La guerra santa en la cristiandad y el islam del medievo
REFLEXIONES SOBRE LA YIHAD Y LAS CRUZADAS
Manuel Alejandro Rodríguez de la Peña Universidad San Pablo-CEU (Madrid) Revista ESTAR, septiembre 2005
Resulta habitual leer o escuchar en los medios de comunicación comparaciones pueriles o malintencionadas entre las Cruzadas y la guerra santa islámica asimilándolas.
El objetivo fundamental de la yihad (guerra santa), tal y como la predican las suras del Corán, era y es extender el Dar al-Islam (la Casa del Islam), esto es ampliar el territorio bajo la hegemonía de la Umma (la comunidad de fieles musulmanes: una suerte de Estado teocrático). Todo lo que no se incluye bajo el Dar al-Islam se considera Dar al-Harb (Casa de la guerra), esto es, territorio a conquistar. En otras palabras, la yihad es expansionista per se, busca conquistar a los no musulmanes e imponerles el régimen musulmán aunque no se fuerce su conversión al Islam.
En realidad, a quienes son conquistados se les dan dos opciones: para los que no pertenecían a los llamados Pueblos del Libro (Ahl al Kitab) -en otras palabras, los que no eran cristianos o judíos- la única opción es convertirse al Islam o morir. Lo mismo podría ser válido para lo apostatas del Islam o los paganos (el mundo de la Yahiliya, literalmente la ignorancia). Para los pertenecientes a los Pueblos del Libro, se ofrecía la libertad de culto privado pero ligada al sometimiento al régimen de la Sharia islámica en la vida pública.
Cabe señalar a este respecto que la conversión al Islam de los pueblos norteafricanos, de los persas, los hispanogodos y los indostánicos se produjo solo tras la conquista militar y en un contexto de dominación política que favorecía social y fiscalmente a los conversos. Únicamente en el África negra se han producido conversiones masivas al Islam en un ambiente de libertad religiosa. Por consiguiente, la expansión de la fe islámica a lo largo de la historia ha estado directamente ligada al éxito militar de la yihad.
No olvidemos que, por el contrario, la expansión del Cristianismo tan solo ha estado ligada históricamente a la fuerza de las armas (y aún en este caso cabría matices) en el caso del descubrimiento y conquista de América, siendo su triunfo espectacular en el mundo grecorromano y del norte de Europa fruto exclusivamente del esfuerzo de evangelizadores cuyo único armamento era la Verdad. Egipto, Siria o Túnez abrazaron el cristianismo en libertad. Lo abandonaron por la fuerza de las armas. Esto es algo que nunca debemos olvidar.
Ciertamente, las Cruzadas fueron otra cosa. Desde sus inicios el Cristianismo siempre ha visto con sospecha el uso de las armas (recuérdese la admonición de Cristo a Pedro: el que a hierro mata a hierro muere) y ha prohibido expresamente la conversión forzada de cualquier tipo. La conversión por la espada, por consiguiente, no era posible para la Cristiandad. Al contrario de lo que ocurría con el Islam, el objetivo de los cruzados nunca fue ensanchar la Cristiandad. La teología de la guerra cristiana siempre estuvo apoyada desde los primeros siglos en la idea del bellum iustum en tanto que combate estrictamente defensivo.
Y es que las Cruzadas fueron una respuesta directamente relacionada con los siglos de conquistas musulmanas de tierras cristianas. La Primera Cruzada, convocada por el Papa Urbano II en el año 1095, por condenable que fuera la matanza ocurrida tras la caída de Jerusalén, tenía como único objetivo la recuperación y defensa del Santo Sepulcro de Jerusalén (demolido por orden del califa fatimí), además de permitir la peregrinación a los Santos Lugares que los turcos venían impidiendo en los últimos años. De hecho, en opinión de muchos medievalistas, el acontecimiento que hizo estallar la Primera Cruzada la conquista turca de toda Asia Menor entre 1070 a 1090. Lo mismo vale para la Reconquista española, un caso clarísimo de guerra defensiva.
No en vano, el nombre que se dio en esos siglos a la Cruzada fue el de Iter hyerosolimitanum, camino a Jerusalén, ya que las Cruzadas no fueron al principio otra cosa que auténticas peregrinaciones armadas y no guerras de conquista. En pocas palabras, por tanto, la mayor diferencia entre Cruzada y yihad es que la primera fue una defensa contra la segunda. Toda la historia de las Cruzadas en Oriente es una respuesta a una agresión inicial musulmana, hecho fundamental que muchos dejan caer en saco roto debido a sus anteojos ideológicos.
Con el ejemplo de la Cristiandad árabe de Palestina, Siria, Egipto o Iraq, mártir y en trance de desaparición a pesar de ser depositaria del legado de las más antiguas iglesias y tradiciones de la Iglesia, siempre presente en nuestros corazones a modo de advertencia, los españoles debemos hacer una reflexión profunda sobre nuestro pasado. Algunos arabistas e intelectuales están rescribiendo la historia de España en clave anticristiana, secundados por los anticlericales de guardia cuyo gurú para asuntos islámicos es Juan Goytisolo, empeñado siempre en demostrar cuán maravilloso y refinado fue el Islam andalusí y qué gran lástima fue que los intolerantes cristianos acabaran con él. La Reconquista para ellos, en resumidas cuentas, habría sido un drama para España que cambió el refinamiento y el esplendor cultural andalusí por la Inquisición y el oscurantismo.
