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El despertar de la señorita Prim

Natalia Sanmartín Fenollera

Natalia Sanmartín Fenollera

"—¿Y bien? ¿Por qué se decidió a aceptar este trabajo? —preguntó días después el hombre del sillón a la señorita Prim al tiempo que devoraba despreocupadamente una porción de piña. La bibliotecaria no contestó. Afanada como estaba en limpiar y etiquetar una edición en cinco tomos de la Historia eclesiástica del pueblo de los anglos de Beda el Venerable, hizo como si no hubiera oído la pregunta. Hacía un día luminoso y los rayos del sol resaltaban la gruesa capa de polvo que recubría los libros y los suaves tonos color miel de su cabello. —Vamos, Prudencia, me ha oído perfectamente. Dígame, ¿por qué una mujer con su preparación decidió aceptar un oscuro trabajo como éste? La señorita Prim levantó la cabeza consciente de que no iba a poder eludir el diálogo. No había vuelto a hablar con su jefe desde el incidente que ambos mantuvieran el día de su cumpleaños en la cocina, exceptuando lo imprescindible para llevar a cabo sus tareas de bibliotecaria. No quería hablar con él, no deseaba hacerlo, sentía en su interior el firme convencimiento de que no debía hacerlo. Por alguna razón se ponía absurdamente nerviosa y apenas era capaz de disimular su irritación cuando ambos coincidían en alguna habitación o se cruzaban en medio de un pasillo. La bibliotecaria le observó a hurtadillas mientras comía fruta tranquilamente bajo el sol de noviembre. Después bajó los ojos y se decidió a responder a su pregunta. —Creo que fue para huir del ruido. El hombre del sillón no pudo disimular una sonrisa. —Señorita Prim, desde que la conozco jamás me ha defraudado con una respuesta. Es maravilloso interrogarla, no hay ni rastro de conversación de ascensor en usted. Así que fue el ruido… ¿Se refiere al ruido de la ciudad? La bibliotecaria, todavía con la obra de san Beda entre las manos, le miró con compasión. —Me refiero al ruido de la mente, al fragor. Él la observó interesado. —¿Al fragor? —Eso es. —¿Podría ser tan amable y precisar algo más? —preguntó mientras le ofrecía una rodaja de piña.

