Saber mirar
Comentarios (0)

La tía Tula

de Miguel de Unamuno

Miguel de Unamuno
Unamuno teje una obra cargada de sentidos plurales: Tula, la protagonista, que encarna la concepción tradicional de la familia y de la mujer y que es, a la vez, víctima de ella, ejemplifica la figura del agonista unamuniano dividido en mil contradicciones.

Resumen

La tía Tula es una de las novelas de Miguel de Unamuno (1864-1936), que, según su autor, narra «la historia de una joven que, rechazando novios, se queda soltera para cuidar a unos sobrinos, hijos de una hermana que se le muere. Vive con el cuñado, a quien rechaza para marido, pues no quiere manchar con el débito conyugal el recinto en que respiran aire de castidad sus hijos. Satisfecho el instinto de maternidad, ¿para qué perder su virginidad? Es virgen madre». Pero sobre este cañamazo argumental teje Unamuno una obra cargada de sentidos plurales: Tula, la protagonista, que encarna la concepción tradicional de la familia y de la mujer y que es, a la vez, víctima de ella, ejemplifica la figura del agonista unamuniano dividido en mil contradicciones. Esta novela narra la vida de Gertrudis, también llamada la Tía Tula, y los sacrificios que realiza durante su vida para satisfacer sus ansias de maternidad. Esta obra es caracterizada por tener como tema principal el amor maternal.

“Sentada en la butaca en que solía sentarse la difunta, contemplaba los juegos de los pequeñuelos. ––Es que yo soy chico y tú no eres más que chica ––––oyó que le decía un día, con su voz de trapo, Ramirín a su hermanita. ––Ramirín, Ramirín ––le dijo la tía––, ¿qué es eso? ¿Ya empiezas a ser bruto, a ser hombre?

Un día llegó Ramiro, llamó a su cuñada y le dijo: ––He sorprendido tu secreto, Gertrudis. ––¿Qué secreto? ––Las relaciones que llevabas con Ricardo, mi primo. ––Pues bien, sí es cierto; se empeñó, me hostigó, no me dejaba en paz, y acabó por darme lástima. ––Y tan oculto que lo teníais... ––¿Para qué declararlo?

 ––Y sé más.

––¿Qué es lo que sabes? ––Que le has despedido. ––También es cierto. ––Me ha enseñado él mismo tu carta. ––¿Cómo? No le creía capaz de eso. Bien he hecho en dejarle: ¡hombre al fin! ……

––¿Y qué? ––le preguntó luego Ramiro. ––Que hemos acabado; no podía ser de otro modo. ––Y que has quedado libre... ––temblaba de súplica. ––Le he despedido porque me debo, ya te lo dije, a tus Libre estaba, libre estoy, libre pienso morirme. ––Gertrudis..., Gertrudis ––y su voz hijos, a los hijos de Rosa...

––Y tuyos..., ¿no dices así? ––¡Y míos, sí! ––Pero si tú quisieras... ––No insistas; ya te tengo dicho que no debo casarme ni contigo ni con otro menos. ––¿Menos? ––y se le abrió el pecho. ––Sí, menos.

––¿Y cómo no fuiste monja? ––No me gusta que me manden. ––Es que en el convento en que entrases serías tú la abadesa, la superiora. ––Menos me gusta mandar.

