Humanizar la salud
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Caminos auténticos e inauténticos para la alegría

INFIRMACIÓN COMO CAMINO DE INFELICIDAD

Xosé Manuel Domínguez Prieto

ERROR INTERPRETATIVO

Ha sido, y es, tradicionalen el diagnóstico forense post mortem, la búsqueda de lesiones físicas que sean la sede y causa de la enfermedad que ha llevado a una persona a su muerte. Al mejorarse el conocimiento de la fisiología y la bioquímica, se amplió esta perspectiva buscándose como base de toda patología alteraciones fisiológicas o bioquímicas que explicasen el fatal desenlace. Llevado este esquema interpretativo al ámbito de las patologías psicológicas, se supone en ciertos casos que si alguien ‘tiene’ una enfermedad, de la cual es ‘síntoma’ su conducta, es que tiene algo en su organismo que le produce o posibilita ese malestar y alteración. Sin embargo, se cometen aquí, como decimos, algunos injustificables reduccionismos interpretativos. Se interpreta que la persona es una ‘enferma mental’ (en vez de darse cuenta de que la persona es más grande y distinta de su afección). De este modo, si ciertos fenómenos químicos acompañan a una disfunción o patología psicológica se interpretan como causa suya, incurriendo así en la conocida falacia denominada post hoc, ergo propter hoc, es decir, creer que X ha sido causado por Y ya que Y precedió a X. Así, se suele explicar en los manuales que el trastorno obsesivo compulsivo (también conocido por las siglas crípticas de ‘TOC’) tiene que ver –aunque no sólo– con una vulnerabilidad biológica: la insuficiente cantidad de serotonina. Por tanto, este trastorno se puede afrontar apoyando la inhibición en la reabsorción de serotonina. O se afirma también, que la aparición del Alzheimer tiene que ver con la activación de la proteína quinasa, denominada GSK 3, de modo que bastaría con evitar dicha activación para frenar la enfermedad. Sin embargo, la realidad es que esta substancia es sólo un hecho que coincide con la aparición del Alzheimer. ¿Significa esto que es su causa? Los propios especialistas terminan afirmando que hay ciertos factores de riesgo como son alteraciones genéticas o la edad (lo cual, más que una explicación científica, es una constatación pedestre, pues cuanta más edad tiene una persona más posibilidades tiene de desarrollar Alzheimer… y cáncer… y neumonías… y osteoporosis).

El caso es que clasificando un comportamiento y sus síntomas como patología, se pretende concederle existencia real. Hay concepto, luego hay realidad, se piensa. Lo que inicialmente era una descripción de un comportamiento, se termina por calificar de realidad operante en el sujeto. Se supone, por tanto, que algo funciona mal en el cerebro que produce la disfunción mental. Y, de este modo, se suelen dejar de lado en algunos casos las circunstancias personales, la trayectoria biográfica, la calidad de las relaciones personales, el modo de afrontamiento de los problemas, su madurez personal y se pretende reducir todo a un seguimiento químico o a un protocolo comportamental.

Sin duda, toda esta situación está sustentada en una determinada visión de la persona, reductivista y mecanicista, que tan bien ha estudiado Frankl en El hombre doliente y en Teoría y práctica de la neurosis. El resultado es que se llevan a cabo unas terapias parciales, que sin duda pueden ser necesarias, pero nunca suficientes, porque han dejado de lado el hecho de que es una persona la que sufre dicha disfunción o problema.

Por supuesto, el tratamiento farmacológico, del que se abusa, puede ser buen instrumento en momentos de crisis. Las técnicas conductuales o cognitivas, buen instrumento de apoyo. Pero la persona no es sólo cuerpo ni tampoco mera unión psicosomática. Lo psicosomático sólo se entiende desde una dimensión superior: la personal. En general, cualquier fenómeno personal, contemplado sólo desde una perspectiva biológica o psicológica, da lugar a comprensiones parciales y distintas del mismo fenómeno. Las reducciones (tanto en la comprensión como en el diagnóstico o terapia) son incapaces de comprender adecuadamente un fenómeno. Por ello, por ejemplo, un adecuado tratamiento de las adicciones necesita ir, más allá de lo farmacológico y lo conductual, a lo personal, a la reestructuración biográfica, al restablecimiento de lo personal.

Hasta ahora, las llamadas psicoterapias existenciales o psicoterapias humanistas son las que han dado los primeros pasos en la superación de estos reduccionismos y en mostrar cómo es desde lo positivo de la persona, tomado integralmente, desde donde cabe un tratamiento integral que lleve a la persona a crecer responsabilizándose de su vida. Muchas de estas nuevas terapias, de modo explícito o implícito, se situaron en una nueva perspectiva antropológica: la visión del hombre aportada por la filosofía existencialista. Las extraordinarias aportaciones de Frankl, Boss, Rogers o Binswanger tienen explícitamente a la vista las aportaciones de Heidegger o Sartre. Con ellos, queda suficientemente probado el valor heurístico y catalizador del contar, por parte del terapeuta, con una antropología que sustente su tarea como marco de referencia y como orientador de caminos terapéuticos. Pero también creemos que el recorrido de las terapias existenciales ha sido, hasta ahora, parcial e insuficiente por carecer de una sólida antropología filosófica como fundamento y de una axiología que actúe como horizonte. Así pues, parece que la tarea investigadora que han abierto Frankl, Boss o Binswanger está en sus albores.


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