La señorita Prim se desató el delantal, dejó el tomo y el plumero y aceptó el trozo de fruta. Entretanto, el hombre del sillón acercó dos viejas butacas a una de las ventanas de la biblioteca y solicitó cortésmente que se sentara. —Hábleme del fragor, señorita Prim. Nunca habría imaginado que una cabeza tan pulcra y delicada como la suya albergase una tormenta, créame. —¿Nunca ha sentido esa especie de ruido interior? Antes de contestar, él cortó con cuidado otro trozo de fruta, lo dividió en dos y le ofreció uno. —Lo he oído casi durante toda mi vida, si he de serle sincero. La bibliotecaria dejó de comer sorprendida. —¿De verdad? Pero usted no parece ese tipo de persona. ¿Cómo ha conseguido apagarlo? Cegado por la claridad del sol, el hombre del sillón cerró los ojos y apoyó los pies en una vieja maceta. —No lo he conseguido. —Entonces ¿sigue oyéndolo? —Yo no he dicho eso. He dicho sólo que yo no lo he conseguido. —Pero si no lo ha conseguido es que sigue oyéndolo —insistió la señorita Prim desconcertada. —Digamos que he dejado de oírlo en buena medida, pero que no es una hazaña que pueda atribuir a mi esfuerzo. Una mujer tan instruida como usted debería saber de qué clase de distinción estoy hablando. —Aprovecha usted todas las ocasiones que se le presentan para criticar mi formación, ¿no es cierto? — repuso ella con aspereza—. ¿Por qué lo hace? Él giró la cabeza y la contempló un momento antes de contestar. —¿No lo adivina? Es usted un perfecto producto del sistema educativo moderno, Prudencia, y para alguien en permanente guerra con ese sistema, como es mi caso, resulta una provocación irresistible. Además — añadió burlonamente—, le recuerdo que soy bastante mayor que usted. La señorita Prim cogió otro trozo de piña y miró maliciosamente el rostro del hombre que tenía a su lado. —Calculo que debe de tener, por lo menos, la edad de Beda el Venerable. —Pongamos que le llevo a usted unos cuantos años de ventaja. —Pongamos que me lleva cinco años y seis meses de ventaja, para ser exactos. El hombre del sillón abrió los ojos justo a tiempo de ver a la bibliotecaria levantarse atropelladamente de la silla y dirigirse de nuevo al interior de la habitación. Allí la siguió, con media piña en una mano y el cuchillo en la otra. —Hábleme del ruido, señorita Prim. —¿Por qué habría de hacerlo? — protestó ella acalorada. —Porque quiero conocerla. Lleva aquí casi dos meses y apenas sé nada de usted. La bibliotecaria le dio la espalda, se subió a una vieja escalera de madera y comenzó a colocar la Historia eclesiástica del pueblo de los anglos de Beda el Venerable en una de las estanterías. —No creo que pueda decirle mucho. —Puede al menos intentar decirme algo. —Pero si lo hago, ¿me dejará seguir trabajando en paz? —Tiene usted mi palabra. Tras exhalar un suspiro, la señorita Prim se dio la vuelta y se sentó con cuidado en el tercer peldaño de la escalera. —Le advierto que no sé cómo explicarlo del todo —comenzó—. Digamos que hay días, aunque afortunadamente son pocos, en que tengo la sensación de que el interior de mi cabeza se mueve como una centrifugadora. No soy una compañera muy agradable entonces, tampoco duermo demasiado bien. Siento como si hubiese un hueco en el centro de mi cabeza, un hueco donde debería haber algo, pero donde no hay nada, absolutamente nada, excepto un ruido ensordecedor. —Hizo una pausa, miró el rostro preocupado de su jefe y sonrió con una suave mueca—. No ponga esa cara, no es nada grave; le pasa a mucha gente, se doma con pastillas. Pero si usted dice haberlo sentido, debería saber lo que es. —¿Por qué cree que no desaparece? —No lo sé. —¿No lo sabe? La bibliotecaria se recogió el pelo cuidadosamente en la nuca antes de volver a hablar.

—A veces he pensado que tiene que ver con la pérdida. Al llegar a ese punto vaciló, pero la expresión seriamente interesada del rostro de él la decidió a continuar. —Veamos cómo se lo explico. En cierto sentido siempre me he considerado a mí misma una mujer moderna; una mujer libre, independiente, llena de títulos académicos. Usted lo sabe y ambos sabemos que me desprecia por ello. —El hombre del sillón esbozó un gesto de educada protesta que fue ignorado con displicencia—. Pero tengo que reconocer que, al mismo tiempo, cargo siempre con una pesada sensación de nostalgia sobre los hombros, con un deseo de parar el paso del tiempo, de recuperar cosas perdidas. Con la conciencia de que todo, absolutamente todo, es parte de un sendero que no tiene vuelta atrás. —¿Qué significa para usted todo? —Lo mismo que para usted, supongo. La vida entera, la belleza, el amor, la amistad, incluso la infancia; sobre todo la infancia. Antes, no hace demasiado tiempo, solía pensar que tenía una sensibilidad propia de otro siglo, estaba convencida de que había nacido en el momento equivocado y de que por eso me molestaba tanto la vulgaridad, la fealdad, la falta de delicadeza. Creía que esa nostalgia tenía que ver con el anhelo de una belleza que ya no existe, de una época que un buen día nos dijo adiós y desapareció. —¿Y ahora? —Ahora trabajo para alguien que efectivamente vive inmerso en otro siglo y he podido constatar que ése no es mi problema. El hombre del sillón soltó una carcajada alegre y contagiosa que hizo a la bibliotecaria ruborizarse de satisfacción. —Debería despedirla por eso. Sabía lo que hacía cuando le advertí que tendría que perdonarla en más de una ocasión. La señorita Prim se levantó sonriendo y comenzó a limpiar cuidadosamente una deteriorada edición del Monologio de Anselmo de Canterbury. —Ahora le toca a usted —dijo—. ¿Por qué lo escuchaba usted? Él tardó unos instantes en hablar. —Por lo mismo que todos, supongo. Es el sonido de una guerra. —Ésa es una metáfora muy pero que muy típica de usted —le interrumpió ella riéndose—. ¿Pero qué desencadenaba su guerra? Tiene que reconocer que siempre hay un motivo. A veces es un carácter indómito o una personalidad inestable. Puede ser la enfermedad, una debilidad moral, el miedo a la muerte, al paso del tiempo… ¿Cuál es su excusa? —Se equivoca, Prudencia, no son muchas cosas, sólo es una. En realidad lo que desencadena la guerra no es tanto algo como la ausencia de algo, es la falta de una pieza. Y cuando falta una pieza (en un puzle, por ejemplo), cuando falta la pieza maestra, nada funciona. ¿Le gustan los puzles? —Me ocurre con ellos lo que a la mayoría de la gente con todo lo que se les resiste; no disfruto de lo que no consigo dominar. —La gente que ama los puzles — continuó él— puede pasarse noches enteras tratando de hacer encajar una sola pieza. Mi hermana lo hacía, podía despertarse uno de madrugada y encontrarla ensimismada sobre un puzle. Naturalmente, no me refiero a un pequeño entretenimiento infantil, hablo de esos cuadros grandiosos que incluyen miles y miles de pequeñas piezas. ¿Sabe lo que quiero decir? —Claro que sí. —Pues bien, lo que trato de explicar es que hay personas, Prudencia, que un buen día se hacen conscientes de que les falta la pieza principal de un puzle que no pueden completar. Sólo sienten que algo no funciona o que nada en absoluto funciona, hasta que descubren, o mejor, hasta que se les permite descubrir, la pieza que falta. —Eso suena a esoterismo o a gnosticismo —murmuró la bibliotecaria. —En absoluto, no se trata de un conocimiento oscuro, no es una sabiduría para iniciados. Es más bien la clase de descubrimiento que Edgar Allan Poe describe en La carta robada. ¿Lo ha leído? Sí, por supuesto que lo ha leído. Pues bien, como en el cuento de Poe, la pieza que falta o la carta robada está ahí, en la misma habitación que uno, ante los ojos de uno, pero uno no puede verla, no es consciente de su presencia. Hasta que un buen día… La señorita Prim se movió, incómoda, en el peldaño de la escalera.

