La neurociencia… ¿zombis o personas?
Dr. Nicolás Jouve
En el momento actual la neurociencia se ha convertido en un campo de investigación de vanguardia. El área de las ciencias biológicas que crea mayor expectativa social y provoca mayor interés mediático. Ello se debe tanto al auge de las nuevas técnicas que permiten analizar la actividad neuronal de las distintas áreas del cerebro bajo distintos tipos de estímulos y situaciones, como a su importancia para conocer las causas de las enfermedades mentales y neurodegenerativas, y al interés que despierta la vieja discusión sobre la relación entre el cerebro y la mente.
Refiriéndome a esto último, detrás de estas investigaciones hay un tema de hondo calado filosófico, antropológico y teológico, relacionado con el interés de algunos en demostrar la posible existencia de un determinismo biológico de nuestra conducta y de nuestra conciencia… y por tanto de nuestra libertad, lo que de llegar a confirmarse supondría la negación de la existencia del alma. Esta intención queda clara en la afirmación de que todo lo espiritual es un producto neuronal, plasmada por Antonio Damasio, neurofisiólogo Premio Príncipe de Asturias 1985, en su reciente obra «Y el cerebro creó al hombre» (2010).
Sin embargo, reducir la mente a impulsos eléctricos o reacciones químicas es difícil de abordar desde el punto de vista experimental. ¿Cómo demostrar que algo espiritual, como la mente, está subordinado a algo material, como lo es el cerebro?, ¿cómo demostrar el determinismo biológico de nuestra conciencia? De demostrarse esto, tendría razón la Dra. Brigitte Falkenburg, profesora en la Universidad de Dortmund, que señala que «si hubiera determinismo el conocimiento sería como un órgano totalmente inútil y nosotros seríamos como zombis». Como bien señala Francisco José Soler Gil en su obra «Mitología materialista de la existencia» (Ed. Encuentro, 2013), la libertad de decisión no sería más que una ficción del cerebro. Una ficción útil, seguramente, pero no por ello menos ilusoria. Esto nos llevaría a la negación de nuestra existencia como personas, seres libres y capaces de obrar moralmente, y habría que modificar toda la legislación al pasar de seres éticos y responsables de nuestros actos a meros autómatas obedientes al dictado de nuestras neuronas.
Lo cierto es que, a principios del siglo XXI, la neurociencia parece discurrir por un derrotero muy parecido al que siguió la genética a principios del XX. Algunos críticos dicen que con los avances de la neurociencia se está creando un nuevo determinismo como el que se produjo con los avances del conocimiento de los genes. La realidad es que ni los genes lo determinan todo en el ser humano, y menos su comportamiento, ni el sistema nervioso es el único responsable de nuestros actos. Recordemos una vez más las graves consecuencias de aquel error histórico de la primera mitad del siglo XX de los movimientos eugenésicos y racistas, con tristes consecuencias de todos conocidas, y no caigamos ahora, impulsados por la neurociencia, en aventuras transhumanistas de quienes solo ven al ser humano como una especie de máquina compuesta por piezas y dispositivos que la hacen funcionar.
Pero lo cierto es que existe el empeño por reducir lo mental a lo cerebral, y por tanto subordinar el espíritu al cuerpo. Para ello se llevan a cabo investigaciones con pacientes afectados con diversas lesiones cerebrales, o se trata de analizar las respuestas de determinadas áreas del cerebro a los estímulos físicos o farmacológicos, o se promueve la conexión por medio de electrodos del sistema nervioso a mecanismos externos, llegando incluso a la idea de trasladar la mente, la personalidad y la memoria de un ser humano a un ordenador, etc. Son investigaciones de gran interés, como lo es sin duda el proyecto BRAIN, calificado como el proyecto APOLO de la neurociencia, impulsado por el presidente Obama, y dirigido a abrir el misterio de los 1.400 gramos de materia que se asienta entre nuestros oídos.
El problema no son las investigaciones que se hacen sino las interpretaciones de las mismas. En esta línea, son tenidos por importantes los trabajos del neurólogo americano Benjamín Libet (1916-2007) que en los años ochenta hizo unos experimentos con voluntarios dotados de electrodos, para registrar las señales eléctricas de sus cerebros, llegando a la conclusión de que existe un desfase entre el instante en que se toma una decisión de actuar, por ejemplo la de mover un dedo, y el instante en que se es consciente de dicho acto. Algunos autores han interpretado estos experimentos en el sentido de que la decisión de actuar es anterior a la conciencia del hecho por el que se actúa. En el caso del movimiento del dedo el “potencial preparatorio”, según las estimaciones de Libet, tenía lugar hasta 550 milisegundos antes de que se produjese el hecho. Esto se ha interpretado en el sentido de que determinados procesos físico-químicos del cerebro anteceden a la toma de decisiones, por lo que la conciencia no sería la responsable de los actos, sino un testigo, un mero acompañante de los mismos. Sin embargo, cabe preguntarse hasta qué punto un hecho tan simple como mover un dedo es comparable a un proceso mental de deliberación en el que se han de considerar todas las opciones posibles antes de tomar una decisión.