XII

Al fin Gertrudis no pudo con su soledad y decidió llevar su congoja al padre Alvarez, su confesor, pero no su director espiritual. Porque esta mujer había rehuido siempre ser dirigida, y menos por un hombre. Sus normas de conducta moral, sus convicciones y creencias religiosas se las había formado ella con lo que oía a su alrededor y con lo que leía, pero las interpretaba a su modo. Su pobre tío, don Primitivo, el sacerdote ingenuo que las había criado a las dos hermanas y les enseñó el catecismo de la doctrina cristiana explicado según el Mazo, sintió siempre un profundo respeto por la inteligencia de su sobrina Tula, a la que admiraba. «Si te hicieses monja ––solía decirle–– llegarías a ser otra santa Teresa... Qué cosas se te ocurren, hija ...» Y otras veces: «Me parece que eso que dices, Tulilla, huele un poco a herejía; ¡hum! No lo sé..., no lo sé.... porque no es posible que te inspire herejías el ángel de tu guarda, pero eso me suena así como a... qué sé yo ...» Y ella le contestaba riendo: «Sí, tío, son tonterías que se me ocurren, y ya que dice usted que huele a herejía no lo volveré a pensar.» Pero ¿quién pone barreras al pensamiento? Gertrudis se sintió siempre sola. Es decir, sola para que la ayudaran, porque para ayudar ella a los otros no, no estaba sola. Era como una huérfana cargada de hijos. Ella sería el báculo de todos los que la rodearan; pero si sus piernas flaquearan, si su cabeza no le mantuviese firme en su sendero, si su corazón empezaba a bambolear y enflaquecer, ¿quién la sostendría a ella?, ¿quién sería su báculo? Porque ella, tan henchida del sentimiento, de la pasión mejor, de la maternidad, no sentía la filialidad. «¿No es esto orgullo?», se preguntaba. No pudo al fin con esta soledad y decidió llevar a su confesor, al padre Álvarez, su congoja. Y le contó la declaración y proposición de Ramiro, y hasta lo que les había dicho a los niños de que no le llamasen a ella todavía madre, y las razones que tenía para mantener la pureza de aquel hogar y cómo no quería entregarse a hombre alguno, sino reservarse para mejor consagrarse a los hijos de Rosa.

––Pero lo de su cuñado lo encuentro muy natural ––arguyó el buen padre de almas.

––Es que no se trata ahora de mi cuñado, padre, sino de mí; y no creo que haya acudido a usted también en busca de alianza...

––¡No, no, hija, no!

––Como dicen que en los confesonarios se confeccionan bodas y que ustedes, los padres, se dedican a casamenteros...

 ––Yo lo único que digo ahora, hija, es que es muy natural que su cuñado, viudo y joven y fuerte, quiera volver a casarse, y más natural, y hasta santo, que busque otra madre para sus hijos... ––¿Otra? ¡Ya la tiene! ––Sí; pero... y si esta se va... ––¿Irme? ¿Yo? Estoy tan obligada a esos niños como estaría su madre de carne y sangre si viviese... ––Y luego eso da que hablar…

––De lo que hablen, padre, ya le he dicho que nada se me da...

––¿Y si lo hiciese precisamente por eso, porque hablen? Examínese y mire si no entra en ello un deseo de afrontar las preocupaciones ajenas, de desafiar la opinión pública... ––Y si así fuese, ¿qué? ––Que eso sí que es pecaminoso. Y después de todo, la cuestión es otra... ––¿Cuál es la cuestión? ––La cuestión es si usted le quiere o no. Esta es la cuestión. ¿Le quiere usted, sí o no? ––¡Para marido..., no! ––Pero ¿le rechaza? ––¡Rechazarle..., no! ––Si cuando se dirigió a su hermana, la difunta, se hubiera dirigido a usted... ––¡Padre! ¡Padre! ––y su voz gemía. ––Sí, por ahí hay que verlo... ––¡Padre; que eso no es pecado...! ––Pero ahora se trata de dirección espiritual, de tomar consejo... Y sí, es pecado, es acaso pecado... Tal vez hay aquí unos viejos celos... ––¡Padre! ––Hay que ahondar en ello. Acaso no le ha perdonado aún... ––Le he dicho, padre, que le quiero; pero no para marido. Le quiero como a un hermano, como a un más que hermano, como al padre de mis hijos, porque estos, sus hijos, lo son míos de lo más dentro mío, de todo mi corazón; pero para marido, no. Yo no puedo ocupar en su cama el sitio que ocupó mi hermana... Y sobre todo, yo no quiero, no debo darles madrastra a mis hijos... ––¿Madrastra? ––Sí, madrastra. Si yo me caso con él, con el padre de los hijos de mi corazón, les daré madrastra a estos, y más si llego a tener hijos de carne y de sangre con él. Esto, ahora ya..., ¡nunca! ––Ahora ya... ––Sí, ahora que ya tengo a los de mi corazón..., mis hijos... ––Pero piense en él, en su cuñado, en su situación... ––¿Que piense...? ––¡Sí! ¿Y no tiene compasión de él?, ––Sí que la tengo. Y por eso le ayudo y le sostengo. Es como otro hijo mío. ––Le ayuda..., le sostiene... ––Sí, le ayudo y le sostengo a ser padre... ––A ser padre..., a ser padre... Pero él es un hombre... ––¡Y yo una mujer! ––Es débil... ––¿Soy yo fuerte? ––Más de lo debido. ––¿Más de lo debido? ¿Y lo de la mujer fuerte? ––Es que esa fortaleza, hija mía, puede alguna vez ser dureza, ser crueldad. Y es dura con él, muy dura. ¿Que no le quiere como a marido? ¡Y qué importa! Ni hace falta eso para casarse con un hombre. Muchas veces tiene que casarse una mujer con un hombre por compasión, por no dejarle solo, por salvarle, por salvar su alma... ––Pero si no le dejo solo... ––Sí, sí, le deja solo. Y creo que me comprende sin que se lo explique más claro... ––Sí, sí que se lo comprendo, pero no quiero comprenderlo. No está solo. ¡Quien está sola soy yo! Sola..., sola..., siempre sola... ––Pero ya sabe aquello de «más vale casarse que abrasarse...»