—Tengo que continuar con el Monologio —dijo recuperando su sereno y distante tono profesional. El hombre del sillón la miró con curiosidad. —Como siempre, la señorita Prim huye a su caparazón cuando siente la amenaza de lo sobrenatural. ¿Por qué le preocupa tanto hablar de cosas en las que no cree? No resulta muy razonable. Ocupada ya en limpiar un nuevo tomo, la bibliotecaria guardó silencio. ¿Qué podía decir? No le preocupaba en absoluto discutir sobre cosas en las que no creía; no tenía ninguna duda de que algo que no existía no podía tener efecto alguno sobre ella; no era a lo sobrenatural a lo que temía. Era a la influencia que la conversación y la convicción del hombre del sillón pudiesen ejercer sobre ella. ¿Cómo explicarle que lo que temía era acabar creyendo en algo que no existía solamente porque él sí creía? —Tranquilícese, Prudencia. Ningún hombre puede convertirse a sí mismo o a otro con la propia voluntad como única herramienta, no se inquiete por ello. Somos causas segundas, ¿recuerda? Por mucho que nos empeñemos, la iniciativa no es nuestra. —No soy tomista —respondió la bibliotecaria con sequedad, contrariada por la sensación de haber dejado traslucir sus temores. Sorprendido, él la miró como un padre mira a una niña que se enorgullece de no saber leer. —Ése, señorita Prim, es su gran problema.

4

—Desde luego que lo es. Por supuesto que en ese sentido el pobre Balzac no tenía razón alguna, no sabía nada del asunto —dijo la florista mientras llenaba de nuevo la tetera. —¿Balzac? —preguntó la señorita Prim algo confusa.

—Es curioso que quienes vomitan palabras más ácidas contra el matrimonio son precisamente quienes saben menos de él. Toda su vida persiguiéndolo, suspirando por él… ¿y para qué? Para conseguirlo al final, cuando ya estaba enfermo y sin esperanza. Una mujer espantosa, la condesa Hanska, siempre me ha parecido de lo peor de nuestro sexo. Así que, dígame, ¿cómo podía saber él nada sobre el matrimonio? —Pero ¿qué decía Balzac sobre el matrimonio? —insistió la bibliotecaria. —Decía que el matrimonio debe luchar siempre contra un oscuro monstruo —señaló Emma con un guiño.

