Abilio de Gregorio
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La familia

Lugar priviliegiado de personalización

I) El amor entre los padres, fundamento del amor y la educación de los hijos.

Ni la belleza, ni la inteligencia, ni la bondad son objeto del amor esponsalicio, sino la persona que las posee. Ni siquiera la previsión de ser buen padre o buena madre para los hijos que se puedan tener puede ser fundamento del amor entre los esposos.

…Pero es de intuir que este amor personalizador a los hijos solamente es posible cuando está asentado y precedido por el ejercicio personalizador del amor esponsalicio. Es decir por el amor de un hombre y una mujer que se responden mutuamente a la condición de personas (y, en consecuencia se tratan –se aman- como tales); de personas poseedoras de especiales excelencias, quizás, de belleza, de inteligencia, de bondad, etc., pero todas ellas cualidades que realzan y testifican el valor de persona de quien se considera digno de amor. Ni la belleza, ni la inteligencia, ni la bondad son objeto del amor esponsalicio, sino la persona que las posee. Ni siquiera la previsión de ser buen padre o buena madre para los hijos que se puedan tener puede ser fundamento del amor entre los esposos. Si así fuera se estaría reduciendo a la persona correspondiente a la categoría de medio. (Por aquí comienzan frecuentemente a descarrilar muchos matrimonios y, con ello, la familia).

Por ello, la principal garantía de construcción de una personalidad madura y equilibrada de los hijos está en el cultivo del amor de los esposos que, en tanto que personas dignas de amor, valen por sí mismos, según el “el orden del amor” (ordo amoris) y que, a su vez, les personaliza a ellos mismos. O mejor: según un amor ordenado. Si, según este orden, la génesis de los hijos ha de ser fruto del amor de un hombre y una mujer, la epigénesis (la construcción de su personalidad) ha de seguir siendo consecuencia de ese mismo amor. (…)

El cultivo de la personalidad de los hijos sigue procesos parecidos a los de la agricultura. El factor más importante en el cultivo del campo es el clima; el factor decisivo de una buena educación de los hijos radica en el clima afectivo y de valores en el cual crecen. Si a él se unen unas adecuadas estrategias educativas nacidas del conocimiento y de la reflexión, es altamente probable que los resultados educativos, tarde o temprano, sean los de una verdadera personalización.

… A la familia le ha dotado del “instrumento” educativo fundamental para la función que se le encomienda, distinta ésta a las de otras instancias sociales: la afectividad.

Sin embargo, quien tenga una mínima experiencia de trato con niños y adolescentes, podrá testificar que no es infrecuente toparse con educandos que no siempre se sienten suficientemente queridos por sus padres. ¿Cómo es posible que si los progenitores aman casi infinitamente a sus hijos, éstos no siempre lo perciban y se sientan con algún desamparo afectivo? El mensaje “te quiero”, “tú eres único para mí”, “tú eres lo que más vales para mí”, etc., es un mensaje que se transmite a través de unos lenguajes o unos códigos muy concretos, mediante unas conductas totalmente despojadas del “celofán” y del acaramelamiento de las grandes palabras y de los tiernos requiebros.

II) Condiciones para que el niño se sienta querido en la familia

En concreto, podemos decir que un niño -al igual que un adulto- se siente querido cuando se producen las siguientes circunstancias:

1) Cuando crece en un ambiente que le proporciona seguridad afectiva.

La primera condición para poder captar ese mensaje afectivo es que el niño “sienta” que está depositado en un receptáculo que le da seguridad. El tal receptáculo es, ante todo personal: los progenitores. Y la seguridad la proporciona, en primer lugar, la presencia. Presencia que comienza por ser física. Desde muy pequeño, el niño tenderá a recorrer con su vista cuanto le rodea hasta encontrar los rostros y las presencias que, por su especial acción acariciante y protectora, le dan seguridad. Si no los encuentra manifestará su frustración con el llanto. Podrá llegar un momento en que la costumbre de buscar y no encontrar inhiba el llanto, pero no podrá inhibir la sensación de inseguridad.

Pero el mensaje de seguridad necesita presencias más hondas. Podemos decir que el niño se siente seguro cuando percibe que sus padres se quieren. El tono de armonía, de entendimiento, de afecto entre sus progenitores se convierte así en un terreno firme sobre el cual el niño va a echar las primeras raíces de la afirmación de su yo. Por el contrario, ante la desafección de los padres manifestada por violencias entre sí, por discusiones, por frialdades o por simples desencuentros, el niño recibirá un mensaje de amenaza a la necesidad básica de amor y de ternura. Surgirá en él un sentimiento de desconfianza -posiblemente próximo a la culpabilidad- y de desamparo que, en último término, conducirá a una formulación inconsciente de “no soy lo suficientemente importante para ellos”.

Cultivar permanentemente la armoniosa relación afectiva entre los cónyuges es dotar del mejor clima educativo a los hijos. Y quizás no estaría de más recordar aquí lo que decía un viejo esposo a su esposa después de muchos años de casados: “No te olvides que no me uní a ti solamente porque te quería, sino para quererte”. A otro experimentado profesor se le oía decir: “No es suficiente con tener hijos. Es preciso que nuestros hijos nos tengan a nosotros”.

2) Un niño -como un adulto- se siente querido, cuando se siente atendido.

Conviene, a veces, reflexionar sobre nuestras relaciones de adultos para comprender con más profundidad y claridad los procesos que se producen en el interior de nuestros hijos. ¿Cuál es el verdadero mensaje que se me quiere comunicar si mi cónyuge me recrimina que nunca tengo tiempo para él o para ella, que las amistades parecen más importantes que su persona, que el trabajo parece más importante que él o ella, que el periódico, la televisión o el deporte son más importantes que su mundo de intereses? Indudablemente, tales recriminaciones tienen una lectura fácil: el tal cónyuge no se siente suficientemente querido. Desde aquí será fácil comprender los sentimientos que se van trenzando en el interior de nuestros hijos, aunque no sepan o no se atrevan a formularlos con la claridad y la contundencia de los adultos, cuando perciben que nunca se tiene tiempo para ellos. Cuando solicitan jugar con sus padres y éstos nunca encuentran tiempo; cuando son siempre callados porque molestan la emisión de T.V., o la lectura del libro o del periódico; cuando no se dispone de tiempo para estar a su lado porque el trabajo es absorbente; cuando no se muestra interés por lo que hace, piensa o, sobre todo, siente.

El tiempo que se dedica a los hijos para atenderlos con atención concentrada, dejando incluso de lado quehaceres aparentemente más trascendentales, hace que los hijos se sientan importantes y, al sentirse importantes, perciben el mensaje de ser queridos, sin necesidad de las grandes palabras, aunque éstas no estén nunca de más.

3) Un niño -como un adulto- se siente querido cuando se siente comprendido.

He aquí otra de las claves de la creación y percepción de ese clima afectivo del que estamos tratando. Comprender al otro supone ponerse en la situación del otro, trasladarse a su interior, meterse en su piel…, situarse en su expectativa e interrogarse cómo y en qué medida se puede dar respuesta a dicha expectativa.

Sigamos interrogándonos como adultos. Con frecuencia sucede que la quiebra en las relaciones más humanas procede de la insatisfacción mutua de nuestras expectativas. Si en el encuentro no se cumple cuanto esperan el uno del otro, la frustración de lo esperado es muy posible que se transforme en una cierta agresividad y surja un cruce de acusaciones: “no me comprendes”. Probablemente, si cada uno de ellos hubiera sido capaz de interrogarse no “qué espero yo de él o ella”, sino “qué estará esperando él o ella de mí y cómo puedo satisfacer su expectativa”, el encuentro tendría un tono afectivo totalmente distinto, de manera que cada encuentro realimenta ese clima de amor mutuo.

El tono de armonía, de entendimiento, de afecto entre sus progenitores se convierte así en un terreno firme sobre el cual el niño va a echar las primeras raíces de la afirmación de su yo. Por el contrario, ante la desafección de los padres manifestada por violencias entre sí, por discusiones, por frialdades o por simples desencuentros, el niño recibirá un mensaje de amenaza a la necesidad básica de amor y de ternura.

De nuevo hemos de trasladar la reflexión al ámbito de la relación con los hijos. También ellos se van creando expectativas, esperan algo de sus padres adultos. Cuando perciben que éstos son capaces de hacer el esfuerzo por situarse en el sentir y en el pensar de sus cortos años, de tener la suficiente “imaginación psicológica” como para trasladarse al mundo interior de sus hijos, es probable que los educandos se sientan importantes y, por ello, se sientan que valen, se sientan queridos y, en consecuencia, reafirmen su yo. Por el contrario, cuando los hijos han de responder constantemente a las expectativas que los padres tienen sobre ellos, obligándoles a ascender permanentemente hasta el pedestal sobre el que están entronizados los padres, esa corriente afectiva no surge y terminan percibiendo a los padres como una amenaza.

Probablemente haya que decir “no” a las peticiones infantiles con más frecuencia de la deseada; probablemente habrá que llegar en algún momento a sancionar conductas inconvenientes. Sin embargo, estas conductas y estas medidas siempre se pueden abordar después de hacer el esfuerzo de meterse en la situación de cada uno de los hijos. Entonces es casi seguro que se encuentre la palabra justa y la decisión más conveniente. La corrección educativa, por lo tanto, se produce siempre en un clima afectivo capaz incluso de absorber la posible equivocación estratégica.

4) Un niño -como un adulto- se siente querido cuando se siente aceptado.

La aceptación parte de la admisión de la realidad tal como es, deseada o no deseada. Se percibe que el respeto a lo que esa realidad es, me liga a ella, me obliga. Es un síntoma de personalidad madura el saber tomar la realidad tal como es y, a partir de ahí, producir una mejora de lo que realmente es. Lo medular del mensaje afectivo que se ha de transmitir en el ámbito familiar es que a cada uno de los miembros de esta específica comunidad humana se le acepta solamente por ser y por estar ahí como miembro de esta familia.

Cuando en una relación se juzga la valía de determinadas conductas de las personas a las que se dice apreciar y querer, poniendo siempre como referente el alto valor de las conductas de otras personas... en la raíz está el mensaje “no te acepto” y, por lo tanto, no te quiero lo suficiente.

“Fíjate en las calificaciones que obtiene tu hermana”, “tendrías que parecerte un poco más a tus primos”, “los hijos de los vecinos son más responsables que vosotros...”, son expresiones que transmiten la misma carga de rechazo que pueden transmitir entre los adultos las expresiones del párrafo anterior. En el fondo, vienen a decir al niño o al adolescente que, en realidad, prefiero a uno de los hermanos sobre otros, me hubiera gustado tener por hijos a los primos o a los vecinos en vez de tenerlos a ellos.

Se puede ser exigente en la solicitud de responsabilidades; se puede pretender provocar cambios de conductas en los hijos... Pero, si en la exigencia se deteriora el clima afectivo hasta el punto de que los hijos pusieran en duda consciente o inconscientemente si son suficientemente aceptados o queridos por sus padres, se está atentando contra el núcleo de la familia y de la educación. Por ello, en la corrección habría que desterrar la expresión de “tú eres”, como habría que desterrar las amenazas de fracasos futuros (“no vas a ser nada el día de mañana...”), o el victimismo (“tú nos vas a matar a disgustos...”), puesto que son mensajes difusos que no proporcionan pautas de mejora, pero, sobre todo, son mensajes laminadores de la autoconfianza o de la autovaloración.

El mensaje de aceptación, a su vez, se emite y se capta cuando la exigencia es proporcionada a las capacidades de la persona exigida. Es el caso de la mayoría de los progenitores que, aun sin darse cuenta y guiados por el profundo amor, van fabricando alguna esperanza acerca del porvenir de sus hijos. Desean lo mejor para ellos, y, en ese deseo, los imaginan inteligentes, trabajadores, triunfadores... Se va construyendo inconscientemente una expectativa que, en muchos casos, el tiempo se encarga de ir rebajando o desilusionando. Esa desilusión produce incomodidad, disgusto, cierta sensación de fracaso que puede proyectarse sobre el niño, al que se le culpabiliza también inconscientemente, en forma de exigencia desproporcionada en relación con sus capacidades reales. “Tienes que sacar sobresaliente....”, “no te tolero los suspensos...”, “tú puedes mucho más...” A medida que se va incumpliendo la expectativa, se va produciendo una mayor ansiedad que merma cada vez más la autoestima del niño y  bloquea sus capacidades.

En esta misma línea habría de situarse la coacción de los padres para que los hijos sean aquello que ellos no pudieron llegar a ser, o para alcanzar los arquetipos del éxito exhibidos por la sociedad. ¡Cuántos adolescentes terminan con una quiebra de su afectividad en el intento de acceder a carreras para las que ni tienen condiciones ni tienen intereses, solamente por no decepcionar a sus padres o por responder a las presiones familiares...!

5) Un niño -como un adulto- se siente querido cuando se siente valorado.

Quizás sea ésta la expresión que resume a todas las anteriores, porque, en el fondo, sentirse querido no es sino sentir que alguien fija su atención en mí, le importo y está dispuesto a buscar mi bien aun a costa de su sacrificio. Pero ¿qué me está diciendo con todo ello? Me está diciendo que me quiere porque valgo y que valgo, a su vez, porque me quiere. Y tanto más valgo cuanto más vale quien me quiere. Para el niño son los padres el summum del valor.

Estar ahí, atender al niño con atención concentrada, comprenderlo y aceptarlo es decirle ya de forma elocuente que es un bien en sí, cuya característica más importante es que vale. No podemos olvidar que la imagen que cada uno se va formando de sí mismo va a depender no de lo que objetivamente es y vale, sino de lo que es y vale para los demás. Es por esto por lo que algunos autores han hablado del “yo espejo”. Nadie se ha visto su rostro directamente puesto que, al tener los ojos en dicho rostro, no hay manera de llegar a captar de forma directa la realidad de nuestro semblante. Esa imagen se ha formado a través del objeto mediador espejo. Piénsese, sin embargo, en cuál podría ser la imagen que podría tener de su rostro un sujeto que se hubiera mirado siempre a un espejo cóncavo o a un espejo convexo... Su propia imagen física está condicionada por la calidad del espejo.

Desde el punto de vista del autoconcepto se opera con mecanismos similares. El niño crece mirándose permanentemente ante el espejo de los adultos que afectivamente más le importan. ¿Qué sucede cuando la mayor parte de las respuestas recibidas son de rechazo, de prohibición, de descalificación (“insuficiente”), etc.? Es probable que en el fondo anímico del niño se vaya generando una conciencia autodestructiva que le lleve a afirmar “no soy capaz”, “ya sé que soy un inútil”, “no valgo para nada”, o a comportamientos de agresividad, de inhibición o de abandono en otros que no son sino indicadores de un sentimiento de desafecto.

Así pues, a comunicación con los hijos se facilita cuando éstos se sienten atendidos, comprendidos, aceptados y valorados.

III) La comunicación y su efecto en el periodo de la adolescencia.

Puesto que es la edad en que van haciendo elecciones en relación con los amigos o amigas y éstos se van convirtiendo en grupos de referencia para sus conductas, nos podemos encontrar con criterios y comportamientos inducidos que se apartan de lo que el adulto entiende como pauta deseable.

La comunicación con los hijos, sin embargo, puede llegar a perder fluidez cuando éstos van entrando en el período de la pubertad y de la adolescencia. ¿Cuáles son las causas y qué efectos puede tener?

