Raíces de Europa
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La íntima presencia de los ausentes

El monacato cristiano

Bienvenido Gazapo Andrade
MARZO 2005

Diseminándose por toda Europa, los monjes fueron los principales agentes de cristianización. Los siglos VI al XI son conocidos como la “Era Monástica”. En ellos la Iglesia, única institución superviviente tras la marea de las invasiones de los pueblos germánicos, no sólo cristianizó a estos pueblos transmitiéndoles la fe, sino asimismo gran cantidad de elementos culturales del mundo clásico, sin rechazar en bloque ninguna de las jóvenes culturas ni lenguas. El ejemplo de inculturación realizada por los monjes fue extraordinario


«¿Qué existe en este mundo que pueda causar nuestro agrado? Por todas partes solamente contemplamos pena y lamentos. Las ciudades y las villas se hallan arrasadas, los campos se encuentran asolados y la tierra está abandonada a su soledad. Ya no quedan campesinos que cultiven los campos. Pocas gentes siguen habitando en las ciudades e incluso esos escasos restos de humanidad se encuentran expuestos a incesantes sufrimientos... A algunos los arrastran al cautiverio, a otros los mutilan, y otros, más numerosos, son degollados ante nuestra vista... ¿Qué existe en este mundo que pueda causar nuestro agrado?»

Así se expresaba un hombre de finales del siglo VI, describiendo la situación lamentable de su época. El nacimiento de Europa exigió la muerte del Imperio romano. Quien así se lamentaba de los tiempos aciagos no sabía que él mismo estaba siendo artífice de una nueva civilización: San Gregorio Magno, monje y Papa.

La íntima presencia de los ausentes. El monacato cristiano. Leyre
El monacato no apareció en la historia con una intención cultural, científica o artística, sino nítidamente ascética: separarse del mundo para seguir el ejemplo de Jesucristo con mayor radicalidad que el resto de los cristianos, demasiado acomodados, pues los monjes vivían en pobreza extrema, en castidad, y en obediencia al abad

La barbarie...

Los dos siglos interminables que transcurrieron entre el año 368, en que los godos derrotaron a las legiones romanas en la batalla de Adrianópolis (hoy Turquía europea) y los días en que Gregorio pronunció sus lamentos, el impacto devastador de los pueblos germánicos arrasó todo el solar del viejo imperio. Todo el tejido político-administrativo romano se deshizo, dando paso a un conjunto de entidades políticas que podemos llamar reinos, caracterizadas por su gran inestabilidad: los visigodos fundaron el Reino de Tolosa (año 419), que se transformó luego en el de Toledo. Los vándalos, pasando a sangre y fuego por Galia e Hispania, crearon el reino de África tras conquistar Hipona, en cuyo asedio murió san Agustín (año 430). Los burgundios formaron su reino en tierras de las actuales Suiza y Borgoña (año 443). Los ostrogodos, en toda la Península Itálica y la actual Croacia (año 493). Roma imperial fue saqueada en varias ocasiones... Aquellas gentes de raras costumbres aceleraron la muerte de las ciudades del Imperio y con ellas, la del legado cultural clásico.

Pero el asentamiento de estos pueblos “bárbaros” en el territorio imperial iba a dar lugar a una gran diversificación humana que tomaría forma en las primeras “naciones” europeas: Galia se convirtió en Francia, Italia en Lombardía, Hibernia en Anglia. Hispania mantuvo su denominación clásica, pero dejó de ser provincia romana. Y fue justo en estos siglos demoledores, cuando se produjo un fenómeno sorprendente, la aparición de un “instrumento” tradicional y progresista a la vez, conservador de la tradición clásica hasta cierto punto, pero profundamente innovador de las costumbres: el Monacato, la primera gran piedra fundacional que el cristianismo ofreció a la civilización Europea.

La tradición clásica...

Hablamos de fenómeno sorprendente porque el monacato no apareció en la historia con una intención cultural, científica o artística, sino nítidamente ascética: separarse del mundo para seguir el ejemplo de Jesucristo con mayor radicalidad que el resto de los cristianos, demasiado acomodados, pues los monjes vivían en pobreza extrema, en castidad, y en obediencia al abad. Huían del mundo en el sentido real de la palabra, y esa huida fue tan radical que en los primeros momentos se los llamó “anacoretas” (de anachorein = “irse al monte”). Después fueron experimentando las ventajas de vivir agrupados en monasterios, dirigidos por el abad (padre) y se les conoció con la palabra “monjes” (monajos = solitario). Y sin embargo estos solitarios, ausentes del mundo, fueron los primeros constructores de Europa.

El monacato nació en la Tebaida (Egipto), Palestina y Capadocia (Turquía) en el siglo IV. El monje Casiano lo importó a Europa occidental a comienzos del siglo V, instalándose en los alrededores de Marsella. Hacia mediados del siglo VI, Casiodoro, —antiguo ministro de Teodorico I (fundador del reino ostrogodo de Italia)— fundó en su ancianidad el monasterio de Vivarium, al sur de Italia y tuvo la ocurrencia genial, muy acorde con sus aficiones filosóficas, de traducir, copiar y conservar cuantos manuscritos clásicos, cristianos o no, estuvieran a su alcance.

La íntima presencia de los ausentes. El monacato cristiano. Poblet
Cada monasterio debía disponer de una biblioteca y de un scriptorium para la copia de manuscritos. De este modo pudo sobrevivir una parte muy considerable del saber antiguo. Sin los monjes los resultados de la cultura clásica se habrían perdido

«Casiodoro —comenta el profesor Luis Suárez— tuvo la idea de introducir un cuarto tiempo en el ritmo de vida de los monjes: el estudio. Ordenó todos los saberes en una especie de compendio que abarcaba en sus siete ramas —las Siete Artes Liberales— todos los conocimientos posibles: Gramática, Retórica, Dialéctica (trivium); Aritmética, Geometría, Astronomía y Música (cuatrivium). Cada monasterio debía disponer de una biblioteca y de un scriptorium para la copia de manuscritos. De este modo pudo sobrevivir una parte muy considerable del saber antiguo. Sin los monjes los resultados de la cultura clásica se habrían perdido».

Y podemos sacar una primera lección: Casiodoro, un laico avezado en asuntos mundanos (fue “ministro de Hacienda” con Teodorico) ofreció a los monjes la oportunidad de constituirse en custodios y transmisores de sabiduría humana.

Un hombre nuevo

Benito de Nursia fue coetáneo de Casiodoro. Nació hacia el año 480. Estudió Retórica en aquella Roma decadente. Insatisfecho se retiró a Subíaco donde llevó vida de eremita durante algunos años. Tras algunas vicisitudes fundó la abadía de Montecassino en el año 529 y allí comenzó una actividad grandiosa y sobrehumana en una triple dirección: Evangelizar las poblaciones aun paganas de los alrededores; organizar la vida monástica occidental, recogiendo y sintetizando las aportaciones de las diversos reglamentos monásticos preexistentes; custodiar la cultura, pues siguiendo la propuesta de Casiodoro, los monasterios benedictinos se convirtieron en los primeros centros culturales de Europa occidental. No en vano la Iglesia le ha otorgado el título de padre y educador de Europa.

San Benito es un ejemplo estimulante de creatividad en estos momentos de nueva barbarie en Europa en los que los cristianos estamos llamados a rescatar la verdad sobre el hombre.

Benito fue un genial sintetizador, que supo discernir y conservar los elementos positivos de la cultura de su época. Acertó desde su vida retirada a engarzar los valores de la concepción cristiana de la persona humana en el sustrato cultural romano de la decadencia, aportando un nuevo impulso a la vida social. «Supo aunar —dice Juan Pablo II— la romanidad con el Evangelio, el sentido de la universalidad y del derecho con el valor de Dios y de la persona humana. Con su conocida frase ‘ora et labora’ —reza y trabaja—, nos ha dejado una regla válida aún hoy para el equilibrio de la persona y de la sociedad, amenazadas por el prevalecer del tener sobre el ser».

La síntesis que Benito realizó fue a lo profundo, a la misma definición de hombre, sobre todo prácticamente: ofreció un nuevo modelo de hombre a la Europa naciente, el de sus monjes. Con su genio realista, organizó la actividad humana en sus tres niveles de relación: la relación con Dios (el monje es un hombre libre —es decir, no un siervo— que viene al monasterio para imitar a Cristo libremente en pobreza, obediencia y castidad, y para alabar a Dios por la oración y la lectio divina); la relación con la naturaleza (el monje debe trabajar con sus manos y también descansar, pero las cosas son sólo un medio para alcanzar un fin, por eso no se constituyen en propiedad particular, sino de uso común); y en la relación con los demás (no hay categorías sociales ni alcurnias dentro del monasterio, sino las que se necesitan para el gobierno del mismo; por otra parte, el monje vive la caridad mediante la hospitalidad y el cuidado de los enfermos).

Ausentes, pero presentes

Aunque los monjes permanecían separados materialmente de los avatares e inquietudes del mundo en el silencio de sus monasterios, no fueron en absoluto ajenos a él. Diseminándose por toda Europa, fueron los principales agentes de cristianización de las costumbres en aquellos pueblos paganos. Por ello los siglos VI al XI son conocidos como la “Era Monástica”. En ellos la Iglesia, única institución superviviente tras la marea de las invasiones de los pueblos germánicos, no sólo cristianizó a estos pueblos transmitiéndoles la fe, sino asimismo gran cantidad de elementos culturales del mundo clásico, y sin rechazar en bloque ninguna de las jóvenes culturas ni lenguas, pues todas fueron capaces de acoger el Evangelio. El ejemplo de inculturación realizada por los monjes fue extraordinario. ¿Cómo lo consiguieron?

