Saber mirar
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Comentario sobre Dante Alighieri

Santiago Arellano

3.- “EL CIELO PROMETIDO” SÍ MUEVE MI AMOR... EL PARAISO DE LA DIVINA COMEDIA.

La mirada del hombre que alardea de moderno con satisfacción y hasta con vanidad centra sus inquisiciones a ras del suelo. Pocas cosas más detienen su atención si no es para rechazarlas. Ha atrofiado su capacidad de levantar la cabeza y mirar al cielo, el atributo por el que los griegos denominaron a los hombres “ánthropos”. Los creyentes sabemos que el cielo no es simplemente un arriba distinguido, sino la morada de Dios -Dios mismo-, el objetivo final de nuestra existencia, la causa por la que el mismo Verbo de Dios, se hizo hombre, murió en una cruz, resucitó de entre los muertos, instituyó la Iglesia y le encargó predicar la Buena Nueva de la salvación, para que los que tenemos la condición de esclavos nos hiciéramos, por gracia, hijos de Dios y herederos del cielo.

Hoy no es habitual escuchar en las iglesias predicar con rotundidad de la vida eterna a la que estamos destinados ni del cielo. La fe se debilita sin el poder vivificante de la esperanza y la caridad oscurece el esplendor divino que debe impregnar cualquier acto, por mínimo que sea, de fraternidad. Dios quiso que “el cielo prometido” a nuestra real naturaleza humana fuera un incentivo para movernos hacia el verdadero amor, como el infierno “tan temido” es y ha sido un revulsivo que sí nos mueve para dejar de ofenderle.

Más claro que nosotros lo tenían los medievales. En este valle de lágrimas, la realidad sobrenatural impregnaba la vida cotidiana. Pensar, alabar y proclamar la soberanía de Dios era el acicate para atender los afanes y cuidados del mundo terrenal y no una evasión. Cumplir con las obligaciones del estado o menester personal abría las puertas del cielo. Bien que, como sabedores de nuestra fragilidad, confiaban además alcanzar por las misericordias del Señor, la protección de los santos y el amparo maternal de la Virgen María: “Mas cumple tener buen tino para andar esta jornada sin errar” (Jorge Manrique).

Aquellos esplendorosos siglos XII, XIII y unos pocos años del fatídico XIV nos legaron los fundamentos irrenunciables de una sociedad cristiana. Miedo da hablar usando la terminología de las clasificaciones didáctico-pedagógicas de la Historia o de las Artes. Todo lo encuadrado en el ayer te lo presentan como antiguo, pasado, caduco y sin vigencia. Qué error. Cuánta sensibilidad animista, supersticiosa, fetichista, confiada en horóscopos, astros, fases de la luna, adivinos e intérpretes de azares, característicos de pueblos y religiones primitivas, se mueven hoy como pez en el agua en los más altos estados y en los más distinguidos ambientes. La prehistoria es un estadio anímico. No es extraño pues, que un creyente de hoy se ilumine con las enseñanzas de Santo Tomás, sienta la misma unción espiritual en una celebración litúrgica dentro del muro de la iglesia de un monasterio románico o de las naves de una catedral gótica, o se identifique con la esplendorosa visión que del Paraíso nos presenta Dante en su inmortal Divina Comedia, o con la pavorosa y, en verdad, “dantesca” del infierno o la esperanzada del Purgatorio. Tanto la verdad como el error en cuanto tales no se atan a un tiempo concreto. Son intemporales. Con razón se ha dicho que la Divina Comedia es la epopeya por excelencia de la Cristiandad.

No presenta Dante el Paraíso desde una actitud piadosa o sentimental. Seguir su lectura exige estar al tanto del saber de su tiempo. Personajes de la historia presente o de la antigüedad, civil o religiosa, encarnarán vicios o virtudes merecedores de premios o vituperios, el enconado mundo de güelfos y gibelinos, la mitología clásica, la sugestiva técnica de la alegoría medieval como recurso permanente, la dulce armonía de endecasílabos y tercetos delimitándose simbólicamente en la estructura férrea de tres partes, cada una de treinta y tres cantos y un número semejante de versos, con la precisión de un engranaje de relojería. Ningún asunto, por diverso que nos parezca, se desvía de la intencionalidad unitaria del poema. Complejidad pero unidad. Plura ut unum. Resulta muy difícil adentrarse en ella sin una buena edición crítica.