—Se refería a la rutina —apuntó su amiga. —¿Y no es cierto? —En absoluto. No sólo no es cierto, sino que es el mayor engaño del mundo, Prudencia. La causa de mucho sufrimiento, créame. Emma Giovanacci carraspeó ligeramente y, acercando su silla a la mesita de té, se dispuso de nuevo a hablar: —¿Ha visto usted alguna vez las flores que crecen en la estepa rusa? La señorita Prim contestó que, lamentablemente, jamás había visitado la estepa rusa. —Pues debería usted hacerlo.

La estepa calmuca, cerca de Stalingrado, es un lugar triste, árido y monótono. Si viaja usted allí en invierno resulta desolador para el alma. Pero pruebe a llegar allí en primavera y verá lo que encuentra. La bibliotecaria levantó las cejas en espera de una respuesta. —Tulipanes —susurró Emma Giovanacci. —¿Tulipanes? —Tulipanes. Frescos y delicados tulipanes silvestres. Tulipanes que nacen cada año y cubren la estepa sin que nadie los plante. Pues de eso exactamente se trata, Prudencia. La rutina es como la estepa; no es ningún monstruo, es un alimento. Si logra usted hacer que algo crezca allí, puede estar segura de que ese algo será fuerte y verdadero. Son las pequeñas cosas de cada día de las que hablábamos antes. Pero el pobre Balzac, con todo su sentimentalismo romántico y sombrío, no podía saberlo, ¿verdad? —Las pequeñas cosas… —repitió la señorita Prim—. Y bien, imaginemos que sigo sus consejos. ¿Pueden ayudarme ustedes en la investigación? ¿O es que debo hacerlo todo sola?

El hombre del sillón se frotó las manos y contempló en silencio el ritual con el que la señorita Prim servía la merienda. La casa estaba inusitadamente silenciosa, puesto que los niños se hallaban en el invernadero, observando cómo el jardinero hacía esquejes y cuidaba con mimo de los brotes que crecían en pequeños tiestos a la espera de poder ser trasplantados al jardín el año siguiente. —Es fascinante la variedad de libros que hay acumulados en esta habitación —comentó la bibliotecaria —. He estado haciendo el ejercicio de intentar adivinar cuáles han pertenecido a hombres y cuáles a mujeres. El hombre del sillón sonrió mientras revolvía lentamente su té. —No me parece un ejercicio muy difícil. Yo creo que es bastante sencillo identificar la literatura dirigida a las mujeres: no hay más que fijarse en el sexo del autor. Es curioso que los hombres escriban mayoritariamente para ambos sexos, mientras que las autoras dirigen sus libros a las mujeres. Salvo honrosas excepciones, por supuesto. La señorita Prim respiró hondo, se sirvió un emparedado de foie de oca y después levantó la mirada hacia el rostro de su interlocutor. —Yo no creo que las escritoras hayan dirigido siempre sus libros a las mujeres —replicó—. Es un fenómeno sociológico bastante moderno. Hace menos de un siglo, los hombres leían a las escritoras con la misma naturalidad con la que leían a los autores. —Aunque con menos placer — respondió riéndose el hombre del sillón. La bibliotecaria dejó su emparedado sobre el plato. —Dígame —dijo con tono glacial —, ¿de qué se ríe? Él la contempló con tranquilo regocijo. —De usted, naturalmente, ¿acaso no es lo que hago siempre? —¿Y qué es lo que resulta gracioso en mí en este momento, si se me permite preguntarlo? —El hecho de que siempre tiene usted una respuesta psicosociológica para todo. Debería aprender a mirar el mundo tal cual es, Prudencia, no como a usted le gustaría que fuera. No hay que ser muy perspicaz para darse cuenta de que cualquier chico disfruta enormemente leyendo La isla del tesoro, mientras que experimentaría mareos ante la sola idea de leer… —¿Por ejemplo, Mujercitas? Él sacudió la cabeza sonriendo. —Por ejemplo, Mujercitas. —Por cierto —la señorita Prim levantó la nariz con suficiencia—, ¿lo ha leído finalmente? ¿O es que ha experimentado algún mareo que le ha impedido acometer la tarea? El hombre del sillón alejó los pies de la chimenea, se enderezó en la butaca y la acercó a la mesa, inclinándose hacia delante como si se dispusiese a comenzar una partida de ajedrez. La bibliotecaria, por el contrario, se apoyó suavemente en el respaldo de su asiento y cruzó los brazos sobre el pecho a la espera de una explicación. —Lo he leído. La señorita Prim abrió los ojos sorprendida, pero inmediatamente se repuso y volvió a adoptar una actitud desafiante.