 ––Pero si no me abraso... ––¿No se queja de su soledad?

––No es soledad de abrasarse; no es esa soledad a que usted, padre, alude. No, no es esa. No me abraso... ––¿Y si se abrasa él? ––Que se refresque en el cuidado y amor de sus hijos. ––Bueno, pero ya me entiende... ––Demasiado. ––Y por si no, le diré más claro aún que su cuñado corre peligro, y que si cae en él, le cabrá culpa. ––¿A mí? ––¡Claro está! ––No lo veo tan claro... Como no soy hombre... ––Me dijo que uno de sus temores de casarse con su cuñado era el de tener hijos con él, ¿no es así? ––Sí, así es. Si tuviéramos hijos llegaría yo a ser, quieras o no, madrastra de los que me dejó mi hermana. ––Pero el matrimonio no se instituyó sólo para hacer hijos... ––Para casar y dar gracia a los casados y que críen hijos para el cielo. ––Dar gracia a los casados... ¿Lo entiende? ––Apenas... ––Que vivan en gracia, libres de pecado... ––Ahora lo entiendo menos. ––Bueno, pues que es un remedio contra la sensualidad. ––¿Cómo? ¿Qué es eso? ¿Qué? ––Pero ¿por qué se pone así ...? ¿Por qué se altera ...? ––¿Qué es el remedio contra la sensualidad? ¿El matrimonio o la mujer? ––Los dos... La mujer.. y... y el hombre. ––¡Pues, no, padre, no, no y no! Yo no puedo ser remedio contra nada. ¿Qué es eso de considerarme remedio? ¡Y remedio... contra eso! No, me estimo en más... ––Pero si es que... ––No, ya no sirve. Yo, si él no tuviera ya hijos de mi hermana, acaso me habría casado con él para tenerlos..., para tenerlos de él ...; pero ¿remedio? ¿Y a eso? ¿Yo remedio? ¡No! ––Y si antes de haber solicitado a su hermana la hubiera solicitado... ––¿A mí? ¿Antes? ¿Cuándo nos conoció? No hablemos ya más, padre, que no podemos entendernos, pues veo que hablamos lenguas diferentes. Ni yo sé la de usted ni usted sabe la mía. Y dicho esto, se levantó de junto al confesonario. Le costaba andar; tan doloridas le habían quedado del arrodillamiento las rodillas. Y a la vez le dolían las articulaciones del alma y sentía su soledad más hondamente que nunca. «¡No, no me entiende ––se decía––, no me entiende; hombre al fin! Pero ¿me entiendo yo misma? ¿Es que me entiendo? ¿Le quiero o no le quiero? ¿No es soberbia esto? ¿No es la triste pasión solitaria del armiño, que por no mancharse no se echa a nado en un lodazal a salvar a su compañero ...? No lo sé.... no lo sé ...»

