Raíces de Europa
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Europa y la ciencia moderna

Espíritu científico y espíritu religioso, ¿compatibilidad o enfrentamiento?

Jesús Amado Moya
Revista ESTAR. octubre 2005

Galileo

«El campo en el que ya se ha entablado la batalla, la cual —sin duda alguna— se tornará cada vez más violenta, es la incompatibilidad del espíritu científico y del espíritu religioso.

“Se pretende negar a cualquier religión el derecho a subsistir, y ello en nombre de la ciencia toda. Se pretende establecer que ningún hombre sensato podría, a la vez, admitir el valor de la ciencia y creer en los dogmas de una religión. Se nos pinta con artimañas del cristianismo, únicamente preocupadas por discusiones teológicas, no supieron recoger ni la menor parcela de la herencia científica de los griegos. Se hacen resplandecer ante nuestros ojos los descubrimientos del Renacimiento, en el cual las mentes, liberadas por fin del yugo de la Iglesia, volvieron a encontrar el hilo de la tradición científica, al mismo tiempo que el secreto de la belleza artística y literaria. A partir del siglo XVI suele oponerse, con complacencia, la marcha siempre ascendente de la ciencia, a la decadencia, cada vez más profunda, de la religión. Se cree entonces estar autorizado para profetizar la muerte cercana de esta y a la vez el triunfo universal e indiscutible de aquella.

“Esto es lo que se enseña en innumerables cátedras, lo que se escribe en multitud de libros.

“Ante esta enseñanza, ya es hora de que se levante la enseñanza católica, de que eche en cara a su adversario esta palabra: ¡mentira! Mentira en el ámbito de la lógica y en el ámbito de la historia. La enseñanza que pretende asentar el antagonismo irreductible entre el espíritu científico y el espíritu cristiano es la mentira más colosal y más audaz que jamás haya intentado engañar a los hombres.»

¿Cuándo se expresaron estas ideas? No en nuestros días, sino en 1911.

¿Quién fue su autor? Pierre Duhem, francés.

¿Es un teólogo, un filósofo, un eclesiástico? No; un científico. Catedrático de Física Teórica en la Universidad de Burdeos. Miembro de la Academia de las Ciencias de París.

La Ciencia Moderna
Se pretende negar a cualquier religión el derecho a subsistir, y ello en nombre de la ciencia toda. Se pretende establecer que ningún hombre sensato podría, a la vez, admitir el valor de la ciencia y creer en los dogmas de una religión.
Pierre Duhem


¿Hizo algo para desenmascarar la «gran mentira» que denuncia? Con un tesón enorme investigó en los documentos más antiguos que se conservaban en la Biblioteca Nacional de París. Durante los diez últimos años de su vida (nació en 1861; murió en 1916) llenó de su puño y letra 120 cuadernos de 200 páginas cada uno, con extractos de manuscritos medievales. Fruto de este trabajo fue su obra El sistema del Mundo, que consta de 10 volúmenes de 500 páginas cada uno.

¿Y cuál fue el resultado de su encomiable investigación histórica? Fundamentalmente son dos las tesis que sustenta y demuestra Duhem. La primera, que existe conexión estrecha entre la ciencia medieval (siglos XII-XIV) y la aparición de la ciencia moderna (siglos XVI-XVII). La segunda, que la existencia en Europa de una «matriz cultural cristiana» fue la que hizo posible la aparición de la ciencia moderna. Atrevidas afirmaciones que, ante la imposibilidad de ser refutadas, intentaron ser silenciadas desde los más diversos ambientes secularistas. En ellos retumbaba el grito de batalla de Harnack: «Católica non leguntur».

Si la contribución de la cultura religiosa de los inicios de la Edad Media al movimiento científico fue la de preservación y transmisión (recordemos las escuelas de traductores de Toledo, Ripio o Sicilia), Duhem va descubriendo cómo, tras la creación y mantenimiento de escuelas monásticas, catedralicias y universidades por la Iglesia, la rígida sujeción de la Filosofía al pensamiento aristotélico comienza a mostrar signos de resquebrajamiento ya en los albores del siglo XIV, al menos en el campo de Filosofía de la Naturaleza, germen de las actuales Ciencias. En las Universidades de Oxford y París se va dando un paso progresivo desde las cuestiones filosóficas sobre la naturaleza del espacio, tiempo, movimiento… hacia las cuestiones científicas cuantificables (cuánto se mueve un cuerpo, con qué rapidez, durante cuánto tiempo, etc.).

