La belleza en el arte
Benedicto XVI
31 agosto 2011
Tal vez os ha sucedido alguna vez ante una escultura, un cuadro, algunos versos de una poesía o un fragmento musical, experimentar una profunda emoción, una sensación de alegría, es decir, de percibir claramente que ante vosotros no había sólo materia, un trozo de mármol o de bronce, una tela pintada, un conjunto de letras o un cúmulo de sonidos, sino algo más grande, algo que «habla», capaz de tocar el corazón, de comunicar un mensaje, de elevar el alma. Una obra de arte es fruto de la capacidad creativa del ser humano, que se cuestiona ante la realidad visible, busca descubrir su sentido profundo y comunicarlo a través del lenguaje de las formas, de los colores, de los sonidos. El arte es capaz de expresar y hacer visible la necesidad del hombre de ir más allá de lo que se ve, manifiesta la sed y la búsqueda de infinito. Más aún, es como una puerta abierta hacia el infinito, hacia una belleza y una verdad que van más allá de lo cotidiano. Una obra de arte puede abrir los ojos de la mente y del corazón, impulsándonos hacia lo alto.
Pero hay expresiones artísticas que son auténticos caminos hacia Dios, la Belleza suprema; más aún, son una ayuda para crecer en la relación con él, en la oración. Se trata de las obras que nacen de la fe y que expresan la fe. Podemos encontrar un ejemplo cuando visitamos una catedral gótica: quedamos arrebatados por las líneas verticales que se recortan hacia el cielo y atraen hacia lo alto nuestra mirada y nuestro espíritu, mientras al mismo tiempo nos sentimos pequeños, pero con deseos de plenitud… O cuando entramos en una iglesia románica: se nos invita de forma espontánea al recogimiento y a la oración. Percibimos que en estos espléndidos edificios está de algún modo encerrada la fe de generaciones. O también, cuando escuchamos un fragmento de música sacra que hace vibrar las cuerdas de nuestro corazón, nuestro espíritu se ve como dilatado y ayudado para dirigirse a Dios. Vuelve a mi mente un concierto de piezas musicales de Johann Sebastian Bach, en Munich, dirigido por Leonard Bernstein. Al concluir el último fragmento, en una de las Cantatas, sentí, no por razonamiento, sino en lo más profundo del corazón, que lo que había escuchado me había transmitido verdad, verdad del sumo compositor, y me impulsaba a dar gracias a Dios. Junto a mí estaba el obispo luterano de Munich y espontáneamente le dije: «Escuchando esto se comprende: es verdad; es verdadera la fe tan fuerte, y la belleza que expresa irresistiblemente la presencia de la verdad de Dios». ¡Cuántas veces cuadros o frescos, fruto de la fe del artista, en sus formas, en sus colores, en su luz, nos impulsan a dirigir el pensamiento a Dios y aumentan en nosotros el deseo de beber en la fuente de toda belleza! Es profundamente verdadero lo que escribió un gran artista, Marc Chagall: que durante siglos los pintores mojaron su pincel en el alfabeto colorido de la Biblia. ¡Cuántas veces entonces las expresiones artísticas pueden ser ocasiones para que nos acordemos de Dios, para ayudar a nuestra oración o también a la conversión del corazón! Paul Claudel, famoso poeta, dramaturgo y diplomático francés, en la basílica de «Notre Dame» de París, en 1886, precisamente escuchando el canto del Magníficat durante la Misa de Navidad, percibió la presencia de Dios. No había entrado en la iglesia por motivos de fe; había entrado precisamente para buscar argumentos contra los cristianos, y, en cambio, la gracia de Dios obró en su corazón.
Queridos amigos, os invito a redescubrir la importancia de este camino... La visita a los lugares de arte no ha de ser sólo ocasión de enriquecimiento cultural —también esto—, sino sobre todo un momento de estímulo para… detenerse a contemplar —en el paso de la simple realidad exterior a la realidad más profunda que significa— el rayo de belleza que nos toca, que casi nos «hiere» en lo profundo y nos invita a elevarnos hacia Dios.”