Un amigo poeta: Joan Maragall
Joan Maragall (1860-1911) fue uno de los padres de la poesía catalana modernista. Miembro de la intelectualidad de la Barcelona de la Renaixença, hizo una defensa de la espontaneidad y de la búsqueda de simplicidad, lo que llegó a desarrollar en su «teoría de la palabra viva», con la que creó escuela.
Hacia 1900, el poeta Joan Maragall se había aficionado a visitar las obras de la Sagrada Familia y a conversar con Antoni Gaudí, ocho años mayor que él y de quien se hizo gran admirador y amigo. El poeta frecuentaba a menudo aquel recinto invisible y escribía: «¿Y qué otra cosa es un templo sino un lugar en que todo se llena de sentido, desde las piedras y el fuego hasta el pan y el vino y las palabras?».
"No es arquitectura. Es poesía de la arquitectura"... Esta afirmación forma parte de una felicitación navideña a Gaudí, publicada en el Diario de Barcelona el 20 de diciembre de 1900 por Joan Maragall, en la cual el poeta y amigo habla así de lo poco construido de la Sagrada Familia, por aquel entonces, la fachada del Nacimiento: “No tiene techado todavía, y ya tiene portal. No puede cobijar aún, pero hace ya acción de cobijar. No es aún recinto cerrado y, sin embargo, se entra ya en él. Apenas nace, y ya invita... Ese portal es algo maravilloso. No es arquitectura. Es poesía de la arquitectura."
Un delicadísimo amor a la belleza les unía, pero arquitecto y poeta no pensaban igual en materia religiosa; Gaudí consiguió influir con afecto y argumentos sobre su amigo Maragall para llevarlo del panteísmo a la doctrina cristiana.
El Viernes Santo de 1904, por ejemplo, el poeta fue a la Sagrada Familia y le vinieron lágrimas a los ojos. Escribía a un amigo:
"Gaudí, no es necesario decirlo, cada día lo encuentro más grande, más personal: está claro que yo no puedo juzgar su técnica, pero es él, el hombre, el que me admira; con aquel aspecto humilde no dice una palabra que no lleve alguna luz: sin querer, sin darse cuenta, me dio en el Sagrada Familia una especie de conferencia sobre lo que es la medida de las cosas, refiriéndolo especialmente a la arquitectura, que me dejó encantado y lleno de ideas. Me fui a casa con la sensación de llevarme un tesoro."
Para Maragall, el artista es "aquel que expresa la vida de Dios que hay en las cosas. De su mano, las cosas muestran la vida de Dios que hay en ellas. La Belleza es la revelación del ser de las cosas; revelación del ser que se hace mediante la forma. Y el placer estético es la contemplación de esta forma que revela la vida de Dios que hay en la cosa."
He aquí el artículo que escribió en la Navidad de 1900 como regalo para Gaudí, en el que, con una prosa poética llena de emociones, dio a conocer al público la grandeza y la trascendencia de lo que empezaba a vislumbrarse junto al Eixamble de Barcelona.
"En las afueras de nuestra ciudad, hacia el norte, como quien va a la parte alta de San Martí de Provençals, en uno de esos sitios donde la población parece indecisa entre la turbulenta aglomeración industrial y la maciza suntuosidad de barrio aristocrático, conservando merced a esta indecisión todo el encanto primitivo del campo en medio de poblado, allí como pétreo florecimiento de aquel oasis, álzase un templo.
Álzase y extiéndese indefinidamente a través de los años sin decir el secreto de su altura ni de sus proporciones; desarróllase como una fuerza natural incontrastable, absorbiendo elementos, trabajos, obstáculos, ensueños y realizaciones individuales, arrastrándolo todo confundido en la sencilla enormidad de su impulso hacia lo alto.
¿Quién soñó con él antes de que naciera?, ¿quién allegó los primeros recursos?, ¿quién concibió su mole?, ¿quien la levanta?, ¿qué vidas se consumen en crearlo? A todas estas preguntas se responde con esta sola palabra: la fe. La fe en lo alto, en cuyo ardor se consumen todos los esfuerzos y a cuyo resplandor desaparecen todos los nombres, sin perderse no obstante ni uno solo de éstos ni de aquéllos; la fe anónima y abnegada de un Reino de los cielos levanta un templo a las generaciones futuras en un oasis en medio de la gran ciudad.
El templo naciente tiene ya un portal: el portal que mira hacia el barrio obrero. No tiene techado todavía, y ya tiene portal. No puede cobijar aún, pero hace ya acción de cobijar. No es aún recinto cerrado y, sin embargo, se entra ya en él. Apenas nace, y ya invita. Invita a la generaciones vivientes a comunión con las generaciones que han de venir, con las que llenarán las futuras naves de futuras oraciones.
Ese portal es algo maravilloso. No es arquitectura: es poesía de la arquitectura. No parece construcción de hombres. Parece la tierra, las peñas, esforzándose en perder su inercia y empezando a significar, a esbozar imágenes, figuras y símbolos del cielo y de la tierra en una especie de balbuceo pétreo.
Es un pétreo balbuceo de alegría que quiere decir Navidad. Allí los más humildes animales de la tierra, con los ángeles del cielo, con los ramajes de los bosques, con las estalactitas de las grutas más profundas y con los místicos símbolos de las ideas más altas, pugnan por vencer y desembarazarse de lo informe de la peña en que yacían, y vencen en efecto, y se forman y aparecen cantando la creación como un acto continuo de renovación, la Navidad como algo eterno. Desde las pesadas tortugas que apenas se distinguen del suelo sosteniéndolo todo, hasta las místicas palmas triunfantes en lo alto, todo parece allí contemplar a Jesús, al niño que acaba de nacer, al eterno niño que siempre nace.
¡Oh encanto de la formación indefinida! Yo comprendo que el hombre que más ha puesto de su vida en la construcción de este templo no desee verlo concluido, y legue humildemente la continuación de la obra y su coronamiento a los que vengan después de él. Bajo esa humildad y esa abnegación late el ensueño de un místico y el refinado deleite de un poeta. Porque, ¿hay algo de más hondo sentido y algo más bello al fin, que consagrar toda la vida a una obra que ha de durar mucho más que ella, a una obra en que han de consumirse generaciones que aún están por venir? ¡Qué serenidad ha de dar a un hombre un trabajo de esta naturaleza, que desprecio del tiempo y de la muerte, que anticipo de la eternidad!
¡El templo que no concluye, que está en formación perenne, que nunca acaba de cerrar su techo al cielo azul, ni sus paredes a los vientos, ni sus puertas al azar de los pasos de los hombres, ni sus ecos a los rumores de la ciudad y al canto de las aves! ¡El templo que aguarda constantemente sus altares, anhelando siempre fervientemente la presencia de Dios en ellos, levantándose siempre hacia Él sin alcanzar nunca su infinita alteza, pero sin perder tampoco ni un momento la amorosa esperanza! ¡Qué hermoso símbolo para írselo transmitiendo unos a otros los siglos!".