Saber mirar
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María de Magdala

EL ENCUENTRO CON LA MIRADA DE JESÚS

María de Magdala, el encuentro con la mirada de Jesús

Proclo, el patricio, por curiosidad malsana e incluso por si encuentra una ocasión divertida, acompaña a María al Templo de Jerusalén en el momento en que tiene lugar la escena de la mujer cogida en adulterio. El comportamiento de Cristo es sorprendente y conmovedor. La narradora nos lo cuenta con fidelidad absoluta y con elegante realismo. Los gestos y las palabras de Jesús nos sobrecogen “Mujer, ¿dónde están tus acusadores? ¿Nadie te ha condenado?» Ella, acongojada y sollozante, repuso: –Nadie, Señor.

El Rabbí volvió a mirarla y la compasión de sus ojos se extendía milagrosamente al mundo entero, a la adúltera y a sus perseguidores que habían huido.”

Proclo el magistrado romano, no puede entender lo que está sucediendo. “Tu raza es absurda y cruel. Sueña en la Tierra Prometida, en el Mesías, y desdeña los placeres que tiene a mano. Amemos y gocemos. El pecado no existe, ¿verdad?”. Expresión que nos confirma que Ernestina está pensando en los hombres de nuestro tiempo. Un romano no podía hablar de pecado

María Magdalena está sobrecogida. Le parecía increíble lo que acababa de contemplar. Se llenó de un nerviosismo inesperado. “La cortesana, presa de un hondo escalofrío, había cerrado los ojos; cuando los abrió al fin, la mujer ya no estaba en el atrio y el Señor, seguido de algunos discípulos, se iba, pasando junto a ella.”

El momento del encuentro es una recreación de la narradora, absolutamente creíble desde la lógica de los acontecimientos. En el capítulo primero por boca de la joven esclava Myrtis escuchó por primera vez el nombre de Jesús y sus desconcertantes doctrinas. En el capítulo segundo Myrtis le contará sus milagros, sus hechos admirables y sus doctrinas. La transformación de la cortesana hebrea no tiene lugar en un instante, como la caída de San Pablo, sino lentamente, como si Jesús fuera paulatinamente preparando el cambio transformante de una meretriz en una esposa enamorada “candorosa” de Cristo.

Creo que esta gradual conversión es uno de los aciertos del análisis sicológico que Ernestina realiza sobre el proceso de María de Magdala y que irá creciendo en intensidad hasta el final de la narración. Ernestina percibe que en la manera de mirar del Señor, está el secreto de la transformación de la cortesana. Era un modo tan radicalmente distinto de los que constantemente percibía entre sus clientes y entre los hombres que se  cruzaban con ella en sus caminos, que comprendió que en esa mirada se encerraba una concepción nueva de amor, en el que se deja de ser objeto para sentirse persona. Por primera vez se siente conocida en lo más hondo de su ser y amada.

Podía la narradora haber puesto tras este encuentro punto final a las andanzas de la cortesana. Los hábitos desordenados exigen un lento proceso de purificación. No es un contrasentido que al volver de este maravilloso encuentro, Magdalena vuelva a subirse a la litera de Proclo y pase la noche en su casa. No se atreve a contar nada a quien no le puede entender. Pero por primera vez va a parecerle como tomar una copa de agua tras haber probado un vino añejo y lo  que es más sorprendente lo  compara a “un sacrilegio”.

Ernestina escribe esta novela para los seres humanos de nuestro tiempo, del suyo y del nuestro. La religión está amenazada por tópicos estereotipados y demoledores. Nuestra sociedad apóstata y neopagana sólo podrá retornar por un encuentro personal con el Dios que nos ama, que tiene una mirada de misericordia y un corazón capaz de transformar nuestro corazón de piedra en uno de carne.

“Pero el Rabbí, acercándose más y retrasando su marcha, se detuvo ante ella; María, al verse reflejada en aquellos ojos, tuvo que sujetarse a la columna para no caer. Una crisis de angustia le anudó la garganta y un deseo irresistible de gritar, de huir, la estremeció toda, entreabriéndole los labios, extraviando sus pupilas, sacudiéndola, dentro de su aparente inmovilidad, en un espasmo de locura y de miedo. Jesús sonreía, sin inmutarse ante aquella mujer cuya expresión y cuya actitud hubieran asustado a otro cualquiera. Y es que ante la presencia y la proximidad del Maestro, algo se retorcía dentro de la cortesana, en su espíritu, en su carne, queriendo desprenderse y salir. Y frente a esa lucha misteriosa que se desarrollaba en ella misma, sin que su voluntad la obedeciese para contenerla o acallarla, inerme ante aquel hombre contra el cual, lo presentía, de nada le iban a servir sus artes de cortesana, ni sus encantos de mujer, solo acertó a murmurar:

–¡Señor! –en tono suplicante, pues sabía, sin comprender de dónde le llegaba aquella certidumbre que Él solo era quien suscitaba ese trastorno total en todo su ser, ese querer irse y quedarse, ese ímpetu interno que le hacía desear violentamente la liberación de esa fuerza oscura que la torturaba. Todo esto duró menos de un segundo; fue un ramalazo breve e intenso, tan breve que solo el Rabbí y la mujer supieron lo que pasaba.

«No temas, mujer» –dijo Jesús lentamente, tocando con suavidad el hombro trémulo de María. «Los espíritus malignos acaban de abandonar tu cuerpo. Que la paz sea contigo» Después apretó el paso para alcanzar a los discípulos, mientras la hebrea, inmóvil, lloraba dulcemente. Nunca se había sentido tan feliz. Jamás la invadió hasta entonces una dicha tan suave, tan profunda, tan completa. A la inquietud que le agitaba hacía unos instantes sucedió una calma tan absoluta, un abandono tan gozoso, una serenidad tan nueva en su vida, que su llanto de ahora podía compararse con el de un recién nacido asombrado ante la maravilla del mundo. Al cabo de unos minutos se enjugó el rostro… Pero el patricio la esperaba”.

Los siete demonios que recuerda el evangelista han sido expulsados. Las siete pasiones que desordenan la naturaleza humana deben ser controladas. Poco a poco. Ella no puede decirle al Maestro que desde joven ha cumplido los mandamientos. Pero venderá sus riquezas se las dará a los pobres y dedicará su vida al Amor de los Amores.

María de Magdala, el encuentro con la mirada de Jesús

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