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Un mundo feliz

ALDOUS HUXLEY

1

Un mundo feliz
- Intenten imaginar lo que significaba “vivir con la propia familia”.
Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito.
- ¿Y saben ustedes lo que era un “hogar”? Todos movieron negativamente la cabeza.

Mustafá Mond se inclinó hacia delante y agitó el dedo índice hacia ellos.

- Basta que intenten comprenderlo –dijo, y su voz provocó un extraño escalofrío en los diafragmas de sus oyentes–. Intenten comprender el efecto que producía tener una madre vivípara.

De nuevo aquella palabra obscena. Pero esta vez a ninguno se le ocurrió siquiera la posibilidad de sonreír.

- Intenten imaginar lo que significaba “vivir con la propia familia”.

Lo intentaron; pero, evidentemente, sin éxito.

- ¿Y saben ustedes lo que era un “hogar”?

Todos movieron negativamente la cabeza.

Hogar, hogar… Unos pocos cuartitos, superpoblados por un hombre, una mujer periódicamente embarazada, y una turbamulta de niños y niñas de todas las edades. Sin aire, sin espacio; una prisión no esterilizada; oscuridad, enfermedades y malos olores.

(La evocación que el Interventor hizo del hogar fue tan vívida que uno de los muchachos, más sensible que los demás, palideció ante la mera descripción del mismo y estuvo a punto de marearse.)

Y el hogar era tan mezquino psíquicamente como físicamente. Psíquicamente, era una conejera, un estercolero, llen de fricciones a causa de la vida en común, hediondo a fuerza de emociones. ¡Cuántas intimidades asfixiantes, cuán peligrosas, insanas y obscenas relaciones entre los miembros del grupo familiar! Como una maniática, la madre se preocupaba constantemente por los hijos (sus hijos…), se preocupaba por ellos como una gata que supiera hablar, una gata que supiera decir: “Nene mío, nene mío” una y otra vez. “Nene mío, y, ¡oh, oh, en mi pecho, sus manitas, su hambre, y ese placer mortal e indecible! Hasta que al fin mi niño duerme, mi niño se ha dormido con una gota de blanca leche en la comisura de su boca. Mi hijito duerme…”

- Sí –dijo Mustafá Mond, moviendo la cabeza–, con razón se estremecen ustedes.

Nuestro Ford —o nuestro Freud, como, por alguna razón inescrutable, decidió llamarse él mismo cuando hablaba de temas psicológicos—. Nuestro Freud fue el primero en revelar los terribles peligros de la vida familiar. El mundo estaba lleno de padres, y, por consiguiente, estaba lleno de miseria; lleno de madres, y, por consiguiente, de todas las formas de perversión, desde el sadismo hasta la castidad; lleno de hermanos, hermanas, tíos, tías, y, por ende, lleno de locura y de suicidios.

Madres y padres, hermanos y hermanas. Pero había también maridos, mujeres, amantes. Había también monogamia y romanticismo.

— Aunque probablemente ustedes ignoren lo que es todo esto —dijo Mustafá Mond.

Los estudiantes asintieron.

Familia, monogamia, romanticismo. Exclusivismo en todo, en todo una concentración del interés, una canalización del impulso y la energía.

— Cuando lo cierto es que todo el mundo pertenece a todo el mundo —concluyó el Interventor, citando el proverbio hipnopédico.

Los estudiantes volvieron a asentir, con énfasis, aprobando una afirmación que sesenta y dos mil repeticiones en la oscuridad les habían obligado a aceptar, no sólo como cierta sino como axiomático, evidente, absolutamente indiscutible.

—Imaginen un tubo que encierra agua a presión. —Los estudiantes se lo imaginaron—. Practico en el mismo un solo agujero —dijo el Interventor—. ¡Qué hermoso chorro!

Lo agujereó veinte veces. Brotaron veinte mezquinas fuentecitas.

“Hijo mío. Hijo mío...”

“¡Madre!”

La locura es contagiosa.