Desde el principio percibimos que no existe una separación entre el cielo la tierra. Más aún, desde la mirada de lo eterno desvelan su verdadera grandeza o miseria los comportamientos de los hombres. Inmersos en el Paraíso, en medio del resplandor y gloria de las almas santas oiremos por ejemplo a San Pedro quejarse amargamente contra el Papa Bonifacio VIII en el canto XXVII verso 40-44: “No fue alimentada la esposa de Cristo con mi sangre, la de Lino ni la de Cleto, para ser usada en comprar oro sino para adquirir esta vida feliz”. Y añade unos versos después: “En ropas de pastor lobos rapaces se ven desde aquí arriba por todos los prados”.

Santo Tomás de Aquino en el canto XI se queja de los dominicos disolutos y lo mismo hace en el XII San Buenaventura de los franciscanos apartados del espíritu inicial. En el canto XVIII las almas que fueron justas y piadosas en la tierra convertidas en un águila de luz proclaman: “Amad la justicia los que juzgáis la tierra” Mientras Dante pide un castigo para el Papa preocupado por acumular riquezas. Esta misma águila en el canto XIX, al dar respuesta a la inquietud de Dante sobre la salvación de los que no han conocido a Cristo dirá: “Mas sabed que muchos gritan "¡Cristo, Cristo!" y estarán en el juicio menos cerca de aquel, que otros que a Cristo no conocen”; y añade “¿A vuestros reyes qué dirán los persas al contemplar abierto el libro donde se hallan escritos todos sus pecados?”. Y enumera los vicios de distintos reyes cristianos. De forma no menos contundente lo hace San Benito con sus monjes en los últimos versos del canto XXII:

“Los muros que eran antes abadías, se han convertido en cuevas, y las cogullas en talegos llenos de mala harina. La usura tanto no se alza contra el gozo de Dios, cuanto aquel fruto convierte en loco el pecho de los monjes… Sin el oro y la plata empezó Pedro, y yo con ayunos y oraciones, y Francisco con humildad”.

Conocido es que Beatriz, la joven de la que Dante estuvo profundamente enamorado desde edades muy tempranas, va a ser la guía que le conduzca hasta alcanzar la cumbre donde habita la Luz indescriptible de Dios. El admirado poeta Virgilio podía ser buen compañero para descender por el Infierno o deambular por el Purgatorio. La ruta de ascenso sideral del Paraíso sólo podía ser acompañada por el sublime saber de la teología. La filosofía, como sierva necesaria, aporta momentos admirables. Nada más entrar en el cielo, en el Canto I, cuando los ojos de Dante han recibido la gracia de poder ver entre el fulgor incandescente del cielo los espíritus que lo habitan, escuchará como en síntesis del universo y de toda la creación la ley que rige todo:

«Existe un orden entre todas las cosas, y esto es causa de que el universo sea semejante a Dios. Aquí las nobles almas ven la huella del eterno saber, y éste es la meta a la cual esa norma se dispone. Al orden que te he dicho tiende toda naturaleza, de diversos modos, de su principio más o menos cerca; y a puertos diferentes se dirigen por el gran mar del ser”.

En el canto VIII, en los últimos versos y desde el ejercicio de la razón práctica, expone una enseñanza muy útil para quienes tienen que ayudar a discernir vocaciones: la conveniencia de que la providencia haga que la naturaleza engendrada no siga un camino semejante a la que le engendró. Es bueno que uno nazca para Solón, otro para Jerjes, otro para Melquisedec, y otro para Dédalo. Sin embargo...

“Si el mundo de abajo se atuviera al fundamento que natura pone, siguiendo a éste habría gente buena. Mas vosotros hacéis un religioso de quien nació para ceñir espada, y hacéis rey del que gusta de sermones; y así pues vuestra ruta se extravía.”