En ocasiones, como ya hemos señalado, se presenta al Islam como una religión sinónimo de cultura, de filósofos y poetas. Lo cierto es que nada hay en el credo musulmán original que propicie la búsqueda del saber y de la belleza, más bien es al contrario. En realidad, durante los dos primeros siglos de historia islámica, la civilización árabe destacó por sus profundas carencias culturales, ya que, no en vano, fue fundada en el desierto en una región al margen de los focos civilizacionales romano, griego o persa. Fueron los conquistadores musulmanes los que destruyeron definitivamente la Gran Biblioteca de Alejandría dado que, según razonó el caid Amr al As, el único libro que necesitaban era el sagrado Corán. De hecho, se puede decir que desde el 622, año de la Hégira, hasta el 800, toda la cultura árabe la producen cristianos y judíos que vivían bajo el poder musulmán, teniendo incluso que ocupar los cuadros medios de la administración ante la escasez de árabes que supieran leer y escribir.
Pero hay gente que no sabe o ha olvidado las lecciones de la historia. Hay gente que no sabe o ha olvidado que en España hemos estado ocho siglos en guerra (diez si añadimos la lucha contra el Turco) con el Islam. Una larga y cruel guerra por la supervivencia que, por mucho que se construyan floridos discursos sobre el nada inocente mito de la convivencia de las tres culturas, ha dejado una huella tan profunda en nuestro subconsciente colectivo como en nuestro paisaje y toponimia, erizados de castillos de frontera y de nombres árabes.
Hay tanto anticlericalismo e ignorancia en una parte significativa de nuestros intelectuales y periodistas que se ha hecho lugar común ensalzar de forma acrítica nuestro pasado islámico y judío para denostar a continuación como intolerante, oscurantista y cavernario nuestro pasado cristiano, que si bien durante cuatro siglos les fue a la zaga en el aspecto cultural, a partir del siglo XIII les superó con creces en los campos cultural, científico y social. Estos intelectuales, con anteojos de color rojo, critican a la Cristiandad medieval y moderna por cosas que compartía punto por punto con el Islam medieval y moderno, verbigracia la religiosidad extrema, la guerra santa, la Inquisición, la posición de inferioridad social de las mujeres, la teocracia... aspectos todos que en el mundo islámico estaban bastante más acentuados que en Occidente.
Alaban, en cambio, a los poetas islámicos sibaritas que ponderaban en sus versos el vino, la molicie, el indiferentismo y las mujeres, olvidando que eso iba contra el Islam, que no era algo propio de su modo de vida sino opuesto a él. Y es que, como sabe todo arabista honesto, ni el andalusí Ibn Hazm ni el persa Omar Khayyam representan la civilización islámica sino sus anomalías, del mismo modo que ni el lascivo arcipreste de Hita ni el procaz Fernando de Rojas encarnan precisamente el paradigma de la civilización católica medieval.
Ciertamente, existió un Islam medieval bello y sugerente, lleno de misticismo, amor al Altísimo y fuerza lírica. Es el Islam de los sufíes y de los sabios, de Ibn Arabi y A l Ghazali, de Avicena y Avempace. Pero este Islam, lleno de devoción religiosa, no les gusta a ciertos exegetas izquierdistas que sirven al gran público una versión plastificada y prefabricada del pasado de Al Andalus. Homosexuales, hedonistas, ateos y feministas ponderan en novelas carmesíes a lo Antonio Gala la gloriosa civilización islámica de la España medieval obviando el hecho innegable del destino terrible que esa misma civilización reservaba por igual a mujeres liberadas, descreídos y homosexuales.
Se deshacen en elogios sin medida sobre los jardines y las fuentes de la Andalucía islámica, de sus palacios y mujeres, como si en la España cristiana todo hubieran sido montañas agrestes, guerreros barbudos ejerciendo el derecho de pernada (falsedad probada: nunca existió tal cosa en España), curas ignorantes (olvidando que la célebre Escuela de Traductores de Toledo y las universidades de Salamanca y Alcalá fueron creación de la Iglesia) y mujeres embutidas en cinturones de castidad (otro mito falso, por supuesto).
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Arabistas españoles a los que su admiración por la civilización objeto de sus estudios no ha nublado la razón, tales como Asín Palacios, Emilio García Gómez, Miguel Cruz Hernández y Serafín Fanjul, han denunciado esta manipulación de la historia operada por algunos historiadores de la progresía. Este último ha dedicado recientemente a la cuestión un libro imprescindible (Al Andalus contra España) donde señala lo siguiente: nosotros, arabistas, no podemos avalar de modo global la historia y cultura árabes, sin matizaciones... como si tratáramos con una sociedad perfecta y exenta de manchas, cuando la observación nos muestra la presencia de prejuicios y abusos idénticos a los que condenamos entre nosotros... Mucho nos tememos que en el caso de quienes son sinceros, Goytisolo v.g. la defensa a ultranza, ciega y sorda, de los tercermundistas no sea sino una escapada de nuestra propia sociedad... Estaríamos, pues, ante una reedición actualizada de la búsqueda del Buen Salvaje.
En el fondo de la cuestión, en mi opinión, yace un hecho: a un sector de la Izquierda y a no pocos liberales, ya desde mediados del siglo XIX, siempre le ha complacido la exaltación de lo que a lo largo de la historia ha sido el otro, la alteridad, lo extranjero, siempre que este fuera contrario al hecho cristiano. Pero es que en los últimos cuarenta años esta exaltación del otro ha llegado a extremos ridículos, extremos solo explicables a la luz de la crisis de identidad de la civilización occidental.