Inteligencia y afecto
Notas para una paideia
Cardenal Paul Poupard,
Presidente del Consejo Pontificio de la Cultura,
Murcia, 22 Noviembre 2001.
II. LA LUZ DE LA INTELIGENCIA
Organizar una comunidad educativa en torno al servicio de la verdad, no es sólo una opción por el conocimiento; está preñada también de consecuencias éticas que afectan directamente la vida de todos y cada uno de sus miembros. En ella está implícita la humildad, el deseo de constante superación, la honradez intelectual, la repugnancia ante cualquier forma de favoritismo o corrupción, el deseo sincero de apertura al Otro, como lugar donde se manifiesta la verdad. Pero es evidente que no puede darse un servicio a la verdad si previamente no se admite pacíficamente la existencia de una verdad objetiva y de la capacidad humana de alcanzarla, siquiera en modo limitado e imperfecto, con la luz de su inteligencia. La búsqueda de la verdad implica una defensa de la razón.
Reivindicar la importancia de la razón podría parecer superfluo, si no fuera porque esta facultad humana ha sido objeto de despiadados ataques, que, la han dejado maltrecha y abandonada al borde del camino. Entendámonos: el problema de nuestro tiempo no es el mero abandono de la razón, para regresar a formas de pensamiento pre-lógico, o al mito, sino la mutilación de la razón que ha conducido a la esquizofrénica situación en la que conviven simultáneamente, con frecuencia en el mismo individuo un racionalismo miope con un irracionalismo salvaje.
No pretendo trazar ahora la historia del desarrollo del pensamiento en los últimos siglos. Baste indicar aquí someramente algunas etapas de esta progresiva reducción de la visión cristiana de la inteligencia y la razón. Para cualquiera es evidente que vivimos en un mundo dominado por una cultura que ha hallado en la ciencia su máxima expresión de racionalidad y en la informática su instrumento de aplicación. Racionalizar, optimizar, son dos neologismos que han hecho fortuna y encuentran aplicación en todos los campos de actividad humana: se racionalizan los costos, la gestión, la salud. La ciencia se presenta con frecuencia como la panacea que promete el remedio universal a todos los males. No hay prácticamente actividad humana a la que este tipo de racionalidad no prometa un futuro lleno de ventajas de todo tipo, ya sea el deporte, el placer, la comunicación, el transporte, la enseñanza. Esta es la imagen idílica que incansablemente transmite uno de los creadores de la industria informática, propietario del sistema operativo que usan millones de hombres en todo el mundo.
Podríamos encontrar motivos para alegrarnos del futuro venturoso que esta revolución nos promete, si no fuera porque ésta sería producto, no de la razón humana, sino de una peligrosa deformación suya. Es el resultado de un proceso que a lo largo de los cuatro últimos siglos, ha ido excluyendo progresivamente la razón humana de diversos ámbitos. Cuando Descartes definió al hombre como máquina pensante, un ángel manejando una máquina, estaba sentando las bases para una escisión fundamental en el hombre, separando alma y cuerpo, y abandonado éste a una racionalidad puramente mecanicista. El empirismo británico no es más que la continuación de esta escisión en un plano diferente, y, si aceptamos el célebre dictum, «Ohne Hume, kein Kant», sin Hume, Kant no habría existido, debemos aceptar también como inevitable la reducción kantiana. Al declarar incognoscible la esencia íntima de las cosas, Kant no hacía sino firmar la capitulación de la razón en una batalla perdida hace tiempo. Sólo así pudo afirmar que para hacer un sitio a la fe, tuvo que eliminar a la razón.
La consecuencia paradójica de este proceso, que llega hasta el pensamiento débil, es la irrupción en la vida de los hombres, contemporáneamente, de la racionalidad científica y del irracionalismo. Así, no es extraño ver a un científico serio creer, de modo absolutamente irracional, que algunas cosas o números traen buena o mala suerte. Ejecutivos agresivos de la new-economy llenan sus estantes con libros de esoterismo y filosofía oriental. Los mismos que pasan horas durante el día entre sofisticados aparatos de computación y comunicación, abarrotan por la noche una sala de conferencias para escuchar al Dalai Lama. Religiosidad salvaje y techno-pop conviven amistosamente, no sólo en una misma ciudad, ¡sino en una misma cabeza!
Y no hay que mirar únicamente a la religión para comprobar esta paradoja. Como observa agudamente Peter Berger, un físico nuclear que jamás escribiría un artículo científico sin comprobar cuidadosamente una y otra vez cada elemento de su demostración, puede realizar afirmaciones dogmáticas acerca de asuntos políticos, artísticos o culturales sin basarse en ninguna demostración, sino en una fe ciega en un movimiento o un régimen sobre el que ha proyectado ideas casi religiosas.