Son algunas muestras de lo que técnicamente se denomina complejidad. No hay página en que no encontremos referencias de gran interés. En medio de la estructura narrativa de un camino, en este caso, ascendente, el peregrino y su guía nos van desvelando la felicidad, la beatitud en que viven las almas que habitan el cielo. Pudo el poeta haber elegido otra organización. Más adelante veremos por qué.

El poema configura el cielo aprovechando la distribución de los planetas entonces conocidos, según la cosmología de Tolomeo. Cada uno de ellos le servirá para situar una modalidad de cielo en la que agrupa a las criaturas que practicaron virtudes semejantes y se hicieron merecedoras de un mismo tipo de felicidad. En el cielo de la luna sitúa a quienes por evitar un mal mayor no guardaron sus votos; en el de Mercurio, los que vivieron entre honores; en el de Venus a los amantes; en el cielo del Sol a los sabios; en el de Marte, a los héroes y mártires; en el de Júpiter, a la justicia; en el de Saturno la contemplación; en el cielo de las estrellas fijas, los ángeles. Para finalmente llegar al empíreo, único cielo donde encontraremos presentes todos los cielos dispersos, los santos, los ángeles y alcanzaremos las glorias de María y nos postraremos ante la inmarcesible maravilla de la Trinidad. Ya en el canto IV se nos había advertido que no existe más que un solo cielo, el empíreo, pero que para que Dante, es decir todos nosotros, pudiéramos entender que en el mismo cielo existen diversos grados de felicidad prefirió Beatriz disponer esta diversidad de escenarios. Por eso hemos afirmado que su estructura se parece a lo que se denomina estructura de camino, la misma que sirvió a Cervantes para darnos a conocer las aventuras de Don Quijote.

Sin embargo al llegar a la cumbre del empíreo la creatividad y el genio alcanzan cotas increíbles. En el canto XXX contempla el cielo como un río de luz. Sin duda el caudal es la gracia, como las dos orillas henchidas de flores, representan los dos Testamentos, en una lectura alegórica. Canta:

Y vi una luz viniendo como un río
fúlgido de fulgor, entre dos riberas
salpicadas de admirable primavera.

De la corriente brotaban centellas vivas,
que de todas partes llovían en las flores,
como rubíes que el oro circunscribe;

luego, como embriagadas de olores
sumergíanse en el admirable torbellino,
y la una se metía y la otra se salía afuera.

Y a continuación el empíreo se transforma en una rosa gigantesca, la rosa sempiterna.

Luz hay allá arriba que hace visible
al creador a toda criatura
que de sólo verlo funda su paz.

Y se extiende en circular figura,
de tal tamaño que su circunferencia
sería del Sol demasiado amplia cintura;

de rayos consiste toda su apariencia
que se reflejan en la cumbre del primer móvil,
que obtiene de allí su vivir y su potencia.

Y como colina que en el agua sus laderas
espeja, como para verse bella,
cuando de verdura y flores rebosa

así, sobre la luz y flotando en torno,
vi espejarse en mil graderías las almas todas
que de nuestro mundo han hecho allí arriba su retorno.

Y si el ínfimo grado recoge
tan gran luz, ¡cuál será de esta rosa
la magnitud de sus extremas frondas!

En el canto XXXIII, sublime en todos los momentos, nos confiesa indirectamente el poeta la finalidad de su obra

¡Oh suma luz que tanto sobrepasas
los conceptos mortales, a mi mente
di otro poco, de cómo apareciste,

y haz que mi lengua sea tan potente,
que una chispa tan sólo de tu gloria
legar pueda a los hombres del futuro;

Conmovedor el canto que San Bernardo dedica a María. Oigamos sólo el comienzo:

«¡Oh Virgen Madre, oh Hija de tu hijo,
alta y humilde más que otra criatura,
término fijo de eterno decreto,

Tú eres quien hizo a la humana natura
tan noble, que su autor no desdeñara
convertirse a sí mismo en su creación.