—¿Y bien? —He de reconocer que tiene cierto encanto. —Vaya. —Y en ese sentido no tengo inconveniente en que lo lean las niñas, pero debo decir que tampoco tengo interés alguno en ello. —¿Qué quiere decir con eso? —Quiero decir que es una novela menor, dulzona y sentimental. La bibliotecaria separó su espalda del respaldo del asiento y su rostro se ensombreció. —Lo cual es el mayor pecado en que puede incurrir el ser humano, ¿verdad? —exclamó con tono cortante—. ¿Ser cierto? Las personas heladas e inteligentes no tienen sentimientos. Eso es cosa del vulgo y, si acaso, de las mujeres de baja formación. El hombre del sillón estiró las piernas y se recostó de nuevo en su butaca. —Yo no diría que es cosa del vulgo —dijo lentamente—. Se sorprendería del buen gusto literario que ha mostrado el hombre común en algunas épocas de la historia. —Épocas que se han ido para no volver jamás, por supuesto. —No sé si jamás es la palabra adecuada, aunque lo sospecho. Pero ahora que lo menciona, debo decir que lo de las mujeres de baja formación y el sentimentalismo es una ecuación cierta. Claro que el mal en nuestros días alcanza también a las de formación elevada. —Como es mi caso, claro está. —Como es su caso, efectivamente. La señorita Prim apretó la mandíbula hasta que pudo sentir rechinar la articulación bajo la piel de su rostro. No deseaba perder el control, lo peor que podía hacer ante alguien que la acusaba de sentimentalismo era perder el control. Tenía la obligación de demostrar a aquel hombre que los sentimientos no eran un obstáculo para razonar debidamente y, con ese objetivo, luchó consigo misma durante unos segundos que le parecieron eternos. —Dígame —preguntó con forzada suavidad—, ¿cómo puede ser usted tan frío? Él levantó la cabeza y la miró sorprendido. —¿Frío? ¿Yo? ¿Cree usted que soy frío? —Odia el sentimentalismo, acaba de decirlo. —Es cierto, detesto el sentimentalismo, pero eso no me convierte en una persona fría. Una cosa es el sentimentalismo y otra el sentimiento, Prudencia. El sentimentalismo es una patología de la razón o, si lo prefiere usted, una patología de los sentimientos, que crecen, se exceden, ocupan un lugar que no les corresponde, se vuelven locos, oscurecen el juicio. No ser sentimental no significa carecer de sentimientos, sino únicamente saber encauzarlos. El ideal (seguro que en esto estaremos de acuerdo) es poseer una cabeza templada y un corazón sensible. La bibliotecaria permaneció en silencio durante unos instantes, los justos para suavizar la tensión de su mandíbula. Como siempre que discutía con aquel hombre, le dolía la cabeza.

No entendía la lógica de la conversación. ¿Cómo habían llegado a aquel punto de la discusión? ¿En qué momento habían pasado de la literatura femenina a la patología de los sentimientos? —Dickens leía a Elizabeth Gaskell; su admirado Newman leía a Jane Austen, y Henry James, a Edith Wharton —dijo despacio. —Tres buenas escritoras. Tres mujeres inteligentes y poco sentimentales. —La cuestión no es si son buenas o malas escritoras o si son o no sentimentales. La cuestión es que hubo un tiempo en que los hombres, los grandes hombres, leían novelas escritas por mujeres. —Cierto —dijo el hombre del sillón alejando un poco más su asiento de la chimenea—, pero en mi opinión hay que atribuirlo a dos buenas razones. Una, a que el hecho de que una mujer publicase tenía todavía el encanto de la audacia; y otra, a que las mujeres aportaban un punto de vista razonable, pero diferente sobre el mundo. Hoy en día la literatura femenina ha perdido esa capacidad de instarnos a desplazar el punto de mira, de hacernos girar la mirada. Cuando leo una novela femenina tengo la impresión de que la escritora no hace otra cosa que mirarse a sí misma.

