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María de Magdala

Ernestina de Champourcín

Capítulo I

“Por las noches busqué en mi lecho al
que ama mi alma; busquélo y no lo
hallé”.

Cantar de los Cantares, cap. 3, 1.

María de Magdala
Entre todas las cortesanas predilectas de aquellos patricios refinados e insatisfechos, sobresalía por su ardor en el placer, su ciencia voluptuosa y el júbilo carnal de su espléndida hermosura, María de Magdala. Sin ella, los festines languidecían desabridos y en los retozos del lecho ninguno lograba olvidar que estrechaba contra su carne una carne mercenaria.

La noche iba envolviendo las cercanías de Jerusalén; una estrella madrugadora se encendió muy alto, sobre las quintas de recreo, las granjas y las humildes casucas diseminadas en la ladera del monte de los Olivos. En la parte inferior de la blanda vertiente oriental, Betania titilaba con sus débiles y vacilantes lucecillas. Las sombras fueron borrando la silueta gallarda de los palacetes, los pórticos de mármol, las sendas de los jardines con sus dobles vallas de rosales, los huertos recatados entre las moreras y las casitas de adobe con su estrecho ventanuco que apenas dejaba salir el reflejo aceitoso de una lámpara.

Nadie se aventuraba ya por los inciertos caminos; únicamente el súbito fulgor de una antorcha, el eco de unos pasos precedían la litera de algún noble patricio o de algún israelita hacendado que regresaban al retiro de sus quintas en busca de reposo o de placer. Parecía que con cada nueva estrella se cerraba un pórtico o vibraba el último ladrido de un perro. Los caminantes que viven del trajín de las rutas, del óbolo mezquino, de la torta de pan y del sorbo de agua que los demás desdeñan, dormían rendidos en la oquedad de un peñasco o cobijados por las copas redondas y apretadas de un grupo de olivos. A esas horas los leprosos, olvidando un instante su miedo, refrescaban sus llagas en alguna alberca, sin cuidarse del peligro de la contaminación.

Casi al pie del monte, cerca del camino que conduce a Jerusalén, un intenso olor a magnolias revelaba como un secreto la existencia de un hermoso jardín, el más bello de todos, a cuyo amparo se escondía un grácil edificio de mármol rosa, de cuyas estancias brotaban los únicos rumores que herían a veces la perfección de aquel silencio. En el atrio de esbeltas columnas, las tañedoras de cítara esperaban la señal para acudir a la sala del convivio y de dos literas rezagadas bajaron envueltas en rasos y aromas las que habían de ser gracia y adorno del festín.

En la gran sala revestida de jaspes y bronces, la mesa, un solo bloque de mármol negro pulido y reluciente, se iba cubriendo de blancos pétalos que caían de una áurea malla tendida cerca del techo. Los amplios triclinios con sus muelles cojines esperaban a patricios y cortesanas para sostener, hasta que amaneciera, sus cuerpos ungidos de perfumes y sedientos de voluptuosa hartura.

Las mujeres de Palestina son bellas y ardientes; pero la sensualidad es más profunda en ellas que en las romanas; más hondo su afán de goce; parece que el deseo prendido en sus pupilas ardiera secretamente hacia dentro hasta consumir el ímpetu de la lujuria, dejándoles después una  soledad misteriosa que trasciende a su carne más íntima, al más sellado de sus pensamientos. También poseen en grado sumo el arte supremo de agradar, la dulzura que atrae y persuade, la malicia que inquieta y enciende y esa feminidad penetrante, esa gracia felina, esa fuerza avasalladora a las que cede el hombre sin saberlas definir.

Los romanos a quienes sus funciones llevaban hacia esas tierras abandonaban pronto a las mujeres de placer que los habían acompañado, para entregarse a los brazos de esas otras que los ataban al país con suaves y firmes ligaduras.

Entre todas las cortesanas predilectas de aquellos patricios refinados e insatisfechos, sobresalía por su ardor en el placer, su ciencia voluptuosa y el júbilo carnal de su espléndida hermosura, María de Magdala. Sin ella, los festines languidecían desabridos y en los retozos del lecho ninguno lograba olvidar que estrechaba contra su carne una carne mercenaria. Pero aquella mujer era distinta. Una generosidad espontánea contrarrestaba la codicia inherente a su oficio y llevaba el peso de sus riquezas con tan majestuoso talante que borraba el recuerdo vergonzoso de su origen. Solo suscitó el desdén y la animadversión de los pobres, de los que odiaban igual a pontífices y fariseos, magistrados y tetrarcas, a todo el que no se confundía con la hez, la plebe, la multitud.

La Magdalena no sabía quiénes la llamaron esa noche. Hastiada de varios amantes, solía acudir donde la requirieran para realzar un festín o distraer el tedio de alguna soledad. Las tocas de la mujer hebrea no ocultaban sus rizos, cuyos reflejos de cobre encendían la púrpura de un velo colocado al desgaire con más intención de descubrirlos que de sujetarlos. Sobre la túnica transparente y recamada de joyas que ceñía su cuerpo, flotaba un manto entretejido con hilillos de oro cuyos pliegues hábilmente dispuestos se abrían al andar poniendo en evidencia la firme redondez de un seno o el contorno de una cadera perfectamente modelada. La fimbria de la túnica permitía entrever los pies blanquísimos, aprisionados en sandalias de piel de chivo sujetas con tiras de brillantes. Dos esclavas muy jóvenes, casi niñas, la ayudaron a bajar de la litera y esponjaron en torno suyo las vestiduras, alisándole también algún rizo demasiado rebelde. Desdeñosa y arrogante, penetró en la mansión donde aguardaban sus futuros compañeros de orgía.

–¡Salve, oh envidia de las diosas! –exclamó al verla Proclo Focidio, un mancebo lánguido y esbelto, demasiado hermoso, que coleccionaba joyas y esclavos, por puro goce contemplativo6, gastándose en ello una fortuna.

–¡En tu cabeza traes el otoño; en tu cuerpo, la primavera! –interrumpió un hombre bajito y gordo que parecía untar de grasa sus frases y que se acercó a María jadeando, no sabemos si del esfuerzo o de contenida lujuria. Sus manos sebosas trataron de quitarle el manto sujeto a los hombros por broches resplandecientes. Ella le dejó forcejear unos instantes y luego, con una carcajada que escarnecía su torpeza, se dirigió al anfitrión, el magistrado Licio, a quien acababa de reconocer.