“Amor mío, mi único amor, preciosa, preciosa...”

Madre, monogamia, romanticismo... La fuente brota muy alta; el chorro surge con furia, espumante. La necesidad tiene una sola salida. Amor mío, hijo mío. No es extraño que aquellos pobres premodernos estuviesen locos y fuesen desdichados y miserables. Su mundo no les permitía tomar las cosas con calma, no les permitía ser juiciosos, virtuosos, felices. Con madres y amantes, con prohibiciones para cuya obediencia no habían sido condicionados, con las tentaciones y los remordimientos solitarios, con todas las enfermedades y el dolor eternamente aislante, no es de extrañar que sintieran intensamente las cosas y sintiéndolas así (y, peor aún, en soledad, en un aislamiento individual sin esperanzas), ¿cómo podían ser estables?

— Estabilidad —dijo el Interventor—, estabilidad. No cabe civilización alguna sin estabilidad social. Y no hay estabilidad social sin estabilidad individual.

Su voz sonaba como una trompeta. Escuchándole, los estudiantes se sentían más grandes, más ardientes.

La máquina gira, gira, y debe seguir girando, siempre. Si se para, es la muerte. Un millar de millones se arrastraban por la corteza terrestre. Las ruedas empezaron a girar. En ciento cincuenta años llegaron a los dos mil millones. Párense todas las ruedas. Al cabo de ciento cincuenta semanas de nuevo hay sólo mil millones; miles y miles de hombres y mujeres han perecido de hambre.

Las ruedas deben girar continuamente, pero no al azar. Debe haber hombres que las vigilen, hombres tan seguros como las mismas ruedas en sus ejes, hombres cuerdos, obedientes, estables en su contentamiento.

Si gritan: “Hijo mío, madre mía, mi único amor”; si murmuran: “Mi pecado, mi terrible Dios”; si chillan de dolor, deliran de fiebre, sufren a causa de la vejez y la pobreza... ¿cómo pueden cuidar de las ruedas? Y si no pueden cuidar de las ruedas... Sería muy difícil enterrar o quemar los cadáveres de millares y millares y millares de hombres y mujeres.

— Estabilidad —insistió el Interventor—, estabilidad. La necesidad primaria y última. Estabilidad. De ahí todo esto.

Con un movimiento de la mano señaló los jardines, el enorme edificio del Centro de Condicionamiento, los niños desnudos semiocultos en la espesura o corriendo por los prados.

Los impulsos coartados se derraman, y el derrame es sentimiento, el derrame es pasión, el derrame es incluso locura; ello depende de la fuerza de la corriente, y de la altura y la resistencia del dique. La corriente que no es detenida por ningún obstáculo fluye suavemente, bajando por los canales predestinados hasta producir un bienestar tranquilo.

El embrión está hambriento; día tras día, la bomba de sucedáneo de la sangre gira a ochocientas revoluciones por minuto. El niño decantado llora; inmediatamente aparece una enfermera con un frasco de secreción externa. Los sentimientos proliferan en el intervalo de tiempo entre el deseo y su consumación. Abreviad este intervalo, derribad esos viejos diques innecesarios.

— ¡Afortunados muchachos! —dijo el Interventor—. No se ahorraron esfuerzos para hacer que sus vidas fuesen emocionalmente fáciles, para preservarles, en la medida de lo posible, de toda emoción.

— ¡Ford está en su viejo carromato! —murmuró el D.I.C.—. Todo marcha bien en el mundo.

— Consideren sus propios gustos —dijo Mustafá Mond—. ¿Ha encontrado jamás alguno de ustedes un obstáculo insalvable?

La pregunta fue contestada con un silencio negativo.

— ¿Alguno de ustedes se ha visto jamás obligado a esperar largo tiempo entre la conciencia de un deseo y su satisfacción?

— Bueno... — empezó uno de los muchachos; y vaciló.

— Hable —dijo el D.I.C.—. No haga esperar a Su Fordería.

