El auténtico desarrollo humano
A LA LUZ DE LA DOCTRINA SOCIAL CRISTIANA
Andrés Jiménez Abad
2. El economicismo materialista, un atentado contra la humanidad del hombre. Tentación de idolatría.
Son patentes las limitaciones propias de la visión economicista, del reduccionismo que supone hacer consistir el desarrollo en lo puramente económico (“desarrollismo”): la mera acumulación de bienes y servicios, incluso entre sectores mayoritarios, no basta para proporcionar la felicidad al ser humano. Tampoco la disponibilidad de beneficios reales aportados por la ciencia, la técnica o la informática, por ejemplo, supone la liberación de toda forma de esclavitud.
“He aquí un nuevo límite del mercado: existen necesidades colectivas y cualitativas que no pueden ser satisfechas mediante sus mecanismos; hay exigencias humanas importantes que escapan a su lógica; hay bienes que, por su naturaleza, no se pueden ni se deben comprar. Ciertamente, los mecanismos de mercado ofrecen ventajas seguras: ayudan, entre otras cosas, a utilizar mejor los recursos; favorecen el intercambio de los productos y, sobre todo, dan primacía a la voluntad y a las preferencias de la persona que, en el contrato, se confrontan con las de otras personas. No obstante, llevan consigo el riesgo de una ‘idolatría’ del mercado, que ignora la existencia de bienes que por su naturaleza no son ni pueden ser simples mercancías.” (C. A., n. 40)
Los actuales recursos y potencialidades no son regidos muchas veces por un objetivo moral y a menudo se vuelven contra los seres humanos para oprimirlos. Es llamativo el creciente contraste actual entre el subdesarrollo y el superdesarrollo, siendo ambos contrarios al bien y a la felicidad humanas. Por una parte están los pocos que poseen mucho, que no llegan verdaderamente a “ser” –a la realización de la vocación propiamente humana- porque al invertir la jerarquía de valores se ven imposibilitados por el culto al “tener”. Y están los otros, los muchos que poseen poco, que no consiguen realizar su vocación humana fundamental por carecer de los bienes indispensables.
El mal no consiste en el tener como tal, sino en el poseer que no respeta la calidad y la ordenada jerarquía de los bienes que se tienen, y que derivan de la subordinación de los bienes y su disponibilidad al “ser” del hombre y a su verdadera vocación.
La excesiva disponibilidad de toda clase de bienes materiales para algunas categorías sociales fácilmente hace a los hombres esclavos de la posesión y del goce inmediato, sin otro horizonte que la multiplicación o sustitución continua de los objetos que se poseen por otros nuevos. Es el consumismo, patente en la generación descomunal de residuos y basuras, en el que se unen el materialismo inhumano y una radical insatisfacción: “El tener más, lo mismo para los pueblos que para las personas, no es el último fin. Todo crecimiento es ambivalente... La búsqueda exclusiva del poseer se convierte en un obstáculo para el crecimiento del ser y se opone a su verdadera grandeza; para las naciones como para las personas, la avaricia es la forma más evidente de un subdesarrollo moral” (Pablo VI, Populorum progresssio, 19).
La historia que se inició en la creación tiene como meta el crecimiento humano por voluntad del Creador mismo, y el desarrollo actual forma parte de esa historia; pero la tentación siempre presente en esa historia es la tentación de la idolatría, de la autosuficiencia, de la adoración de los medios y el olvido radical de la dependencia constitutiva hacia Dios.
La economía es un aspecto importante pero parcial de la actividad y de la vida humana. Si se absolutiza, si la producción y el consumo de las mercancías ocupan el centro de la vida social y se convierten en el único valor de la sociedad, no subordinado a ningún otro, la causa se debe a que el sistema sociocultural, ignorante de la dimensión ética y religiosa, se ha debilitado, limitándose únicamente a la producción de bienes y servicios. Ha reducido el bien ser al bienestar. El ser humano se considera así como un productor o un consumidor de bienes antes que como un sujeto portador de un valor superior, relativo al sentido de su vida, al que deben subordinarse los bienes relativos a su supervivencia.