¡Sálvame, oh amigo Licio, de estas informes garras!

–Y mientras el interpelado desabrochaba el manto con evidente regodeo, añadió:

–Ignoraba que esta quinta fuera tuya; vine sin saber con quién pasaría la noche; celebro que seas tú.

Y al decir estas palabras sacudió con un gesto de su hombro ya desnudo las manos finas y enjoyadas del opulento patricio, amigo de otras épocas y que la conoció siendo una moza, allá en sus días de cantonera, cuando aún no realzaban su prestigio el nombre y la riqueza de sus amantes.

Otros hombres y mujeres aguardaban ya en torno de la mesa, recostados en los triclinios y anticipando con su alborozo el comienzo de la orgía. Los esclavos escanciaban los vinos rutilantes como joyas, en copas de tallo finísimo casi invisible. Cada invitado parecía sostener entre sus dedos una gema líquida, rubís sanguinolentos y profundos, osadas aguasmarinas, topacios de todos los matices, desde el sepia hasta el amarillo pálido y vibrante como un rayo de sol.

Reclinada entre Licio y Proclo Focidio, la cortesana de Magdala sonreía escuchándolos y sorbiendo un vino dulce y espeso como un almíbar. Las tañedoras de cítara acompañaban la charla con una tenue música mientras los siervos entraban y salían cubriendo la mesa de exquisitos manjares. Los efectos de las primeras libaciones no tardaron en hacerse sentir. Los hombres hablaban muy alto confundiéndose en sus discursos. Los cintillos de pedrería que sujetaban las túnicas de las mujeres, resbalando sobre los hombros perfumados, abrían senderos a la imperiosa avidez masculina.

–¿Cuándo vienes a vivir conmigo? –repetía Licio, una y otra vez, mientras sus dedos acariciaban la cabellera de María, ya suelta del todo, caído el velo que la amparaba.

–Te daré esta casa si te gusta y serás, entre mis rosales romanos, mi rosa de Jericó, mi Sulamita. Vivirás despreocupada de todo, sin tener que acudir cada noche a una nueva orgía, ni entregarte a un desconocido. ¿Te acuerdas de nuestro primer encuentro? Acabábamos de llegar los dos a Jerusalén; tú, para poner precio a tu hermosura; yo, acompañando al enviado de Roma.

–Recuerdo… –repuso ella lentamente; eras joven y tímido; tus togas recién estrenadas no me amedrentaron; gracias a mi pobreza sabía de la vida más que tú; desde esa primera noche volviste a buscarme muchas veces.

–Sí; nunca olvidé tu ternura con el muchacho inexperto; luego dejaste de ser la cantonera que incita a los que pasan; los más altos dignatarios de Roma no desdeñaban tu lecho. Te perdí de vista. Supe que estabas de nuevo sola. Por eso quise verte y te mandé llamar.

Proclo Focidio, impacientado por el coloquio, deshojó un capullo de nardo en la copa medio vacía de la cortesana.

–¿A que no lo bebes?

En sus ojos brillaba algo más que el pueril desafío. María clavó en él sus pupilas verdes, de un verde dorado que rimaba con su piel trigueña, y esbozando esa sonrisa misteriosa y hacia dentro de las mujeres de Israel, apuró la copa ayudándose con la lengua para recoger los pétalos que las últimas gotas de vino sonrosaban. Uno de ellos se adhirió a sus labios y lo paladeaba ostentosamente apurando la satinada blancura hasta que solo quedó entre unos dientecillos más albos que el deshecho capullo, un resto duro y amargo, una frialdad de acíbar que deshizo la sonrisa en mueca de repugnancia:

–¡Amargos son los posos del deleite, como el corazón de la mujer! –gritó Proclo, deseoso de concentrar la atención en torno suyo.

–Aquí te equivocas –interrumpió Licio–, cuyas manos desprendían ahora un partidor enjoyado entre los senos de la cortesana. En Magdala hay corazones tiernos y jugosos, de una generosidad pronta, sin afeites.

–¡Magdala –declamó entonces Proclo Focidio, derramando la mitad de su copa en libación secreta, Magdala, tejedora de túnicas y cíngulos, arrullada por las tórtolas de su castellar y por las aguas que limpiaron la lepra de la hermana de Moisés; sus mujeres miran y andan indolentes y arden de ansia de delicias.

–¿A qué saben los nardos? –preguntó Primidio, el viejo seboso que saludó en el atrio a la Magdalena.

Ella, sin contestar, cogió la copa de Licio y, como si la besara, depositó en su borde la amargura del pétalo convertido ya en un diminuto copo transparente.

–¡Ofrenda a Venus! –observó riendo otra cortesana, la morena Hyspia, a quien las vehemencias de su compañero apenas dejaban hablar.

–No –replicó bruscamente la hebrea, arrancando la copa que Licio acercaba a sus labios y quebrándola contra el mármol de la mesa; vuestros dioses no son capaces de apurar tan amargo sorbo.

 Y dicho esto sonrió al anfitrión para borrarle la herida de su arisco ademán.

–¡Blasfemaste contra tu deidad tutelar, oh ninfa ingrata y veleidosa! –dijo un poco amedrentado el varón obeso que ahora retenía junto a él a una de las tañedoras de cítara.

María de Magdala
En boca de aquel romano, el cántico de Salomón producía un extraño efecto; pero la hebrea, bajo la caricia de sus palabras, sentía en su carne una especie de transmutación, como si toda ella se espiritualizara, purificándose, como si el deseo de aquel hombre fuese distinto del de los otros, más alto, más hondo y más sincero.

En ese momento alzóse una cortina y penetró en la estancia una negra, cuyos encantos y cuya destreza en el arte de la danza eran muy ensalzados esos días por los hombres más refinados de Jerusalén.

Dos efebos, su pulida blancura en contraste con la lisa caoba del cuerpo femenino, la seguían en sus evoluciones con gran deleite de Proclo Focidio que retuvo por fin a uno de ellos para que compartiera su lecho y su plática. Licio, encantado de aquel incidente que lo dejaba más solo junto a la cortesana, hizo una seña y a las tañedoras se unieron otros músicos; el vino llenó de nuevo las copas; el vertiginoso ir y venir de la negra ante las pupilas ya un poco nubladas de los invitados desató el débil freno que reprimía sus instintos, y el dueño de la casa, aprovechando el desfallecimiento general, arrastró a María hasta el jardín.

