Sobre el origen de la inteligencia humana
Carlos Marmelada
Ampliación del artículo El origen de la inteligencia humana, según Arsuaga;
publicado en Aceprensa; Servicio 6/03, del 15/I/03.
Tomado de: Grupo de Investigación sobre Ciencia, Razón y Fe (CRYF)
¿Cuándo empezamos a ser inteligentes los humanos? ¿Cómo apareció nuestra inteligencia? ¿Qué la hizo surgir? ¿Emergió paulatinamente a partir de las potencialidades de la materia, tal como ya sugirió Darwin? ¿Responde a un acto de creación divina, como afirmaba Wallace? Este viejo debate no ha perdido su vigencia en nuestros días.
Carroña e inteligencia
El debate sobre cómo se originó la inteligencia humana lejos de estar resuelto sigue siendo en nuestros días motivo de controversia. A partir de finales de los ochenta del siglo pasado, pero sobre todo en los noventa, fue tomando cada vez más cuerpo una explicación de corte naturalista emergentista, en la que algunos científicos sugerían que un cambio en la dieta de los homínidos, introduciendo el consumo relativamente abundante de carne, habría dado lugar a cerebros más grandes en los que habría podido empezar a emerger la inteligencia. Entre estos científicos destacan Leslie C. Aiello y Peter Wheeler, quienes desde hace años viene llamando la atención sobre este punto. Según ellos, individuos con cerebros relativamente grandes tendrían la inteligencia mínima para ser los primeros en fabricar herramientas con las que romper las cañas de los huesos para poder acceder al tuétano, en donde se hallan los nutrientes más energéticos. De este modo una alimentación rica en grasas animales y en proteínas permitía un aumento progresivo del volumen cerebral. Y con dicho incremento un desarrollo progresivo de la inteligencia.
En España esta tesis ha llegado al campo de la divulgación científica de la mano del último libro de Juan Luis Arsuaga: Los aborígenes. La alimentación en la evolución humana. En esta obra Arsuaga insiste en la idea de la emergencia natural de la inteligencia humana a partir de la reestructuración y expansión del cerebro posibilitada por el aporte energético que proporcionaría el consumo de carne. El afamado codirector de los yacimientos burgaleses de Atapuerca califica el descubrimiento de la carroña como fuente de alimentación como: “el acontecimiento fundamental en nuestra evolución” [Juan Luis Arsuaga: Los aborígenes. La alimentación en la evolución humana; RBA Libros, Barcelona, 2002, p. 52.].
La ficción del descubrimiento casual de una joven Australopithecus afarensis sirve como hilo conductor de la primera parte de la obra. Al golpear fortuitamente la tibia de un antílope con una piedra para partirla posibilitando el poder alimentarse de las substancias de su interior, esta hebra de afarensis abría el camino hacia la humanización. El relato se basa en el supuesto de que los Australopithecus partían nueces con piedras al igual que hoy en día lo hacen los chimpancés. Entre los estudios recientes en este campo destacan los que está llevando a cabo en la selva de Costa de Marfil un arqueólogo español, Julio Mercader. Sus investigaciones se centran en el estudio de cómo cascan las nueces los chimpancés de aquella zona. Para este científico cabría la posibilidad de que algunos de los yacimientos de hace dos millones de años fueran lugares en los que ejercían esta actividad los predecesores del linaje humano. El hecho de que la arquitectura ósea de las manos de los Australopithecus no presente ningún impedimento anatómico para tal habilidad hace que un hecho como el narrado por Arsuaga sea algo muy plausible; sin embargo, no debemos de olvidar que no tenemos indicios firmes que nos confirmen que los Australopithecus partieran nueces con piedras y mucho menos que lo hicieran con los huesos de los animales fallecidos. Una afirmación de este estilo aunque posible, nos guste o no, no deja de ser más que una mera conjetura. Incluso los datos del yacimiento de Bouri, Etiopía, que apuntarían hacia algo de este estilo hace 3,5 millones de años aún se han de confirmar, y además no están exentos de interpretaciones contrarias entre sí.