Tampoco debemos olvidar que en todo esto hay un fondo materialista que intenta negar que el ser humano se caracterice por estar dotado de una realidad indisoluble de cuerpo y alma. Negar el espíritu es negar nuestra condición de personas, y la persona, de acuerdo con la concepción antropológica cristiana, posee cuerpo y espíritu indisociablemente unidos, o como señaló Boecio es «sustancia individual de naturaleza racional».
Muchos de los experimentos que tratan de encontrar pruebas demostrativas de que las respuestas conscientes a los estímulos obedecen a simples interacciones eléctricas y bioquímicas son difícilmente extrapolables. El problema de estas experiencias es que se están sacando conclusiones a base de datos solo parcialmente experimentales, al considerar al mismo nivel algo no medible, como son los fenómenos de la conciencia, con algo que sí se puede medir como lo es un impulso eléctrico, el movimiento de un dedo o cualquier otro fenómeno natural en el que esté implicado el cerebro.
Wolf Singer, un insigne neurofisiólogo, director del Instituto Max Planck de investigación del cerebro en Frankfurt, en su libro «Una nueva imagen del hombre» (2003), sostiene que existe una relación causa-efecto entre los procesos cerebrales y los mentales, pero que es difícil demostrarlo. Yo añadiría que el hecho de interpretar en una dirección dada los resultados de un experimento no es suficiente para excluir la hipótesis contraria pues, según nos explican los propios neurofisiólogos, la estructura del sistema nervioso es tan complicada y su funcionamiento tan complejo que no se puede descartar una hipótesis distinta a la que se planteó al inicio de las investigaciones. Hay demasiado reduccionismo, demasiado interés en viajar desde unos datos ciertos pero limitados a una realidad distinta y de orden superior e inmaterial como es el espíritu que anima a todo ser humano.
A pesar de la inmensa cantidad de estudios que se están llevando a cabo, no existe evidencia empírica suficiente que pueda sustentar la existencia de un determinismo biológico de la mente. Hace falta mucha más evidencia y más investigación antes de subordinar el ámbito de lo mental al de los procesos físico-químicos de las neuronas y negar así nuestra libertad. Decía nuestro Nobel de Medicina Santiago Ramón y Cajal (1852-1934) que “pasarán siglos y acaso millares de años antes de que el hombre pueda entrever algo del insondable arcano del mecanismo no solo de nuestra psicología, sino de la más sencilla, de un insecto”. El también Nobel de Medicina Sir Charles Scott Sherrington (1857-1952), uno de los padres de la neurofisiología, decía en una entrevista en la BBC a principios del siglo XX que «el estudio de los procesos neurales incide más y más sobre el estudio de la mente, pero hay procesos que parecen estar más allá de cualquier fisiología del cerebro. Es demasiado salto para que desde una reacción eléctrica en mi cerebro pase, de pronto, a ver el mundo que me rodea».
Las cosas no son tan simples. Yo no creo que se pueda llegar a negar la conciencia como motor de nuestros actos, por el mero hecho de que se puedan topografiar las regiones del cerebro implicadas en distintas tareas, como el habla, la vista, el olfato, o de conocer las interconexiones entre nuestras neuronas, o la biología del desarrollo del cerebro, etc. Tampoco es aceptable mezclar todo este fermento de conocimientos con el hecho de decidir entre el bien o el mal… Como bien señala mi buen amigo José Luis Velayos, catedrático emérito de Neuroanatomía, «la mente no puede ser una “secreción” del cerebro, ya que de lo material no puede surgir lo inmaterial… A pesar del gran desarrollo de la neurociencia, no se ha conseguido llegar a la comprensión del funcionamiento global del cerebro… se necesita aunar esfuerzos con otras ramas del saber, para llegar a una mejor comprensión del asunto… la ciencia experimental está abocada a una integración multidisciplinar en que estén incluidas las ciencias no experimentales. Así, la concepción unitaria, aristotélica, del ser humano, aunque cueste reconocerlo, volverá a tener vigencia».
La capacidad para hacer planes a medio o largo plazo no se puede comprender como una reacción aprendida, sino como una expresión de la libertad humana. Si hubiese un determinismo total, no seríamos libres y por tanto no seríamos seres humanos. Solo seríamos como zombis o animales instintivos. Particularmente prefiero pensar que cuando tomo una decisión y hago algo, incluso de lo que después he de arrepentirme, ha sido como consecuencia de un proceso de reflexión mental propio, y no debido al azar o al dictado de mis neuronas.