La señorita Prim contempló fijamente a su jefe. Le indignaba la escandalosa naturalidad con que sostenía todo tipo de juicios incorrectos. La mayoría de la gente se avergonzaba de pensar, ya no de decir, cosas como aquélla. Él las decía con tranquilidad, casi hasta con alegría. —Tal vez las mujeres se miren a sí mismas porque han pasado demasiado tiempo mirando a otros —murmuró entre dientes. —Vamos, Prudencia, eso es demasiado simple para usted. —Se equivoca —replicó ella levantándose con brusquedad y dirigiéndose a la estantería en la que había estado trabajando—. Nada es demasiado simple para mí. Soy una mujer dominada por los sentimientos, ¿recuerda? El hombre del sillón se puso en pie, recogió su gorro, su abrigo y su bufanda y se dirigió hacia la puerta de la biblioteca. —Yo diría que es usted una mujer que se mira en exceso a sí misma. —¿De verdad? —La bibliotecaria, sin darse la vuelta, se oyó a sí misma responder con voz temblorosa—. ¿Y qué me dice de usted? ¿Se mira a sí mismo también? Él giró la cabeza y esbozó una media sonrisa desde la puerta.

—Yo tengo que confesar que encuentro mucho más interesante mirarla.

La señorita Prim se ocupó cuidadosamente de cerrar la lista de personas a las que debía visitar antes de irse. Sabía que la noticia de su marcha se extendería rápidamente por el pueblo y no quería que sus amigos se enterasen por medio de alguien que no fuese ella. Mientras caminaba por las calles de San Ireneo rumbo a la casa de Horacio Delàs, recordó el día de su llegada.

Había cruzado aquellas calles apresuradamente, lamentándose por no encontrar un solo taxi, sin apenas reparar en las solemnes líneas de las recias casas de piedra ni en el encanto de sus alegres y cuidados negocios. Qué poco consciente había sido entonces — precisamente ella, que adoraba la belleza— del batiente corazón que se ocultaba tras sus muros. Había pasado una semana desde que descubriera su error sobre los sentimientos de su jefe y el dolor que ese hecho suscitó en ella había sido sustituido por una serena y callada tristeza. No se trataba únicamente de desamor —la señorita Prim se rebelaba internamente contra la idea de estar padeciendo los efectos de esa enfermedad del alma—, sino de la perspectiva de tener que abandonar aquel entrañable lugar, a aquellas pintorescas personas, aquel modo de vivir. No deseaba marcharse, se confesó a sí misma mientras caminaba por el pueblo, no deseaba de ningún modo hacerlo. ¿Pero acaso podía hacer otra cosa?

—Todavía recuerdo cuando llegó usted aquí, tan joven e inexperta y sin saber nada de este lugar. Tras ofrecer asiento a su invitada,

Horacio Delàs se instaló en el viejo sillón desde el que solía observar el mundo, una observación intelectual, amable y reposada, y miró con curiosidad a la bibliotecaria. La señorita Prim se aclaró la voz antes de responder. —Sólo han pasado seis meses, Horacio. Confío en seguir siendo prácticamente igual de joven. Su amigo sonrió mientras le ofrecía una copa de vino y un pedazo de queso que cortó con un enorme cuchillo. —Pero ahora sabe mucho más de nosotros. La bibliotecaria asintió mientras se llevaba la copa a los labios.

—Y aun así nos deja —continuó él —. ¿Realmente fue tan dura esa conversación? ¿Tan imposible resulta para usted pasar página y seguir con nosotros? La señorita Prim le miró con tristeza. Se había hecho esa misma pregunta todos los días desde la noche de su conversación con el hombre del sillón. ¿No podía seguir como estaba? ¿No podía ignorar aquello, fingir que nunca había sucedido, continuar con su trabajo tal y como había hecho hasta ese momento? —No puedo —dijo. —¿Tan enamorada está de él? La bibliotecaria se levantó para enderezar uno de los cuadros que cubrían las paredes del salón de su amigo. —No lo sé —dijo mientras volvía a sentarse—. Quiero decir que seguramente no es amor, quizá es sólo un enamoramiento fugaz. Pero en el fondo no es eso, no es sólo eso, al menos. —¿Y bien? —preguntó él—. ¿Qué más es? —Me temo que no sabría explicarlo. No es fácil saber a veces lo que uno siente, Horacio. Hay corrientes que se cruzan, corrientes subterráneas, fuerzas contradictorias que se mezclan y se confunden. —Madejas —murmuró su amigo.