XV

Ramiro, una tarde en que la fiebre, remitiéndosele, habíale dejado algo más tranquilo, llamó a Gertrudis, le rogó que cerrara la puerta de la alcoba, y le dijo: ––Yo me muero, Tula, me muero sin remedio. Siento que el corazón no quiere ya marchar, a pesar de todas las inyecciones; yo me muero... ––No pienses en eso, Ramiro. Pero ella también creía en aquella muerte. ––Me muero, y es hora, Tula, de decirte toda la verdad. Tú me casaste con Rosa. ––Como no te decidías y dabas largas... ––¿Y sabes por qué? ––Sí, lo sé, Ramiro. ––Al principio, al veros, al ver a la pareja, sólo reparé en Rosa; era a quien se le veía de lejos; pero al acercarme, al empezar a frecuentaros, sólo te vi a ti, pues eras la única a quien desde cerca se veía. De lejos te borraba ella; de cerca le borrabas tú. ––No hables así de mi hermana, de la madre de tus hijos. ––No; la madre de mis hijos eres tú, tú, tú. ––No pienses ahora sino en Rosa, Ramiro. ––A la que me juntaré pronto, ¿no es eso? ––¡Quién sabe ...! Piensa en vivir, en tus hijos... ––A mis hijos les quedas tú, su madre. ––Yen Manuela, en la pobre Manuela... ––Aquel plazo, Tula, aquel plazo fatal. Los ojos de Gertrudis se hinchieron de lágrimas. ––¡Tula! ––gimió el enfermo abriendo los brazos. ––¡Sí, Ramiro, sí! ––exclamó ella cayendo en ellos abrazándole. Juntaron las bocas y así se estuvieron sollozando. ––¿Me perdonas todo, Tula? ––No, Ramiro, no; eres tú quien tienes que perdonarme. ––¿Yo? ––¡Tú! Una vez hablabas de santos que hacen pecadores. Acaso he tenido una idea inhumana de la virtud. Pero cuando lo primero, cuando te dirigiste a mi hermana, yo hice lo que debí hacer. Además, te lo confieso, el hombre, todo hombre, hasta tú, Ramiro, hasta tú, me ha dado miedo siempre; no he podido ver en él sino el bruto. Los niños, sí; pero el hombre... He huido del hombre. ––Tienes razón, Tula.

XVII

Pero ni usted ni nadie ha visto, don Juan, que yo haya sido y sea incapaz de hacerlos; nadie puede decir que yo sea estéril, y no vuelva a poner los pies en esta casa. ––¿Por qué, Gertrudis? ––¡Por puerco! Y así se despidieron para siempre. Mas luego que le hubo así despachado entróle una desdeñosa lástima, un lastimero desdén de aquel hombre. «¿No le he tratado con demasiada dureza? ––se decía––. El hombre me sacaba de quicio, es cierto; sus miradas me herían más que sus palabras, pero debí tratarle de otro modo. El pobrecillo parece que necesita remedio, pero no el que él busca, sino otro, un remedio heroico y radical.» Pero cuando supo que don Juan se remediaba empezó a pensar si era, en efecto, calor de hogar lo que buscaba, aunque bien pronto dio en otra sospecha que le sublevó aún más el corazón. «¡Ah ––se dijo––, lo que necesita es un ama de casa, una que le cuide, que le ponga sobre la cama la ropa limpia, que haga que se le prepare el puchero..., peor, peor que el remedio, peor aún! ¡Cuando una no es remedio es animal doméstico, y la mayor parte de las veces ambas cosas a la vez! Estos hombes... ¡O porquería o poltronería! ¡Y aún dicen que el cristianismo redimió nuestra suerte, la de las mujeres!» Y al pensar esto, acordándose de su buen tío, se santiguó diciéndose: «¡No, no lo volveré a pensar .. !»

