Fetiches de la cultura contemporánea. Fanatismo
La relación con la verdad frente al pensamiento débil: certeza, búsqueda y compromiso
Es divertido constatar cómo nuestra cultura contemporánea, tan liberada de oscurantismos y de prejuicios atávicos, dice ella de sí misma, se nos ha ido llenando de jalones fetiches que marcan la ruta obligada de todo pensamiento que quiera circular con fluidez por la sociedad actual. Con unos cuántos calificativos-amuleto se puede vestir de sabio al amigo o de bufón al oponente para que sirva de befa y desprecio del respetable. Este es el caso que ha de afrontar hoy, tiempos de pensamiento débil, toda persona que se muestre socialmente como una persona de convicciones. Lo aislarán tras la valla del fanatismo, de la intolerancia, del esencialismo, del integrismo, de hooligan, de esclavizado, para que no contagie, dicen, a la plácida parroquia del democratismo relativista con sus convicciones. Permítaseme explicarme con una anécdota, con pretensión de metáfora solamente, que es la que dio lugar no hace mucho tiempo a esta reflexión:
Acompañaba a cierta persona, profesional de la ingeniería, en una visita a la ciudad de León. En un momento determinado le manifesté mi deseo de ir a la santa misa que se celebraba a esa hora en la catedral, a lo que, entre sorprendido y socarrón, me espetó:
- No me imaginaba que tú también fueras de los fanáticos de la misa
Mi acompañante se quedó en una terraza situada frente a la fachada principal tomándose una cerveza mientras yo acudía a la celebración de la Eucaristía. Una vez terminada la ceremonia, desde el mismo interior de la catedral llamo por teléfono a mi ínclito ingeniero para manifestarle la emoción del impresionante espectáculo de las vidrieras a esa hora, e invitarlo a compartir conmigo esa exquisita experiencia estética. Sorprendentemente me contesta que, no cree que merezca la pena: en ese mismo momento, él está mirando desde fuera el rosetón central y las vidrieras al alcance de su vista, y no ve absolutamente nada de cuanto le describo Le porfío, pero él termina insinuándome irónico si no me habrán dado a fumar algo raro ahí adentro y me sigue esperando en el exterior.
Metáfora de nuestra situación actual. Ante la realidad de la creación, hay una mirada desde la fe. Y, desde ahí, lo real tiene un sentido y una narrativa; la vida tiene unas tonalidades existenciales y unas exigencias y provoca unos sentimientos. Hay otra mirada desde la inmanencia. Desde aquí se ve sólo lo que se puede ver por el reverso, por muy aguda que sea la visión de quien escudriña. Desde aquí hay piezas que no encajan, como las porciones de vidrio vistas desde el exterior de la catedral. Fanático ¿quién es? ¿Quien no quiere salir del templo para no perderse ese concierto de colores y esa narrativa didáctica, o quien no quiere entrar para no perder el asiento confortable de la terraza?
Todos recordamos aquellos años del recurso al socorrido diálogo generoso para ensanchar el Reino. Era perentorio hacerse mundo con el mundo, se decía; acercarse al hombre de hoy, a su manera de ver la realidad para comprenderlo; hablar sus lenguajes, utilizar su mismo imaginario, desmisterizar el cristianismo para hacerlo comprensible a quienes lo miraban desde fuera. Y salimos en tropel del templo con el ánimo de contar las maravillas que se veían desde dentro -decíamos ingenuamente-. Con el paso del tiempo hemos visto que pocos, muy pocos, respondieron a la llamada para entrar (Si tan fascinante es el espectáculo interior ¿qué buscáis fuera?- se preguntaban incrédulos los foráneos) y, muchos de los que salieron con el arrebato del diálogo apostólico y constructivo se quedaron fuera. Quisieran hoy seguir dialogando, pero no tienen con quién y, quizás, tampoco saben de qué. Los tolerantes del relativismo no están interesados. Los que salieron ya no recuerdan apenas lo que había dentro. La euforia de aquel aggiornamento también tuvo su resaca.
Sin embargo, apenas hemos aprendido. Sigue hoy repitiéndose como un mantra en los ámbitos educativos el fetiche del diálogo de civilizaciones, el de la educación pluricultural, el de la educación para la tolerancia. Es decir, se insta a mirar las vidrieras desde fuera, espacio común y público, para que nadie tenga que franquear los límites del templo. Lo que se ve desde ese espacio no es digno de mayor atención. Y nos olvidamos de algo tan elemental como que, incluso en la gramática, la existencia del plural solamente se explica por la existencia previa del singular. Solamente en la medida en que una singularidad afirma su identidad frente a otras identidades singulares se puede hacer fértil la inevitable pluralidad. No creo que en nuestra sociedad haya un déficit de tolerancia. Más bien parece afectarnos una inmunodeficiencia adquirida en los bajos fondos del pensamiento débil, de la voluntad desvitalizada, del relativismo confortable.
Educar para vivir con los demás en un mundo plural no es lo mismo que educar en el politeísmo axiológico ni en el agnosticismo valorativo. No consiste en proporcionar al educando una perspectiva en la que quepan todas las miradas al mismo tiempo, porque esto produce vértigo y, a la larga, anomía. Lo estamos constatando actualmente. No se cultiva la empatía abandonando el propio hogar para husmear en las cocinas del vecindario Frecuentemente, al no saber qué hacer con la propia vida, salimos en actitud altruista buscando vidas ajenas que nos distraigan. Y lo disfrazamos de empatía generosa. ¿Es verdaderamente cuerdo aconsejar al enamorado que experimente simultáneamente otros amores para desfanatizar su amor?
Lo denunciaba M. Scheler: uno de los síntomas del resentimiento moral de nuestro tiempo es la tendencia a convertir el vicio en virtud. Hemos sublimado la envidia elevándola a la categoría de virtud social con el nombre de igualdad. Hemos engalanado la más grosera espontaneidad con los dones de la sinceridad. Hemos querido disimular nuestra pereza intelectual y nuestra soberbia para aceptar la verdad construyéndonos una categoría epistemológica superior: la duda. La verdad no existe, dice el resentido. Dudemos honradamente, pues, y vivamos a la altura de nuestras dudas. Pero, dudar ¿de qué? Solamente nos es dado dudar cuando se busca. Y solamente se busca cuando se tiene la certeza de que existe lo que se busca. Buscar desde el supuesto de la inexistencia de lo buscado es de diván de psiquiatra. Quizás por esto muchos de nuestros jóvenes ya ni dudan ni buscan. Pasan.
Son temibles las personas que se sienten poseedoras de la verdad, se suele afirmar en el ágora de la progresía para incitar al desistimiento. No. La relación con la verdad no es esa. Por su naturaleza es la verdad la que invita a dejarse poseer por ella. La verdad liga y ob-liga: compromete. Por eso a veces produce miedo y se termina negando su existencia. Como los niños pequeños, terminamos creándonos la ilusión de que, si no la vemos, no nos ve. Afirmaba Unamuno que, cuando no nos atrevemos a mirar de frente los ojos de la esfinge, terminamos dedicándonos a contar con toda seriedad los pelos del rabo de la esfinge