Dentro del vientre tuyo ardió el amor,
cuyo calor en esta paz eterna
hizo que germinaran estas flores.

Aquí nos eres rostro meridiano
de caridad, y abajo, a los mortales,
de la esperanza eres fuente vivaz.

Mujer, eres tan grande y vales tanto,
que quien desea gracia y no te ruega
quiere su desear volar sin alas.

No podía acabar el poema sino confesando la imposibilidad de nuestra lengua para comunicar ni siquiera un poquito la maravilla de un Dios contemplado por unos ojos mortales aunque como a San Pablo se le haya concedido entrar en el séptimo cielo:

¡Oh luz eterna que sola en ti existes,
sola te entiendes, y por ti entendida
y entendiente, te amas y recreas!

El círculo que había aparecido
en ti como una luz que se refleja,
examinado un poco por mis ojos,

en su interior, de igual color pintada,
me pareció que estaba nuestra efigie:
y por ello mi vista en él ponía.
………….
pero mis alas no eran para ello:
si en mi mente no hubiera golpeado
un fulgor que sus ansias satisfizo.

Faltan fuerzas a la alta fantasía;
mas ya mi voluntad y mi deseo
giraban como ruedas que impulsaba
Aquel que mueve el sol y las estrellas.

No es fácil adentrarse por un poema en que todo el saber de su tiempo está presente. Aunque todo no pueda ser entendido, todo sí puede ser gustado con el gozo de saber que es tan sólo un atisbo del cielo real que el Señor nos ha preparado. Sé de amigos que estarán en el cielo del sol en conversación animada con Santo Tomás y unidos en la melopea y en la danza sagrada con que cantan la gloria de Dios.

Cualquiera que sea nuestro encuentro parcial, nos juntaremos en ese gran río luminoso o entre los pétalos de la prodigiosa Rosa de la inmortalidad. Dante para seguir en su camino por el cielo es examinado en la Fe por San Pedro, en la Esperanza por Santiago y en el amor por San Juan. La imagen de un cielo estático ha sido convertida en un mundo de Luz y de Belleza, donde las personas conservan su identidad, hablan entre sí, cantan con los coros de los ángeles y además saben que la resurrección de los cuerpos incrementará la luz y la belleza del Cielo que nos tiene el Señor prometido. Bendito sea nuestro Dios.

DE LA RESURRECCIÓN DE LA CARNE
PARAÍSO, CANTO XIV

“Decidle si la luz con que se adorna
vuestra sustancia, durará en vosotros
igual que ahora se halla, eternamente;

y si es así, decidle cómo, luego
de que seáis de nuevo hechos visibles,
podréis estar sin que la vista os dañe.»

Cual, por más grande júbilo empujados,
a veces los que danzan en la rueda
alzan la voz con gestos de alegría,

de igual manera, a aquel devoto ruego
las santas ruedas mostraron más gozo
en sus giros y notas admirables.

Quien se lamenta de que aquí se muera
para vivir arriba, es que no ha visto
el refrigerio de la eterna lluvia. (…)

Y escuché dentro de la luz más santa
del menor círculo una voz modesta,
quizá cual la del Ángel a María, (…)

“De nuestro ardor la claridad procede;
por la visión ardemos, y esa es tanta,
cuanta gracia a su mérito se otorga.

Cuando la carne gloriosa y santa
vuelva a vestirnos, estando completas
nuestras personas, aún serán más gratas;

pues se acrecentará lo que nos dona
de luz gratuitamente el bien supremo,
y es una luz que verlo nos permite;

por lo que la visión más se acrecienta,
crece el ardor que en ella se ha encendido,
y crece el rayo que procede de éste. (…)

así este resplandor que nos circunda
vencerá la apariencia de la carne
que aún está recubierta por la tierra;

y no podrá cegarnos luz tan grande:
porque ha de resistir nuestro organismo
a todo aquello que cause deleite.»

Tan acordes y prontos parecieron
diciendo «Amén» el uno y otro coro,
cual si sus cuerpos muertos añoraran:

y no sólo por ellos, por sus madres,
por sus padres y seres más queridos,
y que fuesen también eternas llamas.”