— Una vez tuve que esperar casi cuatro semanas antes de que la muchacha que yo deseaba me permitiera ir con ella.

— ¿Y sintió usted una fuerte emoción?

— ¡Horrible!

2

— Cualquiera diría que van a degollarle —dijo el Interventor, cuando la puerta se hubo cerrado—. En realidad, si tuviera un poco de sentido común, comprendería que este castigo es más bien una recompensa. Le enviarán a una isla. Es decir, le enviarán a un lugar donde conocerá al grupo de hombres y mujeres más interesantes que cabe encontrar en el mundo. Todos ellos personas que, por una razón u otra, han adquirido excesiva consciencia de su propia individualidad para poder vivir en comunidad. Todas las personas que no se conforman con la ortodoxia, que tienen ideas propias. En una palabra, personas que son alguien. Casi le envidio, Mr. Watson.

Helmholtz se echó a reír.

— Entonces, ¿por qué no está también usted en una isla?

— Porque, a fin de cuentas, preferí esto —contestó el Interventor—. Me dieron a elegir: o me enviaban a una isla, donde hubiese podido seguir con mi ciencia pura, o me incorporaban al Consejo del Interventor, con la perspectiva de llegar en su día a ocupar el cargo de tal. Me decidí por esto último, y abandoné la ciencia. —Tras un breve silencio agregó—. De vez en cuando echo mucho de menos la ciencia. La felicidad es un patrón muy duro, especialmente la felicidad de los demás. Un patrón mucho más severo, si uno no ha sido condicionado para aceptarla, que la verdad. —Suspiró, recayó en el silencio y después prosiguió, en tono más vivaz—: Bueno, el deber es el deber. No cabe prestar oído a las propias preferencias. Me interesa la verdad. Amo la ciencia. Pero la verdad es una amenaza, y la ciencia un peligro público. Tan peligroso como benéfico ha sido. Nos ha proporcionado el equilibrio más estable de la historia. El equilibrio de China fue ridículamente inseguro en comparación con el nuestro; ni siquiera el de los antiguos matriarcados fue tan firme como el nuestro. Gracias, repito, a la ciencia. Pero no podemos permitir que la ciencia destruya su propia obra. Por esto limitamos tan escrupulosamente el alcance de sus investigaciones; por esto estuve a punto de ser enviado a una isla. Sólo le permitimos tratar de los problemas más inmediatos del momento. Todas las demás investigaciones son condenadas a morir en ciernes. Es curioso —prosiguió tras breve pausa— leer lo que la gente que vivía en los tiempos de Nuestro Ford escribía acerca del progreso científico. Al parecer, creían que se podía permitir que siguiera desarrollándose indefinidamente, sin tener en cuenta nada más. El conocimiento era el bien supremo, la verdad el máximo valor; todo lo demás era secundario y subordinado. Cierto que las ideas ya empezaban a cambiar aun entonces. Nuestro Ford mismo hizo mucho por trasladar el énfasis de la verdad y la belleza a la comodidad y la felicidad. La producción en masa exigía este cambio fundamental de ideas. La felicidad universal mantiene en marcha constante las ruedas, los engranajes; la verdad y la belleza, no. Y, desde luego, siempre que las masas alcanzaban el poder político, lo que importaba era más la felicidad que la verdad y la belleza. A pesar de todo, todavía se permitía la investigación científica sin restricciones. La gente seguía hablando de la verdad y la belleza como si fueran los bienes supremos. Hasta que llegó la Guerra de los Nueve Años. Esto les hizo cambiar de estribillo. ¿De qué sirven la verdad, la belleza o el conocimiento cuando las bombas de ántrax llueven del cielo? Después de la Guerra de los Nueve Años se empezó a poner coto a la ciencia. A la sazón, la gente ya estaba dispuesta hasta a que pusieran coto y regularan sus apetitos. Cualquier cosa con tal de tener paz. Y desde entonces no ha cesado el control. La verdad ha salido perjudicada, desde luego. Pero no la felicidad. Las cosas hay que pagarlas. La felicidad tenía su precio. Y usted tendrá que pagarlo, Mr. Watson; tendrá que pagar porque le interesaba demasiado la belleza. A mí me interesaba demasiado la verdad; y tuve que pagar también.