Laboratorio
Las dos tesis que sustenta y demuestra Duhem son: La primera, que existe conexión estrecha entre la ciencia medieval y la aparición de la ciencia moderna. La segunda, que la existencia en Europa de una «matriz cultural cristiana» fue la que hizo posible la aparición de la ciencia moderna

Entre 1325 y 1350 aparece en el Merton College de Oxford un grupo de profesores que realizan destacados y pioneros estudios sobre cinemática y dinámica, que serán aprovechados siglos después por Galileo; Juan de Buridán (1290-1358) Rector de la Universidad de París, analiza por primera vez el concepto mecánico de «ímpetu»; Alberto de Sajonia (1316-1390), discípulo de Buridán y Rector de las Universidades de París y Viena, introduce el concepto de centro de gravedad de un cuerpo, del que hará uso posteriormente Newton en su formulación de la teoría de la Gravitación Universal; a comienzos del siglo XIV el dominico Dietrich de Freiberg realizó las más notables experiencias medievales en el campo de la óptica, estudiando en particular el arco iris, del que da una explicación física exacta de sus arcos primario y secundario. Más aún, Dietrich se ocupó de la descomposición de la luz, siendo sus experiencias las precursoras de las que realizará Newton casi cuatro siglos después.

Mucho antes, en la segunda mitad del siglo XIII se va del razonamiento puro a la experimentación manual; el paso lo da Pierre de Maricourt, probable maestro de Roger Bacon, que se ocupó de óptica y de astronomía, pero cuyo escrito más notable es la Epistola de magnete, de 1269, con la cual puede decirse que se inicia el estudio científico del magnetismo, y en la que aparece en forma clara la primera mención de lo que se convertirá después en el método experimental.

Nicolás de Oresme (1320-1382), también discípulo de Buridán, introduce el uso de las coordenadas rectangulares, estudia en forma cualitativa el movimiento de caída libre de los cuerpos (constituyéndose en precursor de Galileo) y postula el movimiento diurno de la Tierra (anticipándose a Copérnico).

Más y más campos son abordados por Duhem, y mayor va siendo su convencimiento de que hay una línea de continuidad entre la «oscura» Edad Media y el nacimiento de la Ciencia Moderna. Así, en un momento determinado escribe: «El estudio de los orígenes de la Estática nos condujo así a una conclusión: a medida que hemos ahondado nuestras investigaciones en las más variadas direcciones, dicha conclusión se ha adueñado de nuestro espíritu con creciente vigor; por ello nos atreveremos a formularla con toda generalidad: la mecánica y las ciencias físicas, de las que se enorgullecen con pleno derecho los tiempos modernos, derivan, a través de una cadena ininterrumpida de progresos apenas perceptibles, de las doctrinas profesadas en las escuelas de la Edad Media; las supuestas revoluciones intelectuales, la mayoría de las veces, sólo han sido lentas evoluciones, largamente preparadas».

Copérnico

Pero es en la segunda tesis de Duhem donde más deseo detenerme. La Iglesia no sólo no frenó el avance científico (aunque hayamos de lamentar momentos de tensión e incertidumbre) sino que proporcionó el «caldo de cultivo» dentro del cual pudieron darse tantos y tan relevantes avances científicos.

Cuando en el siglo XVI llegan los primeros jesuitas (P.P. Ricci, Longobardi, Schall, Verbiest…) a China, sus conocimientos científicos ganan las voluntades del Emperador y sus ministros, a punto tal que son puestos al frente del Observatorio Imperial y del Tribunal de Astronomía de dicha nación. La labor que desarrollaron ganó la admiración aun de los mismos europeos. Llevaron a cabo la cartografía de toda China, publicaron los correspondientes mapas, tradujeron las obras más importantes de los científicos europeos, contruyeron aparatos astronómicos, máquinas neumáticas, artilugios hidráulicos… en suma, llevaron a China la ciencia europea, y dieron a conocer en Europa la geografía, flora, fauna, metales y productos de esta desconocida nación.

Sin embargo, lo que deseo destacar es el contraste entre el nivel científico de Europa en aquellos momentos, y el exiguo de China. ¿A qué era debido? Esa misma pregunta espoleaba al historiador marxista J. Needham (1900-1995), y tratando de hallar la respuesta buscó en distintos factores socieconómicos la causa probable de que los chinos lo lograran «inventar la ciencia», por decirlo de alguna manera. Tras sus estudios, Needham tuvo que admitir que la causa clave de este fracaso apuntaba no hacia el feudalismo medieval chino y otros motivos reaccionarios, sino hacia la teología. Más concretamente, llamó la atención sobre la temprana pérdida de la creencia en un Creador personal y racional, pérdida esta que puede observarse en el pensamiento religioso chino. Con la pérdida de esa creencia se perdió también la confianza en la racionalidad del universo. Citando a Needham: «Entre los chinos no existía el convencimiento de que los seres personales racionales fueran capaces de explicar, en su lenguaje terreno inferior, el código divino de leyes decretado por el Creador en otro tiempo».

Universidad de Salamanca
La Iglesia no sólo no frenó el avance científico sino que proporcionó el «caldo de cultivo» dentro del cual pudieron darse tantos y tan relevantes avances científicos

A.N. Whitehead (1861-1947), historiador de la Ciencia, agnóstico, defendió en las conferencias Lowell de 1925 (publicadas posteriormente con el título La Ciencia y el mundo moderno) la misma tesis que Duhem años antes: que contrariamente a lo que el positivismo pretende afirmar, la ciