Abilio de Gregorio
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La fascinación del poder

Las palabras de Ortiz de Zárate en el pasado siglo: "quien tiene la educación tiene el poder", lleva a los políticos a adulterar la educación para convertirla en un instrumento al servicio de sus intereses.

En el fondo, las distintas opciones que los partidos políticos van configurando no son tanto el arco de un abanico que se ordena de derecha a izquierda o de izquierda a derecha. Más bien se ordenan en gradientes de menor a mayor o de mayor a menor ambición de poder en tanto que fuerza. Incluso se podría pensar que la calidad democrática de un gobierno no se mide por el atrevimiento en la liberalidad (no liberalismo) de sus leyes, sino por la menor o mayor atracción que siente por el poder. Mientras para algunas culturas democráticas la acción del gobierno consiste básicamente en "administrar", para otras, entre las que hay que incluir la nuestra, supone preferentemente un ejercicio de "poder". Creo que la diferencia va mucho más allá de la semántica y apunta, incluso, a la sustancia de la democracia.

Para estos políticos mesiánicos todo es lucha y trincheras. No se trabaja para, no se planifica para, sino que se "lucha" contra, se "combate" a... Los podéis conocer por sus discursos: entran a saco en la “estética de la épica”: buenos y malos, héroes y antihéroes, explotación de los recursos emocionales más primarios del receptor, aunque sea produciendo rubor a la inteligencia.

En efecto: entender la acción de gobierno como administración implica, en primer lugar, respeto a la realidad dada. Se entiende la acción de gobierno como una encomienda para bonificar lo dado (mejorarlo, hacer que algo sea más bueno), y no como un ejercicio de fuerza para transformar la naturaleza de lo dado. Se entiende que hay formas diversas de administrar los recursos de los que se dispone para bonificar esa realidad. Unas parecerán más eficaces que otras; unas parecerán que la bonifican más que otras. Por eso se presentan ante los ciudadanos con distintas siglas y con distintos programas. Pero la actitud común de base es el respeto a la realidad. Por eso entra dentro de la normalidad democrática de estas culturas la concertación entre oponentes, el consenso, la confluencia ante problemas o retos importantes de la colectividad; priman las soluciones pragmáticas en los problemas del bien común, y se gobierna atendiendo a los problemas reales de los ciudadanos reales que son el objeto de la acción de gobierno.

Sin embargo, cuando se concibe la política radicalmente como poder, gobernar es hacer fuerza para cambiar la realidad que es, por la realidad que el gobernante quiere que sea. En el fondo: "Seréis como dioses".

Entonces, la política, aunque se llame democracia, se parece mucho a la acción bélica. Quizás sea el arte de la guerra por otros medios. Al oponente, como al enemigo en la guerra, hay que hacerlo desaparecer para que no entorpezca la transformación y para que, cuando ésta se produzca, sea irreversible. No se busca la concertación, sino la capitulación, sobre todo en aquellos núcleos de la vida social que afectan más directamente a la transformación: educación, justicia, familia, costumbres, medios de comunicación, etc. Su máxima aspiración es que, al término de su acción política, el país sea otro, que "no lo reconozca ni la madre...".

Para estos políticos mesiánicos todo es lucha y trincheras. No se trabaja para, no se planifica para, sino que se "lucha" contra, se "combate" a... Los podéis conocer por sus discursos: entran a saco en la “estética de la épica”: buenos y malos, héroes y antihéroes, explotación de los recursos emocionales más primarios del receptor, aunque sea produciendo rubor a la inteligencia.

Entendida la acción de gobierno como poder, no sorprende que los comportamientos sean los propios del poder: éste tiende siempre a comportarse como un gas expansivo con pretensión de ocupar todos los espacios disponibles de la sociedad. Por eso se tolera mal cualquier otra instancia social en concurrencia. Su osadía llega hasta declarar la democracia -el gobierno de los más- como fuente única de legitimidad de valores. Mientras la concepción administrativista de la política entiende que "la democracia sólo es un marco para insertar un cuadro", que se ha de "alimentar de frutos que por sí misma ni engendra ni decanta", al decir de Olegario González de Cardedal, la concepción de la acción de gobierno como poder se empeña en colocar el cuadro previamente elegido o diseñado en el marco. No es, pues, extraño que cuando el cuadro no se acomoda al marco, se violente éste a las medidas de aquél.

He aquí por qué a estas alturas del siglo XXI estamos todavía a vueltas en España con asuntos tan sensibles como el de la educación. Las palabras de Ortiz de Zárate en el XIX: "quien tiene la educación tiene el poder", siguen siendo santo y seña de algunos políticos. No se resignan a dejar de "penetrar en el tejido social" a través de las aulas, como diría en su momento el exministro Maravall, para hacer a la sociedad a su imagen y semejanza. Su talante democrático no llega hasta la aceptación de que gobernar en esta materia no es más que acoger y proteger a los grupos que, con sus propuestas, contribuyan a una sociedad más moral mediante la dotación de diversos referentes de sentido. La democracia es un primer paso para lograrlo, necesario, pero claramente insuficiente. Cuando la democracia se erige a sí misma en medida de todo valor, en agente único de moralidad y de sentido, entonces se ha convertido en democratismo. Y su condición de instancia no confesional (o confesional a la inversa), en laicismo. Ya no se conforma con dirigir el tráfico de la convivencia ciudadana, sino que pretende decir a cada transeúnte dónde debe ir. Es la fascinación del poder.


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