—¿Madejas? —Sí, madejas. Como las que cuando éramos niños ayudábamos a desenredar a nuestras madres o a nuestras abuelas. Por supuesto que no es fácil saber lo que uno siente, Prudencia, más aún cuando esos sentimientos son intensos, cuando no contradictorios. La naturaleza humana no es sencilla. La bibliotecaria aceptó otro trozo de queso. —En cierto modo —confesó—, creo que estoy molesta con él. —Me parece muy natural — respondió su amigo—. El orgullo es uno de los grandes nudos de la madeja. —Yo no soy orgullosa —protestó ella, incómoda ante la idea de ser considerada una madeja. —Naturalmente que no, amiga mía, por supuesto que no. ¿Y qué me dice del amor propio? La bibliotecaria meditó cuidadosamente la pregunta. —Es posible —reconoció. Horacio Delàs sonrió para sus adentros y se aplicó a la tarea de quitar la corteza al queso. —Llamémosle amor propio entonces. Se ha sentido usted rechazada y eso, como es natural, resulta doloroso. Aunque si no me equivoco, no ha llegado usted a ser rechazada, ¿no es cierto?

—Cierto —contestó ella, momentáneamente animada. —Pero aun así está segura de que él no alberga sentimiento alguno por usted, ¿verdad? La bibliotecaria reflexionó antes de responder. Fuera, al otro lado de las ventanas, un cielo bajo y gris envolvía el pueblo. —No creo que pueda asegurar eso —suspiró—. Lo que puedo decir es que creo que aunque esos sentimientos existiesen, él nunca permitiría que pudiesen transformarse en algo más profundo. He descubierto que hay una razón mucho más poderosa de lo que yo podía imaginar para ello. Una razón tan determinante que no se puede decir que tenga que ver con él, sino que prácticamente forma parte de él. ¿Sabe lo que quiero decir? Quizá se sienta atraído por mí, Horacio, o quizá no. Pero incluso si así fuera, él no dejaría que eso fuese más allá, y probablemente tendría razón al hacerlo así, porque quizá no funcionaría. —Razón y voluntad —murmuró su amigo—. Usted no puede comprenderlo, ¿verdad? Usted es toda sentimiento. La señorita Prim cambió de postura en su sillón. No quería volver a hablar de razón y sentimientos, no deseaba ser acusada de nuevo de sentimentalismo, no pensaba de ningún modo iniciar otra larga y tediosa discusión sobre aquella cuestión. Como si hubiese advertido lo que su invitada meditaba, Horacio Delàs preguntó: —¿Se ha planteado alguna vez qué habría ocurrido si las cosas hubiesen salido como esperaba? ¿Si finalmente él se hubiese enamorado de usted? La bibliotecaria confesó que no se había detenido en aquella idea. —Seguramente habría usted iniciado una relación que hubiese desembocado en el matrimonio mucho antes de lo que piensa. La señorita Prim entrecerró los párpados decidida a imaginarse la escena.

—¿Y qué? —preguntó aparentemente satisfecha con lo que había vislumbrado. —¿Y qué? Mi querida Prudencia, casarse con un hombre como él supone casarse radicalmente. —¿Qué quiere decir con eso de casarse radicalmente? —Quiero decir casarse realmente, casarse hasta la muerte. Nada de divorcio, amiga mía, eso quiero decir. La bibliotecaria bebió distraída otro sorbo de vino. La idea de ser amada por alguien hasta la muerte le había parecido siempre algo conmovedor, pero al mismo tiempo la inquietaba profundamente y, en honor a la verdad, le producía hasta un cierto mareo. —Bien —dijo con cautela—, nada de divorcio para él. Pero nada impide, si las cosas no salen bien, que yo pueda divorciarme, ¿no es así? —Cierto —dijo su amigo—, nada lo impide. Pero usted es una persona honesta. ¿Consideraría correcto aceptar un compromiso como ése sabiendo que su nivel de entrega no es semejante ni por asomo al de él? ¿Se sentiría usted bien conociendo esa diferencia? ¿Podría mirarle con limpieza a los ojos sabiendo que si hay un naufragio usted abandonará el barco en un bote salvavidas y él no se permitirá a sí mismo moverse de cubierta?