Elogio de la razón
Es por ello tanto más llamativo que haya sido Juan Pablo II quien haya hecho la defensa más apasionada de la razón en estos últimos tiempos. A ella dedicó la encíclica Fides et Ratio, que podría haber titulado también Elogio de la razón. Como subrayando la confianza en esta maravillosa facultad que Dios ha dado al hombre, el mismo pontífice, en el histórico Jubileo de los Científicos, venidos en peregrinación a Roma el pasado año, afirmó solemnemente: «La fe no teme a la razón». Es decir: a una razón abierta a todas las dimensiones de lo humano, en la que nunca puede faltar la dimensión trascendente. Si es cierto que «un poco de ciencia aleja de Dios, y mucha ciencia acerca a Dios», la mucha razón no aleja, sino que acerca a Dios.
Lo que el Papa denuncia en su Encíclica es la abdicación de la razón de su función primera, que es la búsqueda de la verdad. Cuando ello sucede, la razón estrecha su horizonte de búsqueda y se empequeñecen sus contenidos. Cuando la razón prescinde del diálogo con el pensamiento de la fe, —como afirmó Jaspers—, acaba en una ‘seriedad que se va vaciando de contenido’. No es de extrañar entonces que este racionalismo empobrecido y asfixiante sea incapaz de colmar las aspiraciones más profundas del corazón humano, y haya desembocado finalmente en las modernas formas de nihilismo e irracionalismo que llamamos el pensamiento débil.
Es en este contexto donde se produce el mal llamado “retorno de Dios”, como si Dios hubiese estado ausente del mundo, que en realidad es la difusión de nuevas formas de religiosidad salvaje. Alguno podría pensar que este panorama intelectual ofrece un campo propicio para la religión. Se equivoca radicalmente. De nuevo es el mismo Juan Pablo II quien recuerda que es ilusorio pensar que la fe, ante una razón débil, tenga mayor incisividad; al contrario, cae en el grave peligro de ser reducida a mito o superstición. Para salvar la fe, es necesario, recuperar el optimismo racional que va de la mano con la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda.
Juan Pablo II quien propone metas dignas a los hombres de nuestro tiempo, cuando escribe: «En definitiva, se nota una difundida desconfianza hacia las afirmaciones globales y absolutas, sobre todo por parte de quienes consideran que la verdad es el resultado del consenso y no de la adecuación del intelecto a la realidad objetiva. ... No obstante, a la luz de la fe, debo animar a los filósofos, cristianos o no, a confiar en la capacidad de la razón humana y a no fijarse metas demasiado modestas en su filosofar. La lección de la historia ... testimonia que éste es el camino a seguir: es preciso no perder la pasión por la verdad última y el anhelo por su búsqueda, junto con la audacia de descubrir nuevos rumbos. La fe mueve a la razón a salir de todo aislamiento y a apostar de buen grado por lo que es bello, bueno y verdadero.
Verdad y tolerancia
Hablar de verdad no es tarea fácil hoy. La cultura en que vivimos aborrece las convicciones fuertes y tiende a ver en la verdad un testigo incómodo de la pertenencia a una fe, un fardo pesado que vincula a normas, un estorbo constante a la propia libertad, entendida como autodeterminación y autodecisión ilimitadas. Hablar de una verdad objetiva, absoluta, independiente del punto de vista del sujeto, evoca en los espíritus de nuestros contemporáneos el espectro de la intolerancia, como si las convicciones fuertes estuvieran inexorablemente condenadas a convertirse en semillas de las que crecerán nuevos Auschwitz o nuevos Gulags. Con respecto a la religión hemos escuchado estos días, con demasiada frecuencia quizá, que las religiones monoteístas, llevan consigo intrínsecamente un germen de intolerancia y violencia precisamente por su apelación a una verdad revelada e indiscutible.
De ahí la apelación al relativismo, que se convierte entonces en la falsa vía hacia la construcción de una sociedad tolerante.
En efecto. Al afirmar que todas las opiniones tienen el mismo valor se cree poder evitar el indebido predominio de una idea sobre otra, y por tanto, de una persona o grupo sobre otros. Y en esto consiste precisamente la falacia del relativismo: en que traspone indebidamente la virtud de la modestia y la tolerancia del ámbito personal al de las ideas. Un hombre humilde no debería considerarse superior a otro, y un hombre tolerante, debería soportar pacientemente los defectos del prójimo. Pero la humildad no se puede aplicar a las ideas, como si no hubiera unas mejores que otras, ni la tolerancia puede consistir en una aceptación de lo que es objetivamente erróneo.
Dicho de otro modo: los hombres de hoy afirman lo que nunca debería afirmarse: el yo. Y ponen en duda precisamente lo que nunca debería dudarse: la verdad. No son el reconocimiento de la existencia de la Verdad y de la posibilidad de conocerla los causantes de la intolerancia, sino más bien la ignorancia de ésta, o la falta de respeto a ella. La causa de los males del mundo no son las grandes ideas, las ideas fuertes, sino más bien la ausencia de éstas.La verdad no es un producto del hombre. El hombre no la crea, sino que la reconoce, y por ello la Verdad no puede ser instrumento de opresión o de dominio. Como decía hermosamente el cardenal Newman, más que abrazar yo la Verdad, soy abrazado por ella. La Verdad exige respeto, humildad, búsqueda paciente. Quien busca la verdad con ansia, sabe que puede hallar fragmentos preciosos de ella en los lugares u opiniones más variopintos. Y aunque se opone con firmeza al engaño, al error y a la mentira, está pronto a reconocer cuanto de bueno, hermoso y verdadero hay en toda doctrina humana.