— Pero usted no fue a una isla —dijo el Salvaje, rompiendo un largo silencio.

— Así es como pagué yo. Eligiendo servir a la felicidad. La de los demás, no la mía.

3

— Arte, ciencia... Creo que han pagado ustedes un precio muy elevado por su felicidad —dijo el Salvaje, cuando quedaron a solas—. ¿Algo más, acaso?

— Pues... la religión, desde luego —contestó el Interventor—. Antes de la Guerra de los Nueve Años había una cosa llamada... Dios. Perdón, se me olvidaba: usted está perfectamente informado acerca de Dios, supongo.

— Bueno...

El Salvaje vaciló. Le hubiese gustado decir algo de la soledad, de la noche, de la altiplanicie extendiéndose, pálida, bajo la luna, del precipicio, de la zambullida en la oscuridad, de la muerte. Le hubiese gustado hablar de todo ello; pero no existían palabras adecuadas. Ni siquiera en Shakespeare.

— Pero si usted conoce a Dios, ¿por qué no se lo dice a los demás? —preguntó el Salvaje, indignado—. ¿Por qué no les da a leer estos libros que tratan de Dios?

— Por la misma razón por la que no les dejo leer Otelo: son antiguos; tratan del Dios de hace cientos de años. No del Dios de ahora.

— Pero Dios no cambia. —Los hombres, sí.

— Y ello, ¿produce alguna diferencia?

— Una diferencia fundamental —dijo Mustafá Mond. Volvió a levantarse y se acercó al arca—. Existió un hombre que se llamaba cardenal Newman —dijo—. Un cardenal —explicó a modo de paréntesis— era una especie de Archichantre Comunal.

— “Yo, Pandulfo, cardenal de la bella Milán.” He leído acerca de ellos en Shakespeare.

— Desde luego. Bien, como le decía, existió un hombre que se llamaba cardenal Newman. ¡Ah, aquí está el libro! —Lo sacó del arca—. Y puesto que me viene a mano, sacaré también este otro. Es de un hombre que se llamó Maine de Biran. Fue un filósofo, suponiendo que usted sepa qué era un filósofo.

— Un hombre que sueña en menos cosas de las que hay en los cielos y en la tierra —dijo el Salvaje inmediatamente.

Mustafá Mond cerró el libro y se arrellanó en su asiento—. Una de tantas cosas del cielo y de la tierra en las que esos filósofos no soñaron fue esto —e hizo un amplio ademán con la mano—: nosotros, el mundo moderno. “Sólo podéis ser independientes de Dios mientras conservéis la juventud y la prosperidad; la independencia no os llevará a salvo hasta el final.” Bien, el caso es que actualmente podemos conservar y conservarnos la juventud y la prosperidad hasta el final. ¿Qué se sigue de ello? Evidentemente, que podemos ser independientes de Dios. “El sentimiento religioso nos compensa de todas las demás pérdidas.” Pero es que nosotros no sufrimos pérdida alguna que debamos compensar; por tanto, el sentimiento religioso resulta superfluo. ¿Por qué deberíamos correr en busca de un sucedáneo para los deseos juveniles, si los deseos juveniles nunca cejan? ¿Para qué un sucedáneo para las diversiones, si seguimos gozando de las viejas tonterías hasta el último momento? ¿Qué necesidad tenemos de reposo cuando nuestras mentes y nuestros cuerpos siguen deleitándose en la actividad? ¿Qué consuelo necesitamos, puesto que tenemos soma? ¿Para qué buscar algo inamovible, si ya tenemos el orden social?

— Entonces, ¿usted cree que Dios no existe? —preguntó el Salvaje.

— No, yo creo que probablemente existe un dios.

— Entonces, ¿por qué ... ?