Sin duda alguna, la incorporación en cantidad importante de productos de origen animal a la dieta de los homínidos supuso el primer gran cambio en la historia de la alimentación humana. ¿Comían carne los Australopithecus? Es posible que los especímenes más recientes ya carroñearan. De hecho Pickford y Senut sugieren que Orrorin tugenensis, un supuesto homínido de seis millones de años de antigüedad, ya lo hacía. Hace dos millones y medio de años Homo habilis y Homo rudolfensis son los primeros homínidos de quienes tenemos certeza que consumían carne de animales, procedentes del carroñeo.
El cerebro es un órgano muy caro de mantener ya que, en un hombre adulto anatómicamente moderno, requiere un 20 % del gasto energético total de su cuerpo, en el momento del nacimiento el cerebro llega a consumir hasta el 60 % de la energía corporal. El aparato digestivo, incluyendo unos intestinos muy largos, como resulta habitual en los herbívoros, también es muy caro de mantener en términos de consumo energético. De modo que: un cerebro muy grande y un aparato digestivo muy voluminoso no suele darse simultáneamente en un mismo ser vivo. La sustitución de una dieta casi exclusivamente vegetal, muy rica en celulosa, por otra en la que la carne, rica en proteínas, desempeñaba un papel esencial, permitió que aumentara el volumen del cerebro y disminuyera la longitud de los intestinos.
Algunos han querido ver en este cambio de orientación en la dieta de los homínidos la causa remota del origen de la inteligencia humana. Así en un artículo titulado: La cuna africana del hombre, publicado por la Revista Conocer (nº 175, agosto de 1997, p. 55), y firmado por Mónica Salomone, puede leerse: “si los primeros humanos no hubieran complementado la dieta semivegetariana de sus primos los australopitecinos, jamás hubieran podido permitirse el ser inteligentes”. De un parecer similar es William R. Leonard que publicaba en el mes de diciembre de 2002 un artículo titulado Food for thought. Dietary change was a driving force in human evolution. La traducción literal vendría a ser algo así como: Comida para pensar. Cambios en la dieta fueron una fuerza conductora en evolución humana. El próximo mes de febrero este artículo saldrá publicado en la revista Investigación y Ciencia (versión castellana de la revista anteriormente citada), pero con un título aparentemente más moderado: Alimento y mente. Juan Luis Arsuaga también es de esta opinión. En una entrevista concedida al diario La Vanguardia declaraba: “La explotación alimenticia de la carroña permitiría que se dieran una serie de cambios morfológicos en los homínidos, que acabaron por hacernos como somos. ¡Comer carroña nos hizo inteligentes! ¡Ya tengo titular! (exclamaba el periodista) Precisémoslo (matizaba Arsuaga): comer carroña no produjo directamente ese salto, pero permitió que pudiera darse. Permitió un mayor desarrollo cerebral: el cerebro pudo crecer..., y creció. .- Periodista: Acláremelo. Carroña e inteligencia: ¡parece una broma! (...) ¿La carne nos hizo inteligentes? - Arsuaga: La dieta con carroña permitió que algún individuo mutante con menos intestino pudiera sobrevivir (y transmitir sus genes). Y permitió que mutantes con cerebro mayor pudieran sostenerlo (y transmitir sus genes). Y un cerebro mayor permitió crear mejor tecnología (piedras, filos...) [En su última publicación Arsuaga expone esta idea en las páginas 87 y 88], y la mejor tecnología facilitó el acceso a más carne. .-Periodista: Una rueda. .- Arsuaga: ¡La rueda de la inteligencia![En Los aborígenes Arsuaga expresa esta misma idea en los siguientes términos: “El hábito de comer carroña creó nuevas presiones de selección que han llevado a la evolución directamente hasta nosotros. Es decir, por una vez, al menos, en la historia de la vida, alguien hizo algo que tuvo una enorme trascendencia, porque la rueda que puso en movimiento produjo más tarde la razón” (op. cit., p. 53).] Comer carne fue un cambio cultural que abrió la vía a eventuales cambios morfológicos, que, una vez verificados, permitieron otros cambios culturales” (La Vanguardia; 24-XI-2002). Es el mismo argumento que expuso hace seis años Robert Blumenschine cuando declaró que: “los homínidos con cerebros relativamente grandes fueron capaces de fabricar herramientas de piedra, y de emplearlas para descuartizar y descarnar los restos de animales grandes; así pues, los individuos con cerebros grandes podían comer mejor, podían tener más descendencia y, por tanto, esa característica fue seleccionada como ventaja adaptativa” [R. Blumenschine: La cuna africana del hombre; Revista Conocer, nº 175, agosto de 1997, p. 55.].