El monte Olivete se extendía frente a ellos, casi sin contornos, y en lontananza, las tinieblas, suavizándose, dejaban adivinar las cúpulas de Jerusalén. Un esclavo colocó entre dos columnas una antorcha encendida bajo una copa de alabastro y el resplandor de la llama engrandeció las sombras de los árboles y las flores de las magnolias, que se copiaron monstruosamente en la grava de los senderos. Licio pidió el manto de la hebrea para protegerla del airecillo nocturno, plegándoselo sobre los hombros, que ella no retiró, hecha ya a esos roces que su carne insensible apenas recibía ni rechazaba.

–¡Bello refugio supiste labrarte! –dijo al magistrado, que la contemplaba con una avidez creciente, cuyo ímpetu hacía palpitar las aletas de su delgada nariz patricia.

–Pues ha de ser tuyo si lo quieres y me aceptas con él –replicó, estrechándola.

Aquí falta una mujer como la que tú serás el día en que te entregues de veras, cuando abandones tu lejanía; tu íntima burla, tus fingimientos. Quinta y siervos serán tuyos y dispondrás también de todas mis riquezas; todo te lo daré a cambio de tu contigüidad. La Magdalena se estremeció en la sombra y Licio pudo creer, por un momento, que cedía.

–No quiero ser de nadie –dijo al fin, con un ademán altivo que irguió su frente como si buscara las estrellas.

Y al ver que el patricio sonreía, añadió:

–Ya sé lo que piensas, ¡oh Licio! Piensas en todos los hombres que me tuvieron en sus brazos y crees que no tengo derecho a hablar así. Me doy al que me paga12, es verdad. ¿Pero acaso saben mis amantes de una noche hasta dónde llega mi don? ¿Y acaso les importa saberlo? Parten al amanecer, despreocupados, y si vuelven es sin duda porque no me excedí en darles más de lo que deseaban; el bálsamo o el acicate de una noche de amor. Lo permanente agobia, asusta a los hombres, los abruma con el peso de una responsabilidad que no desean; prefieren el don frágil, huidizo, lo que pierden en cuanto se alejan, lo que vuelven a desear en cuanto lo han perdido...

Los que me tuvieron junto a sí largamente, acabaron hastiándose, no solo de mí, sino de ellos mismos tal como se veían a mi lado... Sí, no protestes; Venus rediviva los habría hastiado igual.  Vosotros, los que me buscáis ahora, no os cansasteis porque sabéis que no me podríais retener. ¿Os doy lo que queréis? Pues no pidáis más. Y dejadme marchar con el alba hacia mí misma, ¡si es que aún existo fuera de vosotros!

Se sentía floja, débil y al mismo tiempo dichosa. Con Licio estaba más a gusto, más segura y libre de esa repugnancia que a veces despertaban en ella las asiduidades de los hombres. Y no es que su poder sobre ellos la dejara indiferente; al contrario; con frecuencia se había entregado al primer transeúnte por una mezquina remuneración con tal de sentirlo inerme ante ella, la cortesana, que de instrumento se convertía así en causa dominadora.

Después de todo, eso era lo único que enaltecía su vida haciéndola superior a las otras mujeres de su oficio. Sabía y podía dominar al hombre, espiritualizando de cierta manera sus más viles instintos.

Licio la estrechó de pronto en sus brazos, ciñendo todo su cuerpo flexible, besando sus hombros, sus senos, que la túnica transparente descubría. El aroma de aquella mujer le embriagaba dulcemente. Junto a ella, el perfume de los jazmineros y de los rosales se iba borrando, fundiéndose en el hálito de su rara hermosura. El mundo entero olía igual que su cabellera, que sus labios. ¡Y cómo gozaba junto a los hombres sintiéndose mujer, respirándose a sí misma en ellos, transfigurándose para ellos!

Los hipócritas y la chusma odiaban a la Magdalena con la misma intensidad, aunque por opuestas razones. Los primeros la consideraban como una personificación del pecado, del más prestigioso y maldito entre los siete pecados capitales. Representaba la lujuria y la sensualidad, esos goces de la carne que ellos buscaban en secreto y que constituían el oficio y la vida misma de la cortesana. Para la chusma era un símbolo de esa riqueza y de ese lujo humillantes como un bofetón.

Muy pocos la conocían de cerca, pero la historia que trenzaron hablillas y murmuraciones les pareció suficiente. La hermosa hebrea comerciaba con su cuerpo y solo los ricos, los poderosos, –esto es lo que más les dolía– usufructuaban sus encantos. La pobreza de su imaginación no llegaba a figurarse que aquella mujer pudiera ser generosa, ávida de verdades, inquieta... ignorando que más de una vez ofreció por nada a un mendigo astroso y maloliente mucho más de lo que otros lograban a un precio fabuloso.

–¡Licio, María, venid! Primidio ha emborrachado a una de las tañedoras, le arrancó su vestido y después de bailar desnuda como una loca, está delirando. ¡Venid y escuchad! ¡Por los dioses! jamás oí tales desvaríos.

La voz de Proclo Focidio, estridente y descompasada, llegó hasta el jardín.

–Pues yo desvarío sin haber bebido –murmuró Licio en voz ronca, sin separarse de la cortesana. Por lo pronto, esta noche es mía –añadió bruscamente. Vamos adentro.

Y sin advertir la súbita dureza que asomó en los ojos de la israelita, la siguió ciñéndole aún el talle.

–¡Ya aparecisteis! –gritó el obeso Primidio, adelantándose hacia ellos. Los furores de Baco han caído sobre la pobrecita Myrtis y se halla presa del divino delirio. Te esperábamos a ti, honra y prez de Magdala, para que trences tus piececillos y todo tu cuerpo al son que desgranarán pronto los flautistas. ¡Licio, pídele tú que baile sin túnica como en Jerusalén ante el Legado de Siria!

María de Magdala

La hebrea, desprendiéndose de su amigo, pasó ante el romano sin escucharle y se acercó a un grupo que junto a la mesa rodeaba a la tañedora de cítara. Era una esclava griega, casi una niña; su cuerpo moreno y menudo se hallaba ahora malamente cubierto por la túnica verde que Primidio le había arrancado. Hyspia, recostada en el triclinio de un viejo mercader que a pesar de su mala salud y de sus años era por su riqueza y su lujuria huésped obligado en todos los festines, reía estrepitosamente, señalando a Myrtis, que, tirada en el suelo, clavaba en torno suyo los grandes ojos extraviados.

