En el cincuenta aniversario del 68
Rafael Alvira
La tendencia innata de simbolizar, propia del ser humano, se lleva a cabo de mil maneras, por la naturaleza misma del símbolo, que encierra siempre una gran riqueza de significado, imposible de desglosar analíticamente de modo exhaustivo. Eso sucede con el “68”, cuya descripción histórica sería inacabable si intentáramos relatar lo que en torno a ese año sucedió, pero que convertido en símbolo no resulta descriptivamente inabarcable –pues él es la unidad de aspectos significativos- aunque sí inagotable en la riqueza de su significado.
Por tanto, queda a la responsabilidad del que se ocupa del “68”, el intentar que su simbolización se ajuste lo mejor posible tanto a los hechos como a lo que ellos significan. Se puede usar aquí la famosa tesis hegeliana de la “astucia de la razón”, la cual realiza en la historia lo que los propios protagonistas desconocían o apenas sabían.
Se ha escrito mucho sobre el “68” y, como suele suceder, con interpretaciones diversas, aunque en este caso en general bastante cercanas. Los sucesos del 68, simplemente en cuanto tales, son mero objeto de descripción, pero los consideramos históricos en cuanto les ligamos un significado, y es en él en el que encerramos nuestra interpretación.
¿Qué nos dicen? De un lado, que las circunstancias hicieron posible que una filosofía configurase más a fondo una sociedad; de otro, que esa nueva configuración propició lo que vino después. Y estos son los aspectos que vamos a tratar a continuación.
En primer lugar: ¿Qué conexión significativa tiene el 68 con el pasado? A mi modo de ver, que fue un paso más en el despliegue histórico de las ideas de la Revolución de fines del XVIII. Algunos autores han negado el carácter revolucionario del 68, ya que –según ellos- toda Revolución es violenta y busca alcanzar el poder político, rasgos ambos que en pequeña medida se pueden aplicar a nuestro objeto de estudio. Se generó poca violencia –aunque la hubo, en los USA, en París, en Praga, etc.-, y no había esperanza seria de lograr un cambio de actores políticos a corto plazo –aunque en algunos lugares, como en Praga, la hubo, pero por poco tiempo-.
Sin embargo, desde el punto de vista de la “corriente de la historia”, de la astuta razón histórica, el 68 fue un claro avance en la línea del desarrollo histórico de lo iniciado políticamente en 1776 en USA y en 1789 en Francia. Más aún: la cercanía intelectual, moral y política de los movimientos “sesentayochistas” en USA y Francia mostraron que la tan repetida tesis de la diferencia entre la Revolución americana del 1776 y la francesa de 1789 no lo fue de fondo, sino sólo de forma de producirse, por la diferencia de ambas sociedades en aquel momento histórico.
Y el fondo es claro: la primacía revolucionaria de la libertad, entendida como total autonomía independiente, implica la igualdad social, dado que toda desigualdad amenaza el ejercicio de ese tipo de libertad. En efecto, un desigual superior es una amenaza para la libertad del inferior. Pero como la libertad completa de cada uno genera personalidades muy distintas y con diferente poder, el problema esencial y constitutivo de la democracia fue, lo era en el 68 y lo sigue siendo, cómo combinar libertad e igualdad.
Esa combinación resultaba además particularmente difícil en una época en que todavía la familia, las corporaciones, la Iglesia y una estructura económica fija y jerarquizada tenían un gran poder. Por ello, la filosofía democrática fue cristalizando sólo poco a poco, de manera desigual en los tiempos y en los países, en las esferas política, jurídica y económica, siempre bajo la tensión libertad-igualdad.
Donde, con todo, avanzó más rápido fue en la esfera cultural. El primer lugar donde el tradicionalismo comenzó a perder fuerza fue en este campo. Y ello se debió al entrelazamiento de factores adversos: la industria y el comercio comienzan a cambiar las condiciones económicas de vida; el Estado impone cada vez más la enseñanza “laicista”; y la Iglesia –aunque más tarde- pierde vigor. Las nuevas condiciones económicas dificultan la vida familiar; la enseñanza estatal difunde la crítica a las Instituciones clásicas, particularmente el matrimonio indisoluble, la autoridad y la religión; la propia Iglesia, a partir sobre todo de los años 30 del siglo XIX, empieza a sufrir la reivindicación interna de los “modernistas”.
En consecuencia, las columnas de la sociedad clásica –familia, centros de enseñanza religiosos, e Iglesia- van poco a poco desmoronándose, para dejar sitio de modo progresivo a una sociedad que pretende ser plenamente libre e igual. Pues bien, el 68 simboliza un nuevo paso –y muy profundo- en esa dirección. Y ello se realiza porque en los años en torno a él se dio una fuerte intensificación de los factores que, combinados, eran desde el principio la condición imprescindible para el desarrollo de las nuevas ideas.