Su acción educativa fue en primer lugar testimonial, pues constituían grupos de hombres unidos, que rezaban y procuraban vivir la caridad de forma ejemplar (es proverbial la hospitalidad benedictina) y valoraban el trabajo manual de tal forma que los hombres y mujeres de aquella balbuciente Europa aprendieron a cultivar las tierras, a talar los bosques, a desecar los pantanos, construir caminos y puentes gracias a los monjes.

«Los monasterios —escribe el profesor Luis Suárez— se introducían como un fermento en la sociedad, a la que transformaban. Cada uno de ellos se organizó en forma de explotación agrícola porque éste era el medio que los benedictinos disponían para atender a sus necesidades. Sus fincas aparecían como un modelo. Acostumbraron a los hombres a considerar el trabajo, en especial el de los campesinos, como ejercicio de virtud y destruyeron así poco a poco la indignidad de que se había visto rodeado hasta entonces el trabajo mecánico. Introdujeron la noción de que el cumplimiento del deber, ligado a la virtud de la obediencia, era más importante que el ejercicio del derecho que, a fin de cuentas, no sería posible si los deberes no se exigían. Mostraron a los fieles cristianos que su propio ritmo de vida -oración, trabajo, descanso-, era aplicable a todos, con las debidas adaptaciones, porque el fin perseguido, la salvación eterna, tenía valor universal».

La íntima presencia de los ausentes. El monacato cristiano. Silos
«San Benito supo aunar la romanidad con el Evangelio, el sentido de la universalidad y del derecho con el valor de Dios y de la persona humana. Con su conocida frase ‘ora et labora’ -reza y trabaja-, nos ha dejado una regla válida aún hoy para el equilibrio de la persona y de la sociedad, amenazadas por el prevalecer del tener sobre el ser» (J. PABLO II)

Pero no sólo su acción educadora fue testimonial. Los monasterios fueron realmente en esta época las únicas escuelas de Europa en las que se educaban no sólo los aspirantes a la vida monacal sino muchos nobles y príncipes (Sancho III el Mayor de Navarra lo hizo en el monasterio de Leyre, al que llamó “corazón de mi reyno”). Las escuelas monásticas puestas en marcha desde la Renovación carolingia, con sus scriptoria —donde se copiaban pacientemente las obras de los clásicos paganos y cristianos— y sus bibliotecas (la de la abadía de Reichenau llegó a tener en sus mejores momentos quinientos volúmenes; piénsese en que no existía la imprenta), fueron muchas. Es el caso, entre otras, de Montecassino, Nonantula y Bobbio, en Italia; Fulda, Korwey, S. Gall y Reichenau, en Alemania; Ferrières, Aniano, Corbie, S. Riquier, Cluny, en Francia; Canterbury, en Inglaterra; Leyre, San Juan de la Peña, Silos, Ripoll, en los reinos hispánicos.

Estas escuelas estuvieron presididas por maestros insignes en todas las ramas del saber: poetas, historiadores (sin ellos no sabríamos casi nada de historia medieval: qué haríamos sin los Anales, las Gestas, las Crónicas), médicos, calígrafos, astrónomos, lingüistas (entre ellos, algunas mujeres, como santa Lioba, colaboradora de san Bonifacio, o la genial Roswita).

Fueron también los lugares donde se forjó esa selección de hombres que regirían los destinos de la Iglesia y de los reinos medievales. La historia de esta primera Europa es en realidad la historia de los monjes, que constituye toda una constelación de la que destacamos aquí sólo unas pocas estrellas:

Los abades santos, Columbano (gran misionero irlandés en tierras francas y alemanas); Adalhardo de Corbie y Benito de Aniano (consejeros de Carlomagno y Luis el Piadoso respectivamente); los tres grandes de Cluny (Hugo, Odón y Odilón); el abad Oliba de Ripoll; san Bernardo de Claraval (consejero de reyes y Papas). Los Sumos Pontífices Gregorio el Grande (al comienzo de la Era monástica) y Gregorio VII —Hildebrando— al final de la misma.

Obispos que fueron grandes misioneros: San Patricio, apóstol de Irlanda; san Agustín de Canterbury, de Inglaterra; san Bonifacio, mártir de los frisones y apóstol de Alemania; san Anskario (Óscar), misionero de los daneses y fundador de la sede de Hamburgo.

Sabios, filósofos, teólogos, historiadores: san Beda el Venerable en Inglaterra, Alcuino de York (alma del Renacimiento carolingio); Ansegiso de Fontenelle, cronista; Esmaragdo de S. Mihiel, gramático; Pascasio Radberto, abad de S. Riquier, gran teólogo; Rabano Mauro (primus praeceptor Germaniae), filósofo y teólogo; sus discípulos Rudolf de Fulda, historiador y poeta y Walafrido Estrabón, polifacético maestro en la corte del emperador Luis el Piadoso y abad de Reichenau; san Anselmo y el mismo San Bernardo.


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