Mustafá Mond le interrumpió.

— Pero un dios que se manifiesta de manera diferente a hombres diferentes. En los tiempos premodernos se manifestó como el ser descrito en estos libros. Actualmente...

— ¿Cómo se manifiesta actualmente? —preguntó el Salvaje.

— Bueno, se manifiesta como una ausencia; como si no existiera en absoluto.

— Esto es culpa de ustedes.

— Llámelo culpa de la civilización. Dios no es compatible con el maquinismo, la medicina científica y la felicidad universal. Es preciso elegir. Nuestra civilización ha elegido el maquinismo, la medicina y la felicidad. Por esto tengo que guardar estos libros encerrados en el arca de seguridad. Resultan indecentes. La gente quedaría asqueada si...

El Salvaje le interrumpió.

— Pero, ¿no es natural sentir que hay un Dios? —Pero la gente ahora nunca está sola —dijo Mustafá Mond—. La inducimos a odiar la soledad; disponemos sus vidas de modo que casi les es imposible estar solos alguna vez.

— Si ustedes se permitieran pensar en Dios, no se permitirían a sí mismo dejarse degradar por los vicios agradables. Tendrían una razón para soportar las cosas con paciencia, y para realizar muchas cosas valor. He podido verlo así en los indios.

— No lo dudo —dijo Mustafá Mond—. Pero nosotros no somos indios. Un hombre civilizado no tiene ninguna necesidad de soportar nada que sea seriamente desagradable. En cuanto a realizar cosas, Ford no quiere que tal idea penetre en la mente del hombre civilizado. Si los hombres empezaran a obrar por su cuenta, todo el orden social sería trastornado.

— ¿Y en qué queda, entonces, la autonegación? Si ustedes tuvieran un Dios, tendrían una razón para la autonegación.

— Pero la civilización industrial sólo es posible cuando no existe autonegación. Es precisa la autosatisfacción hasta los límites impuestos por la higiene y la economía. De otro modo las ruedas dejarían de girar.

— ¡Tendrían ustedes una razón para la castidad! —dijo el Salvaje, sonrojándose ligeramente al pronunciar estas palabras.

— Pero la castidad entraña la pasión, la castidad entraña la neurastenia. Y la pasión y la neurastenia entrañan la inestabilidad. Y la inestabilidad, a su vez, el fin de la civilización. Una civilización no puede ser duradera sin gran cantidad de vicios agradables.

— Pero Dios es la razón que justifica todo lo que es noble, bello y heroico. Si ustedes tuvieran un Dios...

— Mi joven y querido amigo —dijo Mustafá Mond—, la civilización no tiene ninguna necesidad de nobleza ni de heroísmo. Ambas cosas son síntomas de ineficacia política. En una sociedad debidamente organizada como la nuestra, nadie tiene la menor oportunidad de comportarse noble y heroicamente. Las condiciones deben hacerse del todo inestables antes de que surja tal oportunidad. Donde hay guerras, donde hay una dualidad de lealtades, donde hay tentaciones que resistir, objetos de amor por los cuales luchar o que defender, allá, es evidente, la nobleza y el heroísmo tienen algún sentido. Pero actualmente no hay guerras. Se toman todas las precauciones posibles para evitar que cualquiera pueda amar demasiado a otra persona. No existe la posibilidad de elegir entre dos lealtades o fidelidades; todos están condicionados de modo que no pueden hacer otra cosa más que lo que deben hacer. Y lo que uno debe hacer resulta tan agradable, se permite el libre juego de tantos impulsos naturales, que realmente no existen tentaciones que uno deba resistir. Y si alguna vez, por algún desafortunado azar, ocurriera algo desagradable, bueno, siempre hay el soma, que puede ofrecernos unas vacaciones de la realidad. Y siempre hay el soma para calmar nuestra ira, para reconciliarnos con nuestros enemigos, para hacernos pacientes y sufridos. En el pasado, tales cosas sólo podían conseguirse haciendo un gran esfuerzo y al cabo de muchos años de duro entrenamiento moral. Ahora, usted se zampa dos o tres tabletas de medio gramo, y listo. Actualmente, cualquiera puede ser virtuoso. Uno puede llevar al menos la mitad de su moralidad en el bolsillo, dentro de un frasco. El cristianismo sin lágrimas: esto es el soma.