Pero ¿quién enfrenaba a un pensamiento que mordía en el fruto de la ciencia del mal? « ¡El cristianismo, al fin, y a pesar de la Magdalena, es religión de hombres –– se decía Gertrudis––; masculinos el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo ...!» Pero ¿y la Madre? La religión de la Madre está en: «He aquí la criada del Señor; hágase en mí según tu palabra» y en pedir a su Hijo que provea de vino a unas bodas, de vino que embriaga y alegra y hace olvidar penas, y para que el Hijo le diga: «¿Qué tengo yo que ver contigo, mujer? Aún no ha venido mi hora.» ¿Qué tengo que ver contigo ...? Y llamarle mujer y no madre... Y volvió a santiguarse, esta vez con verdadero temblor. Y es que el demonio de su guarda ––así creía ella–– le susurró: « ¡Hombre al fin!»

¿Qué le pasaba a la pobre Gertrudis que se sentía derretir por dentro? Sin duda había cumplido su misión en el mundo. Dejaba a su sobrino mayor, a su Ramiro, a su otro Ramiro, a cubierto de la peor tormenta, embarcado en su barca de por vida, y a los otros hijos al amparo de él; dejaba un hogar encendido y quien cuidase de su fuego. Y se sentía deshacer. Sufría frecuentes embaimientos, desmayos, y durante días enteros lo veía todo como en niebla, como si fuese bruma y humo todo. Y soñaba; soñaba como nunca había soñado. Soñaba lo que habría sido si Ramiro hubiese dejado por ella a Rosa. Y acababa diciéndose que no habrían sido de otro modo las cosas. Pero ella había pasado por el mundo fuera del mundo. El padre Alvarez creía que la pobre Gertrudis chocheaba antes de tiempo, que su robusta inteligencia flaqueaba y que flaqueaba el peso mismo de su robustez. Y tenía que defenderla de aquellas sus viejas tentaciones.

 …………

Porque yo ya he cumplido... ––Pero, madre... ––Nada, lo dicho, y que esa palomita de Dios no se malgaste... ––Pero si se ha puesto tan fuerte... Jamás hubiese creído...

––Y ella que se quería morir y creía morirse... Y yo también lo temí... ¡Porque la pobre me parecía tan débil...! Claro, no conoció a su padre, que estaba ya herido de muerte cuando la engendró..., y en cuanto a su pobre madre, yo creo que siempre vivió medio muerta... ¡Pero esa chica ha resucitado! ––¡Sí, al verte en peligro ha resucitado! ––¡Claro, es mi hija! ––¿Más? ––¡Sí, más! Te lo quiero declarar ahora que estoy en el zaguán de la eternidad; sí, más. ¡Ella y tú! ––¿Ella y yo? ––¡Sí, ella y tú! Y porque no tenéis mi sangre. Ella y tú. Ella tiene la sangre de Ramiro, no la mía, pero la he hecho yo, ¡es obra mía! Y a ti yo te casé con mi hijo... ––Lo sé... ––Sí, como le casé a su padre con su madre, con mi hermana, y luego le volví a casar con la madre de Manolita... ––Lo sé.... lo sé... ––Sé que lo sabes, pero no todo... ––No, todo no... ––Ni yo tampoco... O al menos no quiero saberlo. Quiero irme de este mundo sin saber muchas cosas... Porque hay cosas que el saberlas mancha. Eso es el pecado, original, y la Santísima Virgen Madre nació sin mancha de pecado original... ––Pues yo he oído decir que lo sabía todo... ––No, no lo sabía todo; no conocía la ciencia del mal... que es ciencia... ––Bueno, no hables tanto,”


En el Equipo Pedagógico Ágora trabajamos de manera altruista, pero necesitamos de tu ayuda para llevar adelante este proyecto


¿Por qué hacernos un donativo?


Esta web utiliza cookies. Para más información vea nuestra Política de Privacidad y Cookies. Si continúa navegando consideramos que acepta su uso.
Política de cookies