Rubén Darío, ¿Dichoso el árbol que es apenas sensitivo?
Su vida y obra literaria nos ayudan a comprender que no sirve cualquier senda para llegar a la felicidad y, sobre todo, si es contraria al fin y al destino del ser humano
A René Pérez.
Dichoso el árbol que es apenas sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya no siente,
pues no hay dolor más grande que el dolor de ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo cierto,
y el temor de haber sido y un futuro terror…
Y el espanto seguro de estar mañana muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y por
lo que no conocemos y apenas sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos racimos,
y la tumba que aguarda con sus fúnebres ramos,
y no saber adónde vamos,
ni de dónde venimos!…
En nuestra larga serie de rincones literarios pueden observarse dos líneas directivas: las que recogen el lamento por unas esperanzas que nos han defraudado al no conseguir lo que prometieron (mesianismos terrenales); y aquellas que respetan la naturaleza de cada ser, aún a contracorriente, y dan respuesta a lo que en lo más hondo de nuestro interior anhelamos. En una y otra subyace una concepción del hombre, en positivo o en negativo. Ojalá un día cayera en la cuenta la Humanidad de que tras tanto anhelo se oculta la esperanza del Reino de Cristo, reino de paz y justicia; reino de vida y amor, el Reino que consciente o inconscientemente anhela la humanidad entera. Porque sólo en Cristo se explica en su compleja totalidad el misterio del Hombre.
No existe un poema que denuncie de manera más rotunda el hundimiento de las esperanzas de una humanidad autosuficiente, como el titulado “Lo fatal”, uno de los más representativos del libro “Cantos de vida y esperanza” de Rubén Darío. Quiso el hombre, frente a la sociedad cristiana, conseguir y construir un mundo feliz por obra de sus manos, sin contar en ningún momento con Dios y al final del proceso se encontró vacío, sin felicidad, sin Dios y sin saber ni fin ni destino ni lo que nos corresponde en cuanto hombres.
Sin embargo en el suceder de los acontecimientos todo ha resultado falaz y engañoso. El ser humano necesita algo más que la cocina, el lecho amoroso y el hospital. Existen llagas en el alma; y éstas esperan otras respuestas, distintas de los centros de salud, de los harenes públicos o privados, o de los comedores selectivos o multitudinarios. Rubén Darío creyó, como hombre de su tiempo, así se decía, y de buena voluntad, que la civilización cristiana había sucumbido ante el triunfo de la ciencia, que en el futuro próximo, el destino de la religión era desaparecer. Sin Dios en el horizonte, ¿qué impedía que el deseo sensual o la apetencia de nuevas sensaciones placenteras fueran el condimento de una vida feliz?
No conozco otro poeta que haya sido capaz de recoger en sus versos el convencimiento sincero de que la felicidad personal pasaba por la satisfacción de las apetencias de todos los sentidos. Refinar sensaciones. Sin duda en clave estética. Pero Rubén también en su estilo personal de vivir. Como en la película “Días de vino y rosas”. Los modernistas no pretendían los deleites con la brutalidad de los bárbaros. Grecia, Roma y, su heredera moderna, París, eran el referente exquisito, un ideal para conseguir lo voluptuoso sin perder la elegancia del vilipendiado mundo aristocrático, suficientemente demolido por las revoluciones. Pero tras tanto telón o tapiz deslumbrante aparece el ser humano en toda su miseria. El ser humano sale de esta ya prolongada experiencia audaz como un desvalido. También ahora. El hombre moderno y contemporáneo se ha equivocado en su ruta para lograr la felicidad aquí y ahora. No me cansaré de repetir que su modelo antropológico es erróneo y conduce generación tras generación a la tristeza y la frustración.
Los dos hemistiquios del alejandrino del último serventesio, resumen el resultado de la larga rebeldía. El hombre contemporáneo ha olvidado lo que sabían sus antepasados menos ilustrados: “adónde vamos, ni de dónde venimos”. Europa que sabía tanto de la naturaleza del ser humano, de su ser, de su principio y de su fin, se encuentra desorientada, ha olvidado procedencia y destino. Rubén Darío lo confiesa con absoluta claridad.
El texto ejemplifica un fenómeno universal, tanto individual como colectivo. El tiempo que se nos ha dado, ese tiempo “que ni vuelve ni tropieza” coloca sueños y pretensiones en su sitio y en este poema coloca a Rubén ante la desazón y angustia de la muerte. Su raíz cristiana ha rebrotado pero llena de confusiones y miedos. Sus escarceos con la cultura oriental le han contaminado de la creencia en vidas anteriores “y el temor de haber sido”; y lo que es más lamentable le han puesto ante un callejón sin salida “y un futuro terror…” Porque al final la muerte es un acontecimiento ineludible: “Y el espanto seguro de estar mañana muerto”, pero sin ninguna esperanza ni misericordia. Ve al ser humano como una sucesión de tentaciones invencibles que le arrastran a la desesperación. La sucesión de polisíndeton (La conjunción copulativa “Y”), la reiteración de frases paralelísticas, hábilmente distribuidas en encabalgamientos y esticomitias, contribuyen a intensificar la angustia y la obsesión quedando en nuestro recuerdo “el espanto seguro” y el sufrimiento sin sentido, como mensaje que anuncia el título: “Lo fatal”.
Sin embargo en este contexto cultural del modernismo, que huye de lo vulgar y busca como criterio de buen gusto y aristocratismo del alma “el arte de refinar sensaciones”, que canta al hombre sensitivo, me sobrecoge la confesión que Darío realiza en el primer serventesio. No tengo la menor duda de que la fama de que goza el poema a él se le debe. Yo recuerdo que mis maestros me enseñaban que existía el reino mineral, el reino vegetal y el reino animal y que, por haber sido dotado de razón, el ser humano ocupaba el lugar supremo de la Creación. Si leemos atentamente veremos que desde la amargura existencial del poeta se ha invertido el orden. ¡Llama dichoso al árbol! (¿dichoso?) pero el argumento que arguye es demoledor: porque es “apenas” sensitivo.
En paradoja asombrosa, ¡llama más dichosa a la piedra! (¿La piedra puede ser dichosa?) Y el argumento nos descorazona: “porque esa ya no siente”. Es mejor ser piedra que árbol y es mejor ser árbol que tener cualquier tipo de vida animal; y lo peor, ser humano, pues la pesadumbre nos viene por ser conscientes “ni mayor pesadumbre que la vida consciente”.
Cuando leo este poema no puedo evitar recordar aquella pretensión de los renacentistas de convertirse en medida de todas las cosas. Al más conspicuo de los modernistas le cupo en suerte renegar de lo más sublime del ser humano.