El primero es la riqueza. Sin instrumentos para ejercerla, la libertad es mera palabra, a no ser que se trate de pura libertad “interior”, pero no hay interioridad sin amor verdadero, y éste es incompatible con la total independencia autónoma. La democracia nunca se ha propuesto este tipo de libertad. Pues bien, a lo largo de los años 60 el Occidente experimenta un crecimiento espectacular y muy rápido de la riqueza.
El segundo es la movilidad, física y psicológica. Por un lado, crece la capacidad de transporte rápido y a lugares lejanos, junto a un tipo de trabajo móvil y cambiante; por otro, aumenta enormemente la cantidad y variación de datos que llegan a todas las personas, tanto por la gran expansión del número de quienes estudian algo, como por la aparición de la Televisión y la multiplicación de medios de comunicación. Todo ello amplía el espacio físico y psíquico, lo que facilita la libertad.
El tercero, unido a los dos anteriores, es la progresiva rapidez del cambio –y, más aún- de la sensación psicológica de cambio, en todos los planos de la vida. Disminuye así la capacidad de “fijar” la propia vida y su modo externo, lo que aumenta el sentido de vivir en libertad.
El cuarto es la comercialización en gran escala de la píldora anticonceptiva. Ella acabó con el concepto clásico de “clase media” como “clase de la responsabilidad”. Sólo los muy ricos o los muy pobres tenían frecuentemente hijos extramatrimoniales. La clase media no los podía pagar ni justificar socialmente. Ella era así guardiana de la familia y de la moral pública. Todo eso se viene abajo con la píldora. Ahora bien, como escribe ya Aristóteles, la democracia es imposible sin clase media, lo que hace que el 68 tenga que empujar hacia una nueva visión de ella, que no podía ser otra que la anarquista: todos somos iguales porque todos somos ricos.
El quinto es la crisis del Concilio Vaticano II. No es ninguna casualidad el que éste terminara a las puertas de 1966, y está bien probado en concreto el papel de ambientes clericales en la preparación del 68. Sobre todo, el “postconcilio”, en el que se pretendió modernizar y por tanto democratizar, definitivamente la Iglesia, contribuyó de manera decisiva a debilitar las tres columnas de la sociedad clásica: familia, centros religiosos de enseñanza, e Iglesia.
Esta enorme debilitación fue utilizada sin tardanza por el marxismo, que abrió el famoso diálogo cristiano-marxista, con buenas consecuencias para el marxismo. Sin embargo, éste último no tuvo papel predominante en el 68, con la excepción latinoamericana.
En efecto, esta revolución fue la primera históricamente relevante hecha por “hijos de papá”, por “niños bonitos”. EN USA, en Europa e incluso en Checoslovaquia, país rico del bloque soviético. En España el ejemplo más divertido de ello fue la calle “Don Ramón de la Cruz”, rebautizada por los sesentayochistas en “Moncho Street”, lugar donde se vendía a los jóvenes revolucionarios ropa de aspecto pobre a precios muy superiores a la misma sin ese aspecto. Pero al joven libre y rico le interesa la libertad total, no la disciplina marxista. Si además de libres hemos de ser iguales, e incluso liberarnos de la cansada rutina de la vida burguesa –que impone además, subordinaciones, entre otras, de estilo-, lo que hemos de organizar son comunas, a ser posible campestres, en las que todos somos iguales, simpatizamos tiernamente, y hacemos lo que nos da la gana. Claro está que, escondidos tras unos árboles, se encuentran en la comuna los “jeeps” (hoy “monovolúmenes”) heredados de y pagados por papá, que sirven para ir a comprar alimentos y medicinas cuando hagan falta.
En Latinoamérica fue un poco diferente porque la riqueza era mucho menor, la sociedad más tradicional, y el postconcilio más marxista aún que en Europa o los USA.
El 68 fracasó a corto plazo, pero su triunfo a medio ha sido espectacular. La cultura en Occidente lo muestra: la familia matrimonial y la Iglesia han perdido fuerza social en gran medida. La enseñanza es “modernista” por doquier, incluso en muchos de los colegios de religiosos que aún subsisten. Las costumbres son totalmente permisivas. Y aunque la igualdad sigue siendo una asignatura pendiente de completar, se ha conseguido ya algo muy relevante para lograrla: expandir por todas partes un estilo de vivir, de vestir, de hablar, de actuar, igualado por abajo, es decir, sin estilo.