Beatriz, guía espiritual de Dante, al darse cuenta de la incapacidad de su enamorado para formular preguntas, plantea la cuestión. ¿Qué añadirá a la felicidad de las almas celestiales la recuperación de los cuerpos el día en que resuciten?

Meditar en el cielo, tener presente que el destino de nuestra vida mortal es entrar en la vida eterna, nos llena de sentido y de esperanza. No levantar los ojos a lo alto nos ata a los afanes de cada día y nos quita perspectiva. Nos oculta la razón profunda que otorga a cada instante, por vulgar y mísero que sea, un valor de eternidad.

Mirar al cielo no nos aleja del vivir de cada día ni de sus gozos, ni de sus miserias, ni de nuestras responsabilidades. No nos convertimos los creyentes en seres alienados, ni en extraterrestres. Al cielo se llega por el Amor de Dios que se manifiesta en el gozoso cumplimiento de todas nuestras obligaciones, (amar a Dios y al prójimo), es decir, haciendo bien todo lo que se nos ha encomendado.

Dante nos presenta la vida del cielo como destino final de nuestra vida. Eso que Jorge Manrique llamaba “camino para el otro que es morada sin pesar” a la vez que nos advertía “mas cumple tener buen tino, para andar esta jornada sin errar”.

Probablemente, de entre los artículos del credo, el que exige un grado máximo de la virtud de la fe no es creer en la vida eterna o en un mundo futuro, sino el asentir a la resurrección de la carne. La disolución de nuestra realidad material “en tierra, ceniza, polvo, sombra, en nada” no es una elucubración, sino una experiencia universal.

Sin embargo es una cuestión capital de nuestra fe que nuestra corporalidad abandonará la tierra y se unirá a nuestro espíritu para recuperar la integridad de nuestro ser. Cada uno de los seres humanos somos espíritus encarnados, seres fronterizos en una unidad asombrosa entre una materia corporal y un alma espiritual. En esto consiste la peculiaridad del ser humano, en clara diferencia con todos los seres de la tierra y del cielo. Somos personas. Si no resucitan los cuerpos, nuestra vida eterna resultaría incompleta. Seríamos otra entidad.

El prodigio del amor, muerte y resurrección de Cristo es, además de garantizarnos la vida eterna por el perdón misericordioso de nuestros errores y pecados, la restauración de nuestra frágil naturaleza corporal, para llevarla también a la visión de la maravilla de Dios, en cuerpo y alma, reintegrados en la unidad de nuestro ser.

Así lo entendía Dante en la Divina Comedia, síntesis de la visión cristiana de la vida y de la muerte, del cielo, del purgatorio y del infierno, con el lenguaje y la plasticidad de un genio universal, en el marco de su tiempo.

Para movernos a esperar el cielo, las almas gloriosas nos persuaden contra nuestros temores: “Quien se lamenta de que aquí se muera para vivir arriba, es que no ha visto el refrigerio de la eterna lluvia.” Y nos “describen” el “indescriptible” gozo y resplandor de los seres celestiales.

En este canto lo que a mí me conmueve es la respuesta contundente sobre la resurrección de la carne. En el cielo, los cuerpos harán visibles a las almas y no les restarán esplendor ni luz. Dos razones, alegadas por Dante en boca de los coros celestiales humanos, me llegan al alma:

1ª) “Cuando la carne gloriosa y santa vuelva a vestirnos, estando completas nuestras personas, aún serán más gratas”. “Estando completas nuestras personas”. Este es el meollo de nuestra cuestión.

2ª) “Cual si sus cuerpos muertos añoraran: y no sólo por ellos, por sus madres, por sus padres y seres más queridos, y que fuesen también eternas llamas.” Conmovedor. ¡Pues claro! Las almas gloriosas añoran sus cuerpos no sólo por ellos, sino por sus padres, madres y demás familia. Martín Descalzo añadiría “no retoquéis demasiado la figura corporal de mi madre para que la pueda encontrar fácilmente en el cielo”.


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