–Os reís de mí porque soy una esclava –decía entrecortadamente, estremeciéndose toda en las convulsiones del hipo; pero el Rabbí... enseña que somos todos hermanos… Amaos los unos a los otros...

María de Magdala, Hyspia no son mejores que yo... pero no os atrevéis con ellas, aunque también las pagáis, porque son libres... porque... saben... más. El otro día... íbamos al banquete de Silas Niceo y cerca de Betania... encontramos al Rabbí... La chusma que le sigue nos empujaba, señalando con el dedo nuestras túnicas cortas… Mis mejillas se encendían y Él nos dejó pasar... me miró a los ojos y después en mi nuca sentí largo tiempo su mirada... Me han contado lo que predica... Él me hubiera defendido de vuestras burlas... de vuestro vino...

Una tempestad de sollozos sacudió sus hombros.

–¡Sacadla de aquí! –gritó Licio encolerizado. ¿A quién se le ha ocurrido traer una esclava enferma? ¡Que la encierren en la ergástula hasta que sane!

Pero María, apartando a los curiosos, se inclinó para alzarla.

–¿No veis que es una niña apenas núbil? La han hecho beber tanto que no puede tenerse en pie. ¡Seguid con vuestras danzas! Vuelvo inmediatamente.

Y sin cuidarse de nadie, con la tañedora en brazos, salió al jardín.

–¡Qué caprichos tiene esta mujer! –comentó Proclo, hastiado ya de su efebo.

–Como según vosotros no tiene precio su hermosura, se cree reina de las cortesanas; pero Venus es mudable y su protección no es eterna –dijo Hyspia en tono airado.

–Le falta dignidad –añadió una romana pálida y sinuosa, célebre por sus viciosos refinamientos. Interesarse así por una esclava es un modo vulgar de ser extravagante.

–Hay personas que no logran ser vulgares aunque quieran –insinuó Licio secamente. ¡A ver, esclavos: más vino! ¡Que vuelva la danzarina!

Y mientras los ojos de los hombres se dilataban para no perder un solo movimiento de la negra y las otras mujeres se disponían a competir con ella en el arte de la voluptuosidad, la israelita apoyada junto a Myrtis en las columnas del atrio, le preguntaba sin dar tiempo a que se repusiera y obedeciendo a una curiosidad irresistible:

–¿Quién es ese Rabbí, y por qué dice que todos somos hermanos?

La muchacha alzó los ojos y, ya más serena, aunque algo medrosa, dijo:

–¿No me castigaréis si hablo?

–No soy tu señora; nada tienes que temer.

–Nunca lo nombro entre los romanos; ya me azotaron porque otra esclava repitió cosas que yo dije. Pero esta noche Primidio me hizo beber hasta que perdí la cabeza. El Rabbí... algunos israelitas creen que es el Mesías; otros lo odian. Yo solo sé que mira como si lo supiese todo y que su palabra es dulce como el correr de riachuelo. Lanza los demonios cura la lepra. Va por todas partes predicando. Le siguen unos pescadores.

–¡Pero predica el amor! –interrumpió ávidamente la cortesana.

–Sí, pero es otro amor. Yo no entiendo bien todo lo que cuentan.

A veces viene hasta aquí desde Betania donde suele descansar con sus discípulos. Hay algunas mujeres que van a todos lados con Él. Ahora, dejadme marchar; seré castigada si no regreso a la fiesta.

En ese momento un esclavo se acercó a María.

–Mi señor os llama –dijo.

La hebrea se mordió los labios. Myrtis echó a correr. Licio esperaba nervioso e impaciente. La Magdalena sonrió:

–Como ves, obedezco tus órdenes sin tardanza. No has querido dejarme olvidar que esta noche dispones de mí. Tienes razón.

El romano, confuso, la miró en silencio. Tras breve pausa, replicó:

–Me molestó la embriaguez de esa esclava. Pero ahora solo me importas tú. Los demás no nos necesitan. ¿Oyes su bulla y su alboroto? Aún no has visto mi casa. Ven. Y cogiéndola de la mano penetró, por un corredor lateral, al patio interno, especie de oculto jardín que separaba su aposento íntimo de las otras habitaciones. Un lecho de marfil incrustado de oro ocupaba el centro de la estancia. Bajo una copa de alabastro, la lámpara se estremecía levemente. Los jazmines del jardincillo exhalaban un aroma tan penetrante que el dormitorio parecía rezumar perfume y al entrar en él la cortesana sufrió un ligero vértigo.

–¿Cómo puedes dormir aquí con este olor? –preguntó a Licio apoyándose en su brazo mientras se pasaba la mano por la frente. Es divino y atroz... Pudiste elegir otras flores.

–No he querido –repuso él alzándola para sentarla sobre el lecho.

Es como si se entrara en el mundo de los sueños que, para mí, es el de la verdad. ¿No lo sientes? Esta noche los jazmines huelen mejor para ti... Pero estás fatigada... échate... La obligó suavemente a reclinar la cabeza entre los almohadones de plumón de cisne y, levantando sus pies, alisó bajo ellos las pieles de gacela. En el patio, el surtidor se desgranaba sobre la pila de mármol rosa. María, con los ojos cerrados, inmóvil, observaba cada gesto de Licio sin afán de rechazarlo, abandonándose gratamente al impulso de aquella pasión. Después de todo, esos brazos que ahora la ceñían quizás fueran un buen asilo, un refugio cálido y muelle donde remansar toda su inquietud.

Se incorporó entonces para ver los ojos de Licio; aquella mirada, en general burlona, la envolvía ahora, penetrándola en lo más íntimo, alzándola hasta que se sintió prisionera en el ámbito de sus pupilas. Y sus palabras le llegaron de muy lejos, enronquecidas, lentas, meciendo su voluptuosa dejadez:

–“Subiré a la palma, asiré sus racimos: y tus pechos serán ahora como racimos de vid, y el olor de tu boca como de manzanas; y tu paladar como el buen vino”.

