Acerca de la belleza
Andrés Jiménez Abad

La importancia del asombro.
Pero la belleza llega hasta nosotros a través del asombro, un sentimiento de sorpresa y de admiración ante algo que no esperábamos y que nos impulsa al conocimiento, a la contemplación y al disfrute, al deleite. Es deseo de conocer y de gozar. El asombro invita a buscar, a crecer, a avanzar. Es también una actitud de humildad y agradecimiento ante algo bello.
Nos hallamos en un contexto social y cultural cada vez más frenético y superficial, lo que, entre otras cosas, hace la tarea de educar más compleja y a la vez aleja a nuestros niños -y no solo a ellos, por supuesto- de lo esencial. Un sinfín de actividades les apartan ya del juego libre, de la naturaleza, del silencio, del conocimiento sereno y profundo de las cosas y de su valor, de la belleza.
Tomemos como ejemplo al escritor inglés Gilbert K. Chesterton. Escribía a principios del siglo XX: “Cuando somos muy niños, no necesitamos cuentos de hadas, sino simplemente cuentos. La vida es de por sí bastante interesante. A un niño de siete años puede emocionarle que Perico, al abrir la puerta, se encuentre con un dragón; pero a un niño de tres años le emociona ya bastante que Perico abra la puerta.”
Y así muchos, tal vez desde su infancia, se pierden lo mejor de la vida: descubrir el mundo, abrirse a la realidad y adentrarse en ella. Un ruido ambiental ensordecedor acalla las preguntas; las prisas de los adultos y el vértigo de las informaciones impiden pensar y saborear; las estridentes pantallas saturan los sentidos e interrumpen el aprendizaje lento y sosegado de todo lo maravilloso que se descubre por primera vez. Muchos hombres y mujeres, desde edades tempranas, se ven lastrados por esta corta capacidad de mirar de forma abierta y honda a la realidad. Sólo les mueve lo inmediato.
Dejar que el asombro y la contemplación nos eduquen es crecer con la mirada abierta a la belleza, a la hondura y variedad de las cosas, aprender a contemplarlas con respeto y gratitud.
El mismo Chesterton poseía una mirada capaz de admirarse hasta el extremo. “Éste fue mi fundamental propósito: inducir a los hombres a comprender la maravilla y el esplendor de la vida y de los seres que la pueblan”. En una frase formidable que a Borges le encantaba recordar, Chesterton afirmaba: “Todo pasará, sólo quedará el asombro, y sobre todo el asombro ante las cosas cotidianas”.
Stephen Hawking escribió que hay una pregunta radical que nunca podrá ser contestada por la ciencia: “¿Por qué el Universo se ha tomado la molestia de existir?”. Chesterton, que miraba el mundo desde la admiración permanente, expresará esa contingencia radical con palabras sencillas e insuperables: "Hasta que comprendamos que las cosas podrían no ser, no podremos comprender lo que significa que las cosas son." El genial novelista inglés gustaba repetir que el verdadero milagro no es que los ciegos vean, sino el mismo hecho de ver. "Hay algo, decía también, que da esplendor a cuanto existe, y es la ilusión de encontrarte algo a la vuelta de la esquina. La mayor de las maravillas es la existencia y naturaleza de cada cosa.”
El asombro suscita el interés, la ilusión, el deseo de conocer y de saber, es la puerta hacia un aprendizaje lleno de sentido y de significados. Por eso es el principio del conocimiento: una emoción que tiene mucho de trascendencia personal, un sentimiento de admiración y de elevación frente a algo que nos supera y nos estimula.
El ser es el fundamento objetivo de la belleza, y como el ser se dice de muchas maneras, existe también una amplísima analogía de la belleza. Un paisaje, un rostro, una tempestad marina, el amor de una madre, un atardecer... pueden suscitar un placer estético que delata con mayor o menor profundidad el misterio y la riqueza de lo real.
Desarrollar la capacidad de asombrarse conduce a mirar la realidad -las cosas, las personas, los acontecimientos- con humildad, agradecimiento, deferencia, sentido del misterio -de hallarse ante algo en cierto modo sagrado- y con respeto.
La belleza se funda en la perfección de un objeto y se expresa a través de ella, pero tal perfección debe ser percibida por el sujeto. Y así, la realidad reconocida como bella se vuelve también amable.
Antoine de Saint-Exupèry describe en su libro El principito el valor que adquieren las cosas por su relación con las personas a las que se ama. Su valor y su belleza no residen en su utilidad o en el mero agrado sino en la hondura de la mirada que las contempla, alumbrada por el amor.
“El zorro volvió a su idea: -Mi vida es monótona. Cazo gallinas, los hombres me cazan. Todas las gallinas se parecen y todos los hombres se parecen. Me aburro, pues, un poco. Pero, si me domesticas, mi vida se llenará de sol. Conoceré un ruido de pasos que será diferente de todos los otros. Los otros pasos me hacen esconder bajo la tierra. El tuyo me llamará fuera de la madriguera, como una música. Y además, ¿mira! ¿Ves allá los campos de trigo? Yo no como pan. Para mí el trigo es inútil. Los campos de trigo no me recuerdan nada. ¡Es bien triste! Pero tú tienes cabellos color de oro. Cuando me hayas domesticado, ¿será maravilloso! El trigo dorado será un recuerdo de ti. Y amaré el ruido del viento en el trigo…” (El principito, cap. XXI)

El criterio de valoración estética depende de la perfección del objeto: de su integridad, de su encanto y armonía; pero también de la madurez, de la actitud y sensibilidad del sujeto. Es lo que en El principito se describe como “ver con el corazón”. Cuanto más rica, plena, intensa y armónica es la vida espiritual del sujeto, tanto más elevada y enriquecedora será -entre otras cosas- su experiencia estética.