En primer lugar, es preciso tener en cuenta que, muchos de los procesos de incomunicación severa, no son problemas propiamente de la adolescencia, sino que se han generado durante la niñez y emergen precisamente ahora. El niño, mientras es niño, no tiene conciencia de su propia intimidad y, por ello, sigue comunicando con los adultos con una cierta espontaneidad. A pesar de que el adulto le haya negado atención cuando el niño ha querido jugar con él, hablar con él, compartir con él sus pequeños problemas. O a pesar de que no se haya sentido del todo comprendido, o aceptado, o suficientemente valorado. Sin embargo ha ido creciendo con la conciencia de que lo más natural es que su mundo no interesa al mundo del adulto y ha aprendido a desconfiar del mundo de los mayores. Cuando llegue la pubertad y la adolescencia cerrará a cal y canto su propia interioridad y, aunque tuviera necesidad de comunicarse con esos mismos adultos, no encontrará las vías o éstas le resultarán extrañas.

No obstante, no podemos olvidar que lo que caracteriza a la adolescencia es precisamente el descubrimiento de su intimidad. El adolescente descubre su “yo” como algo fascinante que le permite pensar por sí mismo, sentir por sí mismo y decidir por sí mismo. Se recrea en la contemplación de ese yo y necesita afirmarlo frente a los adultos. Por eso el primer movimiento tras el encuentro es convertirlo en “propiedad privada”. Es, pues, natural que la comunicación con sus padres deje de ser tan fluida y espontánea como lo había sido mientras fue niño. En la medida en que los adultos sean respetuosos con esa intimidad pero, al mismo tiempo, transmitan al púber o al adolescente que están disponibles para atenderlos, comprenderlos, aceptarlos y valorarlos, podrán comprobar que los hijos harán uso de las vías de comunicación de intimidades cuando realmente lo necesiten y con toda la naturalidad.

Es la edad, por otra parte, en que necesitan ir encontrando fuera de la familia algunos espacios donde poder compartir parte de esa intimidad: los amigos o amigas, en círculos cada vez más restringidos, más elegidos y más íntimos.

Es también el momento en que puede producirse algún tipo de influencia no deseada y que pone en riesgo la orientación de la personalidad del adolescente. No es infrecuente el lamento de muchos padres que se quejan amargamente de la nociva influencia que ejercen sobre sus  hijos determinadas amistades o determinadas compañías. En estos casos conviene siempre preguntarse si los hijos adolescentes han llegado a ser así porque tienen esas compañías o tienen esas compañías porque son así.

Puesto que es la edad en que van haciendo elecciones en relación con los amigos o amigas y éstos se van convirtiendo en grupos de referencia para sus conductas, nos podemos encontrar con criterios y comportamientos inducidos que se apartan de lo que el adulto entiende como pauta deseable. Si el hijo adolescente muestra un pensamiento manipulado por las citadas compañías, ¿no será a causa de una ausencia de criterios propios porque no ha existido comunicación suficiente con los adultos como para hacer una propuesta razonada y tolerante en relación con criterios fundamentales para situarse ante la vida? ¿No será a causa de que el adulto ha tratado de imponer de forma inflexible un pensamiento rígido que repugna a la autonomía del joven? En estos casos, la opinión formulada por otros adolescentes de su entorno de manera rotunda, transmitiendo sensación de seguridad, aunque carezcan de argumentos, impregnada de rebeldía, puede producir una especial fascinación sobre el pensamiento y arrastrarlo hacia actitudes indeseadas.

Lo mismo puede suceder en el ámbito de lo afectivo. El adolescente tiene, como hemos señalado, la necesidad de comunicación de intimidad a intimidad Esta comunicación requiere el clima de la atención, de la comprensión, de la aceptación y de la valoración. Mas, si en el ambiente familiar no encuentra respuesta a estas necesidades, buscará fuera la vía de satisfacción a tales tendencias. Es probable entonces que le atienda quien tiene sus mismos problemas, porque en el desahogo encontrará escucha segura. Quien tiene sus mismos problemas le comprenderá, porque no le resulta difícil ponerse en su misma situación. Y le aceptará de buena gana, porque aceptándolo se siente, a su vez, aceptado. Ambos se valorarán cuando los demás no les valoren. Pero quien le da por estos medios la seguridad que le ha podido faltar en el ámbito familiar, le exigirá alguna forma de “lealtad” y de sumisión. Con ello se consuma un proceso de manejo o de manipulación que le puede llevar a la pérdida de la libertad. Lejos de orientarlo, lo “occidenta”...


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