En boca de aquel romano, el cántico de Salomón producía un extraño efecto; pero la hebrea, bajo la caricia de sus palabras, sentía en su carne una especie de transmutación, como si toda ella se espiritualizara, purificándose, como si el deseo de aquel hombre fuese distinto del de los otros, más alto, más hondo y más sincero. Escuchándolo, se creyó transportada siglos atrás a los tiempos del glorioso rey e instintivamente, sonriendo para quitar importancia a su réplica, repuso:

–“Venga mi amado a su huerto y coma de su dulce fruta”.

Entonces Licio, con manos temblorosas, empezó a desatarle las sandalias, lentamente, evitando rozar sus pies, como si esas caricias accidentales le parecieran indignas. Solo rompía el silencio grávido de aromas la voz que murmuraba versículos del Cantar:

–“¡Cuán hermosos son tus pies en los calzados, ¡oh hija de príncipes! Los contornos de tus muslos son como joyas... tus dos pechos como dos cabritos mellizos...”.

Y la música de aquellas frases iba despertando en la israelita un alma desconocida, milenaria, cuyas réplicas a los requiebros bíblicos eran una entrega súbita y total.

¿Qué extraño misterio impulsaba esa noche a estos dos seres tan distintos, de tan desigual condición, al romano y a la hebrea, al patricio y la cortesana, borrando todos los desniveles, todas las diferencias, acercándolos de modo tan entrañable?

El hombre olvidaba su sensualidad sin freno, su ansia de goces difíciles y estudiados, su egoísmo en el placer, su desprecio por la delicadeza y la ternura. Y la israelita desconociendo su arte de cortesana, su destreza para despertar y satisfacer los deseos, para simular pasiones o desvíos, se entregaba plenamente, mimosa y desvalida, sin resistencias pueriles ni artificiosas ficciones.

Una esclava había corrido discretamente las cortinas de púrpura, aislando la cámara del patio, pero sin amortiguar el murmullo del surtidor ni el hálito penetrante de los jazmines. La persistencia monótona de aquel perfume acabó por fatigar a Licio que, aprovechando un desfallecimiento de la cortesana para arrancarse de su cuerpo, cogió en un arca de cedro, próxima al tálamo, un pomito de alabastro, vertiendo parte de su contenido entre la cabellera y los senos de María.

Era un ungüento de nardo, cuyo aroma anuló pronto el de los jazmines. Las pesadas gotas de aquel óleo, cuajándose entre los cabellos de la hebrea, exhalaron una fragancia cuya secreta delicia hubiera arrebatado la voluntad del varón más austero y prudente.

–¿Qué haces? –preguntó la mujer, abriendo sus pupilas que el goce había nublado y mirando a Licio sin verle, perdida aún en ese otro mundo prestigioso y ancestral evocado por las palabras de Salomón.

–Ungirte con el más exquisito de mis ungüentos. Un óleo de nardo que tu gran rey codiciaría para el cuerpo de la Sulamita. Míralo; te lo llevarás para que el recuerdo de esta noche se adhiera a tu piel, a tu alma...

–Déjame. Vámonos de aquí. Nos esperan, –protestó María débilmente al ver que en los ojos de Licio brillaba otra vez ese fuego que ella conocía demasiado por haberlo visto arder en innumerables pupilas.

Pero el viejo hombre, el hombre eterno surgió nuevamente en el romano, obstinándose en prolongar hasta lo infinito un goce inefable, precioso y fugaz. Pese a todas las reminiscencias que los unían, a ese algo indefinible que la separaba de otras cortesanas, para Licio la Magdalena era sobre todo la mujer, una mujer cuyos encantos estremecían hasta la médula su plenitud de hombre, haciéndosela sentir y tocar, convirtiendo en cosa tangible su esencia misma. Impaciente y dominador, hubiera querido poseerla sin tregua, aniquilarla si era necesario para gozar de su poder, y al sentirla de nuevo lejana, poco dispuesta a renovar el deliquio, olvidó su dulzura de antes, sus delicadezas de enamorado, volviendo a ser el dueño, el ávido desflorador de inéditas sensaciones. Entonces la cortesana cerró los ojos, fingiendo dormir, y el patricio, cuyos brazos la ceñían nuevamente, se irguió con brusquedad, dejando caer sobre los cojines la cabeza que acababa de ungir con un fervor casi religioso. La hebrea contuvo el aliento hasta que lo sintió salir de la estancia, atravesar el patio y entrar en la gran sala para unirse a los demás, sumándose a la orgía cuya estridencia llegaba allí, amortiguada por cortinas y tapices. Entonces, la soledad penetrándola hasta los huesos le hizo ver con tristeza aquella cama tan amplia y tan vacía, su túnica arrugada y hasta su desnudez, que unos minutos antes se le antojó jubilosa e inmune como la desnudez apasionada y pura de la Sulamita. Una tempestad de sollozos sacudió su cuerpo y sin saber lo que hacía, enajenada, loca, mordió los cojines hasta cubrir el lecho de blandos plumones, y quiso arrancarse con su cabellera el óleo que Licio había derramado allí. Por un extraño fenómeno que ya experimentó varias veces tras un placer muy intenso, la tensión voluptuosa se le deshacía en amargura, en exasperación, casi en repugnancia. No era de un modo claro la noción del mal; aquella israelita tenía una educación demasiado pagana, una vida demasiado llena, para perderse en elucubraciones filosóficas o morales. Conocía demasiado a fondo las delicias carnales, su fugacidad, sus posos melancólicos, para que una experiencia más, entre mil, pudiese sobrecogerla o asustarla. Pero alguna vez, como aquella noche, un alma distinta, sobreponiéndose a la suya, le hacía soñar y entrever un paraíso muy diferente donde los hombres no exigían, donde no pagaban, donde el amor era algo muy alto y difícil, un don generoso y gratuito. Esa noche su nerviosidad llegó al paroxismo; desgarró cuanto tenía a mano y, como le irritara el monótono sonsonete del surtidor, entró en el patio y, después de intentar inútilmente detener con sus manos el chorro cristalino, se volvió contra los jazmines a quienes su mente nublada atribuía ahora su malestar. Arrancó los tallos frágiles que se enredaban a las columnas de mármol, cubriendo los mosaicos del suelo con una alfombra de pétalos desgarrados. Consumada su obra, jadeante, rendida, tornó al lecho y, sumiendo la cabeza entre las almohadas que salpicaron su cabellera de suaves copos blanquecinos, lloró, odiando a Licio y a sí misma.