— Pero las lágrimas son necesarias. ¿No recuerda lo que dice Otelo? “Si después de cada tormenta vienen tales calmas, ojalá los vientos soplen hasta despertar a la muerte.” Hay una historia, que uno de los ancianos indios solía contarnos, acerca de la Doncella de Mátsaki. Los jóvenes que aspiraban a casarse con ella tenían que pasarse una mañana cavando en su huerto. Parecía fácil; pero en aquel huerto había moscas y mosquitos mágicos. La mayoría de los jóvenes, simplemente, no podían resistir las picaduras y el escozor. Pero el que logró soportar la prueba, se casó con la muchacha.

— Muy hermoso. Pero en los países civilizados —dijo el Interventor— se puede conseguir a las muchachas sin tener que cavar para ellas; y no hay moscas ni mosquitos que le piquen a uno. Hace siglos que nos libramos de ellos.

El Salvaje asintió, ceñudo.

— Se libraron de ellos. Sí, muy propio de ustedes. Librarse de todo lo desagradable en lugar de aprender a soportarlo. Si es más noble soportar en el alma las pedradas o las flechas de la mala fortuna, o bien alzarse en armas contra un piélago de pesares y acabar con ellos enfrentándose a los mismos ... Pero ustedes no hacen ni una cosa ni otra. Ni soportan ni resisten. Se limitan a abolir las pedradas y las flechas. Es demasiado fácil.

— Lo que ustedes necesitan —prosiguió el Salvaje— es algo con lágrimas, para variar. Aquí nada cuesta lo bastante. Atreverse a exponer lo que es mortal e inseguro al azar, la muerte y el peligro, aunque sólo sea por una cáscara de huevo... ¿No hay algo en esto? —preguntó el Salvaje, mirando a Mustafá Mond—. Dejando aparte a Dios, aunque, desde luego, Dios sería una razón para obrar así. ¿No tiene su hechizo el vivir peligrosamente?

— Ya lo creo —contestó el Interventor—. De vez en cuando hay que estimular las glándulas suprarrenales de hombres y mujeres.

— ¿Cómo? —preguntó el Salvaje, sin comprender.

— Es una de las condiciones para la salud perfecta. Por esto hemos impuesto como obligatorios los tratamientos de S.P.V.

— ¿S.P.V.?

— Sucedáneo de Pasión Violenta. Regularmente una vez al mes. Inundamos el organismo con adrenalina. Es un equivalente fisiológico completo del temor y la ira. Todos los efectos tónicos que produce asesinar a Desdémona o ser asesinado por Otelo, sin ninguno de sus inconvenientes.

— Es que a mí me gustan los inconvenientes.

— A nosotros, no —dijo el Interventor—. Preferimos hacer las cosas con comodidad.

— Pues yo no quiero comodidad. Yo quiero a Dios, quiero poesía, quiero peligro real, quiero libertad, quiero bondad, quiero pecado.

— En suma —dijo Mustafá Mond—, usted reclama el derecho a ser desgraciado.

— Muy bien, de acuerdo —dijo el Salvaje, en tono de reto—. Reclamo el derecho a ser desgraciado.

— Esto, sin hablar del derecho a envejecer, a volverse feo e impotente, el derecho a tener sífilis y cáncer, el derecho a pasar hambre, el derecho a ser piojoso, el derecho a vivir en el temor constante de lo que pueda ocurrir mañana; el derecho a pillar un tifus; el derecho a ser atormentado.

Siguió un largo silencio.

— Reclamo todos estos derechos —concluyó el Salvaje.

Mustafá Mond se encogió de hombros.

— Están a su disposición —dijo.


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