Para ello es preciso recuperar una ‘mística de la Verdad’, aprendiendo en la escuela de los grandes buscadores de la verdad de todos los tiempos. San Agustín, Edith Stein, la multitud de convertidos del siglo XX, que llegaron a la luz de la fe tras una afanosa búsqueda, han de ser maestros de esta hora. Eran hombres y mujeres que deseaban conocer la verdad acerca del mundo, de Dios, saber por qué existimos, adónde vamos. No se resignaron a vivir sin una respuesta exhaustiva a estas preguntas y anduvieron errantes durante años hasta que la encontraron.
Una gran mujer de nuestro tiempo, Simone Weil, escribía a propósito de esta búsqueda: «para mí personalmente la vida no tiene otro sentido y no lo ha tenido nunca, que la espera de la verdad». Es necesario en algún momento de nuestra vida haber experimentado esta pasión por conocer la verdad, haber sentido hambre y sed de la verdad, anhelando con todas las fibras de nuestro ser que nos sea concedido alcanzarla.
El verdadero objetivo de la vida es el conocimiento existencial, integral, de la verdad, la comunión con ella, la vida en ella. La verdad es la iluminación y la transfiguración tanto de la existencia como del universo. El Logos iluminador actúa de forma individual también en toda conquista de la verdad, fragmentada en las verdades parciales del conocimiento científico.
Algunas exigencias de la búsqueda coherente de la verdad
Esta que podemos llamar espiritualidad de la verdad, no queda reducida al ámbito de la mística. No es tarea para unos pocos privilegiados. Al contrario, se traduce en exigencias bien precisas en la vida académica. Permitidme que esboce tan sólo algunas de ellas.
1º. Aprender a pensar con rigor.“Aude sapere”, atrévete a pensar, era el lema de la Ilustración, que se presentaba como una instancia de pensamiento crítico, no vinculado a la tradición y al argumento de autoridad. Muchos siglos antes, ya Agustín había dicho intellectum valde ama, ama mucho la inteligencia, y Pascal invitaba travailler à bien penser. La Universidad, los centros de enseñanza, han de ser escuelas de pensamiento riguroso para develar los sofismas del lenguaje, que es el primer instrumento de manipulación de las conciencias. Es necesario un sano ejercicio intelectual para no convertirse en presa fácil de la publicidad engañosa, de la trivialidad o la manipulación de los medios de comunicación, cuando se alejan de su vocación de servicio a la verdad, de los discursos llenos de fáciles promesas de los políticos. Unos sólidos conocimientos del arte de la lógica y del razonamiento que en otros tiempos se usaban, puede aportar mucho en todas las disciplinas.
2º. En segundo lugar y como consecuencia de ello, es necesario un sano espíritu crítico. No se trata de la crítica desenfrenada que goza únicamente destruyendo sin aportar nada, sino de tener valor para someter a examen las cosas que recibimos, confrontándolas con la verdad. Un espíritu crítico así, no se contenta con negar, busca la verdad, pues el hombre no está hecho para la duda, sino para la certeza. El espíritu deconstructivo nos hace hijos espirituales de Mefistófeles, quien, en el Fausto de Goethe, se define a sí mismo como espíritu de contradicción: «Ich bin der Geist, der stets verneint!», es decir: «Soy el espíritu que siempre dice que no». El sano espíritu crítico implica también, y sobre todo, dejarse criticar, someter a la valoración crítica de los compañeros el propio trabajo, que exige grandes dosis de humildad y un honrado deseo de mejorar.
3º. El deseo de investigar, de innovar, de ir más allá, de superar fronteras. Es preciso fomentar la realización de proyectos de investigación, de inventar.
4º. Finalmente, last, but not least, la apertura a la realidad en todas sus dimensiones. Hay que realizar el proyecto originario de la universidad, la universitas studiorum, donde las distintas facultades y áreas de conocimiento pueden intercambiar los resultados de su investigación, hacer partícipes a los demás miembros de la comunidad escolar de los últimos avances en sus respectivos campos. Es el lugar donde un alumno de ciencia puede ponerse en contacto con las grandes cuestiones del hombre tal y como las presentan las humanidades, y un estudiante de letras, adquirir las nociones de cultura científica y tecnológica imprescindibles para comprender el mundo en que vivimos.
Estas son tan sólo algunas de las exigencias concretas e inmediatas que impone la búsqueda coherente de la verdad en la vida universitaria. Gracias a ellas, se irá realizando el ideal de hombre abierto a lo real en todas sus dimensiones, realista, crítico, más consigo mismo que con los demás, que busca la verdad para hallarla, y cuando la halla encuentra aún motivos mejores para seguir buscando.