La señorita Prim, que nunca se había planteado aquella idea, tuvo que confesar que no se sentiría bien. —Pero hay algo más, Prudencia. ¿Podría usted seguir su vida con la conciencia de que, pese a su divorcio, hay alguien que se considerará toda su vida y hasta el último segundo de su existencia casado con usted? Atraída y asustada al mismo tiempo por la terrible belleza de aquella imagen, la bibliotecaria aceptó también que había que valorar ese punto de vista. —En cualquier caso —añadió con nostalgia—, ni siquiera hubiera podido divorciarme. Le conozco lo suficiente como para saber que se habría negado a casarse bajo la ley civil, así que realmente ni siquiera hubiera tenido esa opción. Podría abandonarle, claro, ¿pero habría cambiado eso las cosas? Me hubiera sentido siempre ligada a él, porque sabría que él se habría considerado siempre unido a mí. Horacio Delàs sonrió mientras sacaba del bolsillo superior de su chaqueta un habano. —¿Le molesta que fume, querida? En uso de su férrea educación, la señorita Prim aseguró que no le molestaba en absoluto. —Pero nunca he entendido qué placer puede haber en fumar un puro — dijo sonriendo—. Tiene un aroma demasiado intenso. ¿Por qué no fuma usted en pipa? Es extremadamente elegante y huele mucho mejor. Su anfitrión encendió el habano, aspiró una bocanada y miró a su invitada a través del humo. —Porque la pipa exige compromiso, Prudencia, la pipa exige constancia, fidelidad y compromiso. En cierto modo, y para que lo entienda, el habano es al romance lo que la pipa al matrimonio. La bibliotecaria se echó a reír mientras miraba a su amigo con afecto. —¿Y ahora qué? —dijo éste de pronto—. ¿Adónde irá? —A Italia, ya se lo he dicho.

—¿Pero continúa con esa idea? Yo pensaba que había sido una respuesta irreflexiva. ¿No creerá usted eso de que es necesario vivir en Italia para completar la formación? Algo descompuesta por el intenso olor del habano, pero absolutamente decidida a no dejarlo traslucir, la señorita Prim pareció por un momento perderse en sus pensamientos. —No, no lo creo —dijo al fin—. No voy en busca de formación, Horacio. Lo que busco es realización, busco perfección y belleza. —Entiendo. ¿Y cree usted que la hallará en Italia? La bibliotecaria se levantó del sillón y se acercó a una de las ventanas. El jardín estaba cubierto de un intenso manto blanco, del que sólo las ramas de los viejos árboles destacaban como oscuros y duros trazos pintados a carboncillo. —No lo sé —suspiró—. No crea que no soy consciente de que quizá no exista lo que busco, de que tal vez no lo encuentre nunca. Pero, dicho esto, ¿acaso hay un lugar en el mundo más lleno de belleza que Italia? Súbitamente consciente de la creciente palidez de su invitada, Horacio Delàs apagó su habano y la miró con indisimulado cariño.          —Quiero que sepa que he llegado a apreciarla extraordinariamente, querida, y que la echaré de menos de todo corazón. Conmovida, la señorita Prim se acercó a su amigo, se sentó en el brazo de su sillón y tomó una de sus manos entre las suyas. —No habría podido adaptarme a este lugar de no haber sido por usted. No habría podido entender lo poco que he logrado entender sin su ayuda, su caballerosidad y su compañía. Le estoy mucho más agradecida de lo que puedo expresar, Horacio. —Tonterías —respondió él tratando de ocultar su emoción con un enérgico apretón de manos. Y tras un largo silencio, añadió en voz baja—: ¿Volverá alguna vez? Ella calló también antes de responder. —Ojalá lo supiera, Horacio. Ojalá pudiera


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