¿Por qué no la dejó en el vergel de sus sueños, junto al amado imposible? ¿Por qué tras de hacerle gustar un sorbo de lo inefable, la obligó a sentir con sus apremios y su impaciencia el ansia brutal del varón, su torpe egoísmo? Le había bastado creer que dormía para dejarla sola, y ahora, seguramente, lo mismo que los demás, acariciaba a Hyspia, a las tañedoras, a la negra, con esas manos que antes la ungieron como si fuese una diosa. Unas gotas de sudor mezclándose al ungüento resbalaron desde su frente impregnándola de humedad y de aroma. Se incorporó, dándose cuenta de los destrozos causados por su cólera en la estancia y en el patio. Pasada la crisis se avergonzaba como siempre; pero esta vez algo le decía que su furor no fue injustificado, que una fuerza sobrenatural la impulsaba25. Maquinalmente empezó a alisarse el cabello y recogió su túnica. Se sentía exhausta, enferma, sin más afán que el de salir sin ser vista y correr a su casa en busca de reposo. Al fin y al cabo, ¿no sería preferible entregarse por completo a esa vida superficial y fastuosa que era la suya, dejar que la desearan, que la cubrieran de dones y riquezas por un instante de placer, ser esclava unas horas, que serlo continuamente junto a un amante que, como Licio, le exigiría sin tregua sensación tras sensación, goce tras goce?

En ese momento, una esclava entreabrió con cautela las cortinas del dormitorio.

–Mi señor me envía para serviros –dijo sumisamente. Y acercándose a la cortesana, se puso a peinar las crenchas que el amor y la ira desrizaron. Después, como iba a vestirle una túnica nueva, María la detuvo:

–Esa no; quiero la mía –dijo en tono áspero, amedrentando a la sierva, que no se atrevió a replicar.

Entonces, alisando lo mejor posible la túnica maltrecha, la ayudó a ponérsela, cubriéndola luego con el manto que Licio desabrochó horas antes. Finalmente le entregó un cofrecillo incrustado de camafeos diciéndole:

–Mi señor os autoriza para marchar si ese es vuestro deseo; os espera aquí mismo mañana al anochecer y os mandará su litera. Y confía en que sus presentes os agraden.

–Está bien; puedes irte –contestó la Magdalena.

 Ya sola, abrió el cofrecillo, que contenía un saco lleno de oro, un espléndido collar de esmeraldas y... el pomo de ungüento empezado, que Licio debió ocultar al irse para dárselo después. Una expresión más dulce suavizó la dureza cuajada en los ojos de María...

Tal vez hizo mal en fingir, en abandonarlo después de enardecerle. Aquel hombre ¿no era acaso el mejor de todos los que conocía y probablemente de todos los que aún había de conocer en los azares de su existencia? Al acercarse a la sala del festín reconoció su voz; se detuvo para oírlo.

–Que no dejen de azotar a Myrtis –ordenaba al intendente por la escena de esta noche; ¡interrumpir la fiesta con historias de ese Rabbí que tiene locos a esos desgraciados judíos!... Amaos los unos a los otros... ¡Como si yo pudiera amar a un esclavo! Ni siquiera a una esclava; gozaré de ella si me place, pero no llego a más. Disponed las literas pronto. Primidio está debajo de la mesa; sacadlo de ahí y que lo conduzcan a su morada.

La cortesana vaciló un instante; luego, con el cofre en la mano, salió sin volver la cabeza. Desde el atrio, Hyspia la vio partir con gran alegría. Supuso que su interés por la esclava había provocado el descontento del señor…

María de Magdala

La casa de María en Jerusalén se alzaba sobre un promontorio en una parte de la población que se abre como ciñendo las aguas misteriosas del Jordán. Esa noche apenas se dio cuenta del trayecto. La invadía un cansancio infinito; solo deseaba dormir, olvidarse de sí misma, como solía sucederle cada vez que se dejaba llevar por el ímpetu de esas crisis cuyo origen desconocía. Una vieja hebrea que la crió y que solía acudir con frecuencia a recoger el fruto de sus generosidades, y a recordarle anécdotas de su niñez, pintorescamente interpretadas, le dijo en una ocasión:

–Niña ¿tú no sabes que de pequeñita estuviste endemoniada? Me asombra verte hoy fresca y resplandeciente como una vara de nardos. Cuando se te negaba algún capricho te ponías rígida, fría, y luego empezabas a llorar y a morder cuanto veías cerca; muchas veces rasgaste mis tocas y arañaste mi rostro...

–¿Y cómo sané, nodriza? –preguntó la cortesana, sonriendo, aniñándose en su curiosidad, en su ansia de aprender cosas de sí misma que ignoraba.

Una de las santas mujeres que cuidan el templo vendió a tu madre unas yerbas que molimos mezclándolas en tu papilla. Sin ella, tal vez serías hoy como esas infelices que el espíritu del mal tortura y que aguardan eternamente la mano piadosa que las sumerge en la piscina de Betseda.

La israelita no olvidó ese relato y en el agotamiento de aquella noche recobró un instante su maliciosa ironía para pensar: “¿Cómo se llamaría el demonio que brotó de mis entrañas esta noche? ¿Tendrá razón la nodriza?”

Ya en Jerusalén, su litera tuvo que pararse varias veces; los trasnochadores conocían a sus siervos y viéndolos pasar concebían la esperanza de que la hermosa mujer les dedicase las primeras horas del día, tan dulces para los escarceos del amor. Pero fue inútil su insistencia. La Magdalena no disponía de su tiempo. Quería consagrar esas horas de íntima delicia a una quimera. Por eso, cuando las esclavas trocaron su túnica por los níveos cendales de las vestiduras nocturnas, cuando hubieron trenzado sus cabellos y refrescado sus sienes con agua helada, penetró entre los cobertores de su lecho silenciosa y grave, y, al sentir el frío inusitado de la soledad, murmuró lentamente, como paladeando su amargura:

–“Por las noches busqué en mi lecho al que ama mi alma; busquélo y no lo hallé”.

