Fascinado por la belleza de la verdad
GILBERT K. CHESTERTON
LA PARADOJA DEL SENTIDO COMÚN
Paula Martínez del Mazo
A veces pasa que uno lee un libro y le gusta tanto que le parece que empieza a conocer al autor personalmente. Es más, incluso le coge cariño y comienza una especie de relación misteriosa con un desconocido, aún estando ya muerto. Esto suele pasar cuando lo que ese autor escribe, permítanme la cursilada, está escrito también en el corazón del que lo lee. Sucede que, cuando estos dos se encuentran, surge una especie de agradecimiento curioso por haberse encontrado con alguien que pone en palabras una serie de intuiciones que uno tenía por ahí escondidas.
Lo curioso es que me pase esto con Gilbert Keith Chesterton y que él, a su vez, tenga esta curiosa relación de agradecimiento con la vida misma. Descubro al leerle que para él, la realidad concretísima y cotidiana es ese libro que no deja de desvelarle aquellas intuiciones tan íntimas. Y es que la gracia que tenía Chesterton era mucho más que su fama como el "príncipe de las paradojas”.
Chesterton pasó su vida, desde el gozo de su infancia repleto de cuentos de hadas, pasando por una juventud inquieta, con una intuición escondida entre luces y sombras. Eran como destellos de algo verdadero que le decían que ni la arrogancia del mundo ni la aparente desesperación de la modernidad podrían empañar en lo más mínimo aquello que le continuaba desvelando la experiencia.
Se trata de una verdad que él sospechaba inquebrantable: “Por tomar un fragmento que venga al caso, en mi primer libro de poemas juvenil, me preguntaba yo qué encarnaciones o purgatorio prenatal debía de haber vivido para haber logrado la recompensa de contemplar un diente de león”, dice en su Autobiografía. Y continua: “el único modo de disfrutar de una mala hierba es sentirse indigno incluso de una mala hierba”.
Chesterton se rebela ante el optimismo y el pesimismo reinante. Él descubre que, independientemente de su actitud hacia el diente de león, o de su bondad o maldad en vidas pasadas, tiene la fortuna de contemplar ese diente de león. Y que esto no ha cambiado por algo que él haya hecho o dejado de hacer algo. ¡Qué maravilla! La belleza del diente de león no depende de él. Está fuera de él, se lo encuentra sin que él haya hecho nada y puede disfrutarlo. Tanto le maravilla, que le hace preguntarse qué méritos habrá logrado para ganar esa vivencia.
El pesimista que llevamos dentro aparece rápidamente ante esta situación de misterio porque no la soporta. Su incapacidad para bailar con el misterio le llevará a decir que en tal sitio se encontrarán mejores diente de león que en este otro. O que los hay más baratos, más blancos y más grandes. Pero todo esto no hace más que opacar la pregunta que Chesterton y nosotros también nos hacemos de vez en cuando, aunque sea por unos segundos. Chesterton se da cuenta de que hay personas que insisten en esta especie de mentalidad de devaluación de la realidad por comparación. Esto sucede porque están convencidas de la “extraña y dudosa herejía” ⎯dice el autor⎯ de que el ser humano tiene derecho al diente de león.
Se refiere a la constatación de una pérdida real del apetito por el diente de león o por la chuleta que se comerá alguien mañana, si se quiere. A un aletargamiento de la capacidad de asombro que nubla a la razón y deja de percibir lo que las cosas son y significan. Chesterton le echa la culpa a la arrogancia y a su hermana gemela la desesperación. Porque para el hombre nada puede quedar en el ámbito de la indiferencia. La propia indiferencia ya es una respuesta agudísima.
Lo asombroso de que las cosas sean es que son, pudiendo no haber sido. ¡Es la gran aportación de Chesterton! Él, junto a otros muchos a lo largo de la historia, se ha encargado de recordárnosla con la brillantez que le caracteriza.
La modernidad insiste en que las cosas no son significativas porque no son extraordinarias en el sentido de excepcionales. Se tiene la mala costumbre de dar por hecho que las cosas siempre han sido o han sucedido así y que así tienen que ser. Así, para nuestro yo moderno solo lo que se salga de lo que se (mal)entiende como normal, será digno de llamarse extraordinario.
Sin embargo, para Chesterton la realidad es excepcional porque es una sorpresa permanente cargada de significados. También la llama “milagrosa” por el hecho de ser involuntaria. Le fascina el hecho de que, siendo, podría no haber sido así. Y de aquí surge la pregunta por el misterio de lo que las cosas son. ¿Puede partir de algo tan sencillo el motor de la vida de este gran intelectual? La raíz de su pensamiento se basa en haber comprendido que la realidad no es obvia ni predeterminada, podría haber sido diferente, y lo que es más potente, podría no haber sido. La raíz está en el reconocimiento de la gratuidad.
Chesterton lo explica mejor:
“Originalmente dije que una farola de barrio, de color verde guisante, era mejor que la oscuridad o que la falta de vida, y que si era una farola solitaria, podíamos ver mejor su luz contra el fondo oscuro. Sin embargo, al decadente de mi época juvenil, le angustiaba tanto ese hecho que querría colgarse de la farola, apagar su luz y dejar que todo se sumiera en la oscuridad original. […]
El millonario piensa plantarlas por todo el mundo en tales cantidades que nadie se dará cuenta de su existencia, sobre todo, porque todas serán iguales. Una farola puede ser significativa aunque sea fea, pero él no hace que la farola sea significativa, sino que la convierte en algo insignificante”.
La raíz de este problema la reconoce en la intuición de que el hombre se ve incapaz de disfrutar de disfrutar. Y esto le incapacita para acoger lo inmerecido. Una y otra vez empeña todas sus fuerzas para ganarse el poder disfrutar de lo que tiene. Sin embargo, en la vida vuelven a aparecer dientes de león flotando por los aires en primavera que susurran de algún modo a cada hombre que todo le es dado. El quehacer del hombre consiste en aceptar esto y disfrutar. Chesterton se dedicaba, lo creo sinceramente, a disfrutar.
En esto ha puesto su atención a lo largo de toda su obra. Subyace en sus artículos sobre la guerra o en los cuentos del Padre Brown. En su autobiografía más personal o en sus ensayos más polémicos. Si le leen, encontrarán en este maravilloso autor una música de fondo, algo que ha descubierto como inmerecido y gratuito. Un gracias constante que nace del reconocimiento de que tanto el diente de león, los amigos, las tertulias o las malas hierbas de la vida son algo que ha recibido por una concesión misteriosa y gratuita. Él entiende, en definitiva, que lo que le toca es recibir. Diría más, le toca aceptar que lo que le toca es recibir activamente. Le toca dar las gracias.
“[…] Espero que no resulte pomposo decirlo, es la idea principal de mi vida; no diré que es la doctrina que he enseñado siempre, sino la que siempre me habría gustado enseñar. Es la idea de aceptar las cosas con gratitud y no como algo debido”.
Chesterton nos regala su habilidad y soltura (que también se define como gracia) para que las intuiciones encuentren nombres y las personas caminos. ¡Gracias, querido Chesterton!