La escudilla del mendigo
El descubrimiento de la propia riqueza
Raúl Berzosa. Parábolas para meditar
Chandrakant era un mendigo indio que se tenía por el último de todos. «No valgo para nada», solía repetirse a si mismo. «Soy un inútil, un parásito. Nadie me quiere ni nadie me querrá jamás». La única cosa que de veras llamaba suya era su sucia y vieja escudilla de pedir, que jamás se apartaba de su lado y que constantemente ponía delante de todo el que creía que probablemente le daría dinero. A veces lo hacía tímidamente, del todo consciente de su insuficiencia. Otras veces la ponía descarada y hasta rencorosamente delante de ciertas personas, especialmente si sentía envidia de ellas. Esto lo sentía con frecuencia, por lo cual experimentaba satisfacción más que vergüenza en aceptar la caridad.
A menudo entraba en las tiendas, pidiendo a dueños y clientes indistintamente que le dieran una limosna. Un día entró en una tienda de objetos curiosos y puso su pesada y vieja escudilla de mendigo ante las narices del propietario:
- Por favor, se lo ruego. Tenga compasión de mí. Sólo lo preciso para un pedazo de pan. Tengo hambre. Tenga piedad de mí.
El dueño se quedó mirando la sucia escudilla del mendigo. Por último se la cogió a Chandrakant, diciendo:
- Deja que examine más de cerca esa sucia escudilla tuya.
- Por favor, señor -exclamó Chandrakant-, «déjemela... Es lo único...»
- Sólo un minuto, -le interrumpió el propietario de la tienda-. Eres tú un extraño mendigo. Tienes tú más que yo.
- Por favor, señor, no se burle de mi. Sólo deseo...
- Lo digo en serio. Tú no eres un pobre. Esa escudilla tuya tan sucia... ¿Por qué no la vendes? Es de puro oro macizo.