Una pena en observación
C.S. LEWIS. Anagrama.
Nadie me dijo nunca que la pena se siente casi igual que el miedo. No tengo miedo, pero la sensación es la misma; esa agitación del estómago, esa inquietud, bostezos. Aguanto y trago saliva.
En otros momentos me parece estar ligeramente ebrio; o que me han golpeado. Hay una especie de barrera invisible entre yo y el mundo. Me cuesta absorber lo que dicen los demás. O quizás no quiera escucharlos. Es tan sin interés. Pero deseo que los demás estén cerca. Me aterran los instantes en que la casa está vacía. Querría que sólo hablaran entre sí y no conmigo.
Hay momentos, muy inesperados, en que algo, en mi interior, intenta asegurarme que verdaderamente no me importa tanto, no tanto al cabo. El amor no es la totalidad de la vida de un hombre. Era feliz antes de conocer a H. (su esposa, Joy), estaba lleno de lo que llaman “recursos”. La gente supera estas cosas. Vamos, no lo voy a hacer tan mal. Uno se avergüenza de escuchar esta voz, pero por un instante parece estar planteando bien las cosas. Entonces llega de súbito una bofetada de memoria al rojo vivo y todo este “sentido común” se evapora como hormiga en la boca del horno.
Y de rechazo uno pasa a las lágrimas y al pathos. Lágrimas sensibleras. Casi prefiero los instantes de agonía. Estos son, por lo menos, limpios y honestos. Pero este baño de autoconmiseración, esta inmersión, este odioso placer pegajoso y dulzón de la complacencia en el dolor… me da náuseas.
(… ) Y, en el entretanto, ¿Dios dónde se ha metido? Éste es uno de los síntomas más inquietantes. Cuando eres feliz, tan feliz que no tienes la sensación de necesitar a Dios para nada, tan feliz que te ves tentado a recibir sus llamadas sobre ti como una interrupción, si acaso recapacitas y te vuelves a Él con gratitud y reconocimiento, entonces te recibirá con los brazos abiertos –o al menos así es como lo vive uno. Pero vete hacia Él cuando tu necesidad es desesperada, cuando cualquier otra ayuda te ha resultado vana, ¿y, con qué te encuentras? Con una puerta que te cierran en las narices, con un ruido de cerrojos, un cerrojazo de doble vuelta en el interior. Y después de esto, el silencio. Más vale no insistir, dejarlo. Cuanto más esperes, mayor énfasis adquirirá el silencio. No hay luces en las ventanas. Debe tratarse de una casa vacía. ¿Estuvo habitada alguna vez? Eso parecía en tiempos. Y aquella impresión era tan fuerte como la de ahora. ¿Qué puede significar esto? ¿Por qué es Dios un jefe tan omnipresente en nuestras etapas de prosperidad, y tan ausente como apoyo en las rachas de catástrofe? (…)
No es que yo corra demasiado peligro de dejar de creer en Dios, o por lo menos no me lo parece. El verdadero peligro está en empezar a pensar tan horriblemente mal de Él. La conclusión a que temo llegar no es la de: “Así que no hay Dios, a fin de cuentas”, sino la de: “De manera que así es como era Dios en realidad. No te sigas engañando.”
(…) Hace falta mucha paciencia para aguantar a esa gente que te dice: “La muerte no existe” o “la muerte no importa”. La muerte claro que existe, y sea su existencia del tipo que sea, importa. Y ocurra lo que ocurra tiene consecuencias, y tanto ella como sus consecuencias son irrevocables e irreversibles. Por ese principio podríamos decir que nacer no importa. Alzo los ojos al cielo de la noche. Es de todo punto evidente que si me fuera permitido rebuscar en toda esa infinitud de espacios y tiempos, nunca volvería a encontrar en ninguna parte el rostro de ella, ni su voz, ni su tacto. Murió. Está muerta. ¿Es que se trata de una palabra tan difícil de comprender?
… … …
(…) ¿Te diste cuenta en algún momento, amor mío, de lo mucho que te llevaste contigo al morir? Me despojaste hasta de mi pasado, hasta de las cosas que nunca compartimos. (…) Mi pensamiento, cuando se vuelve hacia Dios, ya no se encuentra con aquella puerta del cerrojo echado. Y cuando se vuelve hacia H. ya no se encuentra con aquel vacío, con aquel embrollo de mis imágenes mentales sobre ella… No se produjo una transición repentina, sorprendentemente emocional. Fue como una habitación que se va calentando, como la llegada del amanecer. Cuando te quieres dar cuenta, las cosas ya llevan tiempo cambiando.
Mis apuntes han tratado de mí, de H. y de Dios. Por este orden. Exactamente el orden y las proporciones que no debieran haberse dado…
“Ella está en manos de Dios”. Esto adquiere una nueva energía cuando pienso en H. como en una espada. Es posible que la vida terrenal que compartía con ella fuera sólo una parte de su temple. Ahora puede que Dios esté aferrando el puño, sopesando el arma nueva, haciéndola relampaguear en el aire. “Una buena hoja de cuchillo de Jerusalén.” (…)
¿Son éstas, Señor, tus verdaderas condiciones? ¿Puedo encontrarme con H. sólo si te llego a amar tanto que ya deje de importarme encontrarme con ella o no? Ponte, Señor, en nuestro caso. ¿Qué pensaría la gente de mí si les dijera a los niños: “Nada de caramelos ahora. Pero cuando seáis mayores y ya no los queráis, tendréis todos los que os dé la gana”? (…)
Cuando le planteo estos dilemas a Dios, no hallo contestación. Aunque más bien es una forma especial de decir: “No hay contestación”. No es la puerta cerrada. Es más bien como una mirada silenciosa y en realidad no exenta de compasión. Como si Dios moviese la cabeza no a manera de rechazo sino esquivando la cuestión. Como diciendo: “Cállate, hijo, que no entiendes.”