Cuando despertó María, ya muy entrada la tarde, y habiendo casi olvidado los incidentes de la víspera, lo primero que vieron sus ojos, en una mesita de jaspe junto al lecho, fue el cofre que Licio le mandó con la esclava. Al abrirlo, las esmeraldas refulgieron como pupilas de gato y al lado de ellas el saquito excitó su curiosidad. Lentamente, una a una, hizo resbalar sobre el lecho las pulidas y resplandecientes monedas. Eran muchas; tantas, que la cortesana no se atrevió a moverse por miedo a que rodasen. El patricio era generoso; más aún, pródigo, y no pudo reprimir una sonrisa de satisfacción ante aquella fortuna. Puso la gargantilla alrededor de su cuello, complaciéndose en admirar las gemas sobre su cutis de ámbar. Sabía que sus ojos eran de igual matiz y que Licio eligió la joya solo por eso. Las monedas de oro la ponían mucho tiempo al abrigo de cualquier preocupación económica y le daban sobre todo el codiciado privilegio de elegir, viviendo un poco para ella misma, de buscar el placer en vez de darlo... de tener joyas y vestidos a su gusto, no siempre al gusto de los demás, de quienes se los regalaban.

Se estiró gozosa, pensando en el baño tibio, en los masajes y cuidados de su esclava favorita, una negra ducha en el arte de los cosméticos y en cuyas manos se ponía diariamente para que realzase y puliese su hermosura. Pasó a la estancia contigua, copiando su espléndida desnudez en los límpidos espejos que cubrían los muros. Su figura multiplicada sonrió entre burlona y dormida desde la líquida profundidad que acechaba.

En el centro de la habitación, cavado en redondo, se abría el baño de mármol verde que las esclavas llenaban con grandes jarros de agua tibia y aromosa. La cortesana se entregó a sus siervas silenciosamente y mientras pulían su cuerpo como si fuera una joya comenzó a recordar... El jardín de Licio... la doble valla de rosales... el perfume de las magnolias... el festín; ¡qué amargas son las flores de nardo!... ¿Por qué rompió la copa de Licio con los pétalos dentro? Sí, ahora ya sabía; la envidiosa Hyspia habló de Venus y esto le daba siempre un extraño malestar. Ella no creía en los dioses de los romanos y a veces le costaba trabajo ocultar ante ellos su desdén por esas divinidades tan groseramente humanas, tan ocupadas en estimular los vicios más bajos de los hombres. El Dios de Israel era distinto; su ira y su majestad inspiraban pavor, pero nunca risa ni desprecio. La hebrea sabía muy bien que ese Dios anatematizaba su vida, que de acuerdo con su ley rígida e inexorable era acreedora a los más duros castigos. Las preocupaciones religiosas no tenían lugar en su inquieto vivir pero siempre que nombraban ante ella a alguna frágil y amable deidad romana, su reacción natural la impulsaba a adorar un instante en secreto a su Dios, al Dios de sus padres, de Abraham y de Moisés. Los incidentes de la noche dependieron todos, quizás, de esa pequeñez... ¿Había asistido a alguna fiesta donde no se nombrara a Venus mientras se le rendía un culto desaforado?

Después, las solicitaciones de Licio, su inaudita delicadeza y aquel ímpetu amoroso que por encima de toda sensualidad le condujo a hablarle y a tratarla con exquisiteces de verdadero enamorado, a ungirla religiosamente con su más precioso ungüento... Ahí, junto a las esmeraldas y el dinero, estaba el pomito de alabastro32 como para hacerle olvidar la fastuosa solidez de los otros presentes... y al verlo, María, a pesar suyo, volvió a sentirse como entonces, aniñada y pura en un trance de entrega total. Junto a los opulentos dones ofrecidos a su calidad de mujer pública, ese otro don, también costoso, pero de un valor casi espiritual, inapreciable a los ojos de muchos; don secreto para regocijo de su carne más íntima, de lo más próximo a su alma, alma de mujer, en la que seguramente el patricio no había pensado. Pero la israelita, a fuerza de tener que interpretar a sus amantes para extraer de ellos un átomo de esencia propia, los recreaba en sí cada vez que le era indispensable evadirse un momento de la realidad. Recordaba ahora su réplica a Licio cuando este empezó a requebrarla con el poema de Salomón: “Venga mi amado a su huerto y coma de su dulce fruto”. ¡Qué absurdo ofrecer así lo que todos consideraban suyo, lo que ella estaba obligada a dejarles tomar!

–¿Desea mi señora que la perfume con el óleo que trajo anoche? –preguntó la esclava, que ahora le frotaba suavemente los pies para que se activase la circulación.

–No, ponme el de siempre –contestó con brusquedad, avergonzándose de dar tanta importancia a un regalo que después de todo no era insólito ni exorbitante.

En eso el esclavo de la puerta vino a advertirla que el grupo habitual de admiradores y amigos la aguardaban. Se hizo vestir rápidamente y, tras un vistazo a los espejos, irguió la cabeza con orgullo, tan alejada de los arrebatos de la víspera que ni el más leve cansancio la oprimía. Cuando su sangre hebrea no bullía abrasándola, le bastaba con ser la más hermosa entre las cortesanas, aquella cuyo lecho era digno de procónsules y tetrarcas, pontífices y legados. Sacudió la cabellera como para desechar sus últimas divagaciones y durante todo el día se mostró más seductora, más ingeniosa y audaz que de costumbre.

Jerusalén entera se ocupaba del Rabbí, de ese hombre extraño al que seguía un grupo de hombres y mujeres adictos, de pescadores judíos; y María contó a sus interlocutores lo que había oído en la mansión de Licio, dando a su relato el tono indispensable para que no pareciera que concedía mucho crédito a los dichos de una esclava borracha. Para la sensualidad egoísta de aquellos romanos, las palabras del profeta judío eran algo escandaloso, inadmisible. ¡Afirmar que todos los hombres son iguales, que los pobres tienen más posibilidad de salvarse que los ricos, era prácticamente atentar contra el orden del Imperio, contra la sociedad y las autoridades! Pero después de todo, esos judíos habían manifestado desde siempre su espíritu morboso, y una predilección muy arraigada por los fenómenos sobrenaturales y las cosas extraordinarias; era una raza inferior que necesitaba hallarse, para vivir, en un estado de continua hiperestesia sabiamente estimulada. Los profetas constituían en ese pueblo una floración indispensable y muy útil para distraer su espíritu con difíciles elucubraciones y mantenerlo alejado de actividades más prácticas y peligrosas, como la política.

