y, en realidad, no hubo por eso ningún encuentro entre personas. Se inicia así el comportamiento sexual neurótico.


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