Incluso hay quienes piensan que la alimentación jugó un papel tan importante en la evolución humana como para ser la causa de la aparición del lenguaje oral. Esto es precisamente lo que defiende el primatólogo Richard Byrne cuando afirma que: “el lenguaje apareció en la prehistoria a partir de las secuencias de movimientos desarrolladas para preparar alimentos” (La Vanguardia; 16.X.2002); o lo que es lo mismo: manipular alimentos tuvo como consecuencia, según Byrne, la aparición del lenguaje. Y aunque este científico niega que el lenguaje sea la base del pensamiento, todo el mundo está de acuerdo en que lenguaje e inteligencia guardan una estrecha relación.
Volviendo a la tesis central de Aiello y Wheeler expuesta en Los aborígenes, que afirma que el consumo de carne por parte de los homínidos hizo aumentar el tamaño del cerebro, facilitando así el surgimiento paulatino de la inteligencia; nos lleva a planear una pregunta ingenua, sin duda, pero pertinente. Si esta hipótesis es correcta..., entonces ¿por qué los grandes carnívoros, como el tigre o la pantera, que llevan muchos millones de años comiendo carne, no han desarrollado cerebros muy voluminosos, y ya no digamos inteligencia en el sentido fuerte de la palabra? Es más, ¿por qué grandes depredadores como el león o la hiena, los carnívoros por antonomasia, han visto como sus cuerpos, y por ende sus cerebros, reducían su tamaño en un tercio a lo largo del último par de millones de años? Una respuesta posible a esto último sería afirmar que las especies actuales de leones y hienas no son descendientes directas de aquéllas. Quizás, pero queda en pie la cuestión de que sus cerebros no son especialmente grandes pese a llevar millones de años comiendo carne como elemento prácticamente exclusivo de su dieta, lo que no es el caso en los homínidos que, no lo olvidemos, son omnívoros y, por lo tanto, el consumo de carne, sólo representa una parte de su dieta.
Por otra parte, no todos los científicos están de acuerdo en que el cerebro humano no haya hecho otra cosa más que crecer en los últimos dos millones y medio de años. Robert D. Martin afirma que: “cada vez hay más pruebas de que el cerebro de los componentes de nuestra propia especie Homo sapiens era antes mayor que ahora. Todo indica que se ha ido produciendo una reducción estable del tamaño cerebral humano (sin disminución concomitante del tamaño corporal) durante los últimos 20.000 años aproximadamente. Por tanto, el tamaño del cerebro humano ha experimentado un descenso progresivo durante el mismo período en que se han producido los avances más notorios de la cultura humana” [Robert. D. Martin: Capacidad cerebral y evolución humana; en Los orígenes de la humanidad, Investigación y Ciencia, Temas 19, primer trimestre de 2000, p. 61.], concluyendo que: “los cambios de mayor trascendencia para la sociedad humana han ido acompañados de un descenso progresivo de nuestro tamaño cerebral” [Ibidem.]. Martin acompaña estas afirmaciones con datos concretos, afirmando que los humanos del Mesolítico (hace unos diez mil años) presentaban una media de encefalización de 1593 cc. los varones y 1502 cc. las hembras; en cambio los hombres actuales tienen un promedio de 1436 cc. y las mujeres 1241.