Para los judíos cultos, para los fariseos y los sanhedritas, el Rabbí era un problema mucho más grave que para los romanos. Se trataba de uno de los suyos, cuya enorme ascendencia sobre la masa, los pobres y los humildes, representaba un peligro constante, un insulto y una coacción. Aún se le había visto poco en Jerusalén, pero sus prosélitos aumentaban diariamente, y si el pueblo acababa acatándolo como el Mesías no podía preverse lo que iba a pasar.

Al repetir en tono de chanza las palabras de Myrtis, María enrojeció como si mintiera, irritándose luego contra sí misma por esa debilidad. ¿A ella qué podía importarle todo eso? ¡Un profeta que predicaba la igualdad entre los hombres, el dominio de la pasión, el abandono de las riquezas! Era lógico que lo siguieran los pobres, los desvalidos, los que no tenían que renunciar a nada, para ir en pos de él. Pero no quedaba otro remedio que hablar del Rabbí. Era tema obligado como el de las esposas del César, los nuevos oradores o la última orgía. Y la cortesana, dócil al instinto de agradar, no vaciló en reprimir para ello el ansia secreta que suscitaba en su espíritu esa conversación.

Cuando el sol poniente encendía las cúpulas de Jerusalén, llegó a su puerta la litera de Licio. María dudó un instante, pero al recordar la gargantilla de piedras preciosas, el saquito lleno de oro, y más que nada, y sin confesárselo, el raro ungüento, sonrió burlándose de esos pueriles escrúpulos y de esos rencores que carecían de justificación. ¿Iba a echar por tierra la espléndida oportunidad que se le brindaba? ¿Cuántas la habían envidiado ya esa misma tarde al reconocer sobre su pecho las joyas pertenecientes al ponderado tesoro de Licio? ¿Y, por otra parte, no le debía junto a esos dones fabulosos los más exquisitos homenajes a su feminidad?

Esa noche el patricio la esperaba solo y en la expresión triunfante de su mirada lucía un destello de seguridad y codicia inconfundible. La cortesana, resuelta a evitar los extraños desfallecimientos del día anterior, desplegó todo su arte, insinuándose y negándose coquetamente en una deslumbradora exhibición de gracia y flexibilidad femenina.

Solos, junto a la mesa de mármol negro servida por esclavos que desaparecían como sombras, estaba al parecer decidida a empezar de nuevo, a no tener en cuenta el pasado, tan próximo, ni sus posibles resonancias.

Se había puesto una túnica amarilla, como de oro pálido y ni en su cabeza desnuda ni en su cuerpo brillaba una sola joya; esto contrarió a Licio, que no supo resistir al deseo de herirla con una alusión.

–¿Vienes acaso de bautizarte en el Jordán, ¡oh hermosa mía!, y por eso renunciaste a lucir tus mejores adornos?¿O bien lo has hecho para que ningún destello me distraiga de contemplar tu belleza?

–Decidí no ponerme joyas para evitarme cada día las complicaciones de la elección. ¿Cómo lucir los regalos de uno sin disgustar a los otros, y cómo llevarlos todos a la vez sin encorvarme bajo su peso? –replicó en tono malicioso, ofreciéndole su desnuda garganta. ¿No me preferís así, señor mío? Si no os agrado, que vuestros siervos vayan a mi casa con un mensaje y les entregarán alhajas suficientes para abrumar sus hombros.

–¿Cómo pudiste conservar tu orgullo? –preguntó Licio, desarmado ante aquella salida. Cuando creo atraerte te escurres entre mis dedos como esa espuma de la que nació Venus. ¿No te cansarás nunca de este juego? ¿De enredar tu madeja en torno a los hombres para desenredarla después, de un tirón? No te entiendo. En Roma las mujeres de tu clase son distintas. Si tú posees su refinamiento y su sabiduría, en cambio ellas carecen de esa profundidad secreta, de esa reserva tuya que me desazona y me irrita.

–No todas las cortesanas han de ser esclavas y copiar tan sumiso rendimiento. Y aunque os figuréis otra cosa, tampoco nos deseáis así. Os hastiaríais pronto de tanta docilidad.

–Cuando nos conocimos, no hablabas tan sentenciosamente. Algún amante filósofo debió de enseñarte a discurrir y a extraer de tus experiencias tan peregrinas enseñanzas.

–De todos aprendí lo que pude y olvidé lo que me convino. Licio, que tenía grabados en su memoria los menores detalles de la noche anterior, simulaba aceptar a esa otra mujer que ahora se le ofrecía y cuyos dulces labios pronunciaban tan cínicas sentencias. La ductilidad de la israelita era sin duda uno de sus más sutiles encantos, pero esa rara virtud, inapreciable para muchos, irritaba y exasperaba ahora al vehemente patricio35en quien las primeras canas no enfriaron los entusiasmos juveniles.

–¿Tampoco te perfumaste? –inquirió tras una pausa, en la que pudo oírse la palpitación de sus sienes y el jadeo de la hebrea.

–Alguien dijo que mi esencia anulaba todos los aromas. ¿Para qué gastarlos en balde? ¿No percibes mi perfume? –y, al decir esto, se acercó a él hasta rozarle con la frente su mejilla. Entonces los brazos del hombre la ciñeron, duros, rígidos, con una voluntad súbita e inquebrantable, estrujándola sin ternura, secamente, sin más deseo que el de poseer y subyugar.

–No te pusiste mi collar, ni ungiste tus cabellos con mi nardo porque querías conservar tu independencia, tu orgullo, tu libertad –dijo el magistrado después de besarla ensangrentándole la boca–, pero ni en tu imaginación consentiré que te burles de mí habiendo aceptado mis dones, y voy a tenerte de nuevo como ayer, indefensa, entregada, desfallecida por el olor de mis jazmines.

Y María, dominando su rebelión, su afán de huir, se doblegó de nuevo, porque esa noche no la atormentaban los demonios, de los cuales le habló la nodriza, y carecía del impulso misterioso capaz de arrebatarla fuera de sí. El encanto se había roto; los jazmineros apenas tenían flores y la monotonía del surtidor en vez de irritarla le producía una especie de inconsciencia bienhechora. Licio, confundiendo su docilidad con el gozoso desmayo de la víspera, no advirtió nada, ni observó tampoco que la Magdalena se estremecía, acurrucándose entre las tibias pieles del lecho como si temblase con el frío de la soledad.


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