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Transhumanarse

Andrés Jiménez

Transhumanar —trascender lo humano, elevarse de la tierra para alcanzar a Dios— es un verbo inventando por Dante Alighieri cuando tiene que explicar cómo ascendió al Paraíso con Beatriz. Dante dice que ese "transhumanar" es imposible de explicar per verba, con palabras.

“Al contemplarla me transformé interiormente al modo de Glauco al gustar la hierba que le hizo en el mar compañero de los dioses. El transhumanarse no se puede explicar con palabras; baste, por eso, con el ejemplo de aquellos a los que la gracia proporcione una experiencia así.” (Paraíso I, 70)

Dante explica cómo se da este transhumanar. Aunque su viaje no carecía de un intenso esfuerzo personal, el cambio (la subida al cielo) se produce solo cuando Dante se alimenta y se sumerge por entero en la visión de Beatriz

Trashumanar. Es una palabra clave creada para hablar del deseo de elevación del hombre que Dante desarrolla en su poema. Alude al hombre que trasciende su condición humana limitada mediante obras y disposiciones que le permiten llegar a la gloria. Se trata de una transformación profunda, de un proceso de ascesis que se basa en gran medida en su experiencia directa, de un desprendimiento de las cosas vanas en las que había puesto su ilusión y de las que camina en desprendimiento hacia la pureza de la fe, de la mano de Beatriz.

Dante explica cómo se da este transhumanar. Aunque su viaje no carecía de un intenso esfuerzo personal, el cambio (la subida al cielo) se produce solo cuando Dante se alimenta y se sumerge por entero en la visión de Beatriz.

El hombre se diviniza, pero sigue siendo hombre. La humanidad, en su realidad concreta, en los gestos y palabras cotidianas, con su inteligencia y sus afectos, su cuerpo y sus emociones, es elevada a Dios, en quien encuentra la felicidad, la realización plena, meta de su camino. El rostro de Beatriz, que resplandece con la luz de Dios conduce a Dante a la contemplación del mismo Dios y a participar misteriosamente de su naturaleza, haciendo de él un hombre nuevo. Eso es lo que el poeta refiere con el término transhumanar.

“Trans” significa “más allá”, pero también “a través de”. Se alude a un estado que va más allá de la ordinaria condición humana, pero que al mismo tiempo atraviesa hasta el fondo todas las vicisitudes de la vida. El cuerpo de Jesús resucitado conserva los estigmas de su pasión, ha aceptado pasar por las situaciones dolorosas y estas le han marcado de manera indeleble, pero a la vez han recibido un sentido pleno y definitivo que brota de su participación en la gloria definitiva.

Transhumanar no significa abandonar la condición humana sino transformarla desde dentro, mantener fijos los ojos en el lugar donde se revela el resplandor de Dios, y pasar con esa luz en los ojos a través de todas las circunstancias que la vida nos pone delante hasta descubrir con infinito asombro -al igual que Dante- un modo nuevo, distinto, más humano de mirarlo todo, las cosas y a nosotros mismos.

Los hombres están hechos para transhumanarse siguiendo la ruta que atraviesa este mundo hasta el fondo y más allá de sí mismos, hasta llegar al puerto que es Dios. Es en el fondo el camino de la santidad: atravesar hasta el fondo la condición humana, viviendo la propia existencia desde la fidelidad al orden querido por el Creador. Lo natural y lo sobrenatural se dan la mano, puesto que este destino no es posible sin la gracia, pero nada satisface más plenamente las aspiraciones de la razón y el corazón del hombre.

Escribe Pascal, en frase muchas veces recordada: “Sabed que el hombre sobrepasa infinitamente al hombre” (Pensamientos, n. 102)

Hoy vivimos una crisis radical del  humanismo. Y es que cuando se pretende fundamentar el humanismo sobre el hombre mismo, se derrumba. Lo que necesita el hombre es un cielo, una esperanza: “transhumanar”.

EL TRANSHUMANISMO

Por su parte el sustantivo “transhumanismo” fue acuñado en 1957 por el biólogo Julián Huxley, primer director de la Unesco y hermano del escritor Aldous Huxley, autor de la distopía Un mundo feliz. Pero Huxley no entendía el “transhumanismo” a la manera del Dante. De hecho inventa este sustantivo para no emplear el de “eugenismo”, que había llegado a ser muy antipático después del eugenismo nazi. Y sin embargo aspira a lo mismo, a la redención del hombre por medio de la técnica. Lo que prima es sobre todo la “calidad” de las personas. Escribe Huxley que “es necesaria una política conjunta que impida que la marea creciente de la población -léase los pobres- ahogue todas nuestras esperanzas de un mundo mejor.”

Es preciso notar que, sin embargo, un transhumanismo producido por el mismo hombre no sería un verdadero transhumanismo, ya que el hombre solo se vería reducido a un objeto técnico con óptimas prestaciones de funcionamiento. Pero si el indicador de la “calidad” de los humanos fuera esta “calidad de prestaciones”, sería necesario deshacerse de todos los inadaptados y los débiles (habría de prohibirse hasta tener debilidad por alguien, es decir amar).

La concepción tecnocrática del transhumanismo implica la posibilidad de manipular el propio cuerpo, la propia lengua y en el fondo, la propia alma, siempre que sea a buen precio.

Para Dante, el transhumanismo consiste en cultivarse y, de este modo, abrirse a lo trascendente partiendo de la naturaleza humana y sus posibilidades; débil y mortal, ciertamente, pero capaz, por amor, de atravesar el infierno. Para Julian Huxley, el transhumanismo es la ambición de manipular técnicamente lo humano para convertirlo en resultado de un programa, para optimizar su eficacia y su bienestar, pero no para garantizar la dignidad de su misterio, de su rostro improgramable.

El transhumanismo se insinúa como un aborrecimiento de lo humano, como el reverso de nuestras frustraciones y el culto a lo más peligroso y rastrero que hay en nosotros: la pérdida de toda acogida hacia el ser humano en su singularidad, la confianza en la “extensión horizontal” de nuestro poder frente a la aspiración a algo superior, a la ofrenda del propio ser.

El progresismo oculta que no es más que un sustituto de la esperanza teologal, es la religión del progreso confiada a la eficiencia de la ciencia y del dominio humanos, del hombre que se hace a sí mismo y no es de nadie ni para nadie. Que excluye la dependencia de una tradición.

Nuestros jóvenes, conscientes de que no hay futuro, de que no queda tiempo,  de que nada es seguro, ya no apuestan por proyectos a largo plazo, ni siquiera por el bienestar burgués; necesitan éxito fácil, dinero fácil, éxtasis fácil…, la felicidad en un clic; los posmodernos proponen una miríada de placeres instantáneos, en espera de llegar a la relajación última: un suicidio tan bien asistido que busca convertirse en orgasmo y en escaparate.

El “tecnicismo salvador”, la tecnocracia, se convierte en un “verdadero transhumanismo” (no en un transhumanismo verdadero). Los llamados “capitalistas o filántropos NBIC”, con Bill Gates y Elon Musk a la cabeza, son un grupo de multimillonarios que se comprometen, presuntamente, a donar la mitad de sus fortunas para la investigación en proyectos NBIC: nanotecnología, biotecnología, informática y ciencia cognitiva, con la finalidad de llegar a “crear” un (trans, post) hombre inmortal, no necesariamente biológico (ciborg).

A sus ojos, el homo sapiens sapiens está caduco y es peligroso. Debemos y  podemos fabricar otra cosa. La posmodernidad, perdida toda esperanza, propone falsas trascendencias, un “transhumanar” falso, parodias del paraíso.

¿CÓMO REHACER LO HUMANO?

La experiencia de Dante nos ofrece pautas que pueden ser vividas en nuestro tiempo. Exige la travesía del pecado y de la muerte hacia una alegría más elevada y plena.

Estoy hecho para dar la vida. Pero ¿sin razones?… Dante afirma que hemos recibido la vida para dar la vida, y ese don exige una esperanza que vaya más allá de este mundo y que atraviese su oscuridad. “Perdido en una selva oscura…” La angustia nos aprieta la garganta, pero esta angustia es el signo de que estamos hechos para la alegría, para la vida. Esa sequedad es el signo de que estamos hechos para cavar hasta la fuente; si no estuviéramos hechos para la fuente nuestra sed no sería tan acuciante.

Nos queda la necesidad de una esperanza que atraviese la oscuridad, de una vida que sea más fuerte que la muerte, una novedad que permanezca y sea fecunda, que justifique el don y lo reclame, que ofrezca una revelación en medio del desastre y la oscuridad que nos rodea.

¿EDUCAR PARA LA NADA?

¿Qué sentido tienen la educación y la enseñanza, qué enseñar después de Auschwitz -que llena de sospechas la civilización europea-, de Hiroshima -que nos hace perder la fe en el futuro-, de Google -tan devastador como los anteriores, ya que nos hace perder el ritmo a cambio del algoritmo y la búsqueda de la verdad a cambio del motor de búsqueda?

Nuestros alumnos llegan a clase contagiados por la pandemia del nihilismo y no se les ofrece más que una visión del hombre que oscila entre el mono evolucionado y el consumidor de espectáculos, que no busca otra redención que la de la técnica, el culto al planeta y la disolución en el todo cósmico. Frente a la angustia de una vida que no tiene ningún sentido sólo dispone del sedante de una diversión frenética y adictiva. La diversión, como ya observaba Pascal, nos impide pensar en nosotros mismos, nos entretiene y nos hace llegar insensiblemente a la muerte.

Nuestros centros de formación de profesores ya no se consideran herederos de un legado o una tradición que impulsen a construir catedrales y tratar con respeto y hacer justicia a los más débiles: los no nacidos y sus madres, los desahuciados sociales, los enfermos y los ancianos que sobrecargan la economía publica.

Nuestras clases pretenden ser trampolines para la empresa y talleres de una servil ciudadanía, pero acaban siendo plantaciones de desesperanza. Son clases que no tienen nada que decir ante la muerte, que no tienen nada mejor que ofrecer frente a las escuelas coránicas y frente a la amargura de los nihilistas. La pregunta por la felicidad resulta insultante y se reduce a la cuestión del bienestar, la hacemos insignificante, la convertimos en un mero estado subjetivo y abstracto, en algo inofensivo que comienza con la ataraxia -nada de estresarse, por favor, nada merece tanto la pena realmente y el amor no existe-, continua con la anestesia -evitemos el dolor como sea- y acaba con la eutanasia.

Pero la pregunta por la felicidad subsiste. Y si la llamada a ser feliz subsiste, delata que carezco de verdadera alegría, que agarrado solo a una eficiencia tecnológica para la que mi vida tal y como es no vale nada, no tengo motivos para vivir gozosamente ni para aceptar el sufrimiento cuando llega.

Sufrir en la verdad y en el amor es más dichoso y más digno que disfrutar en la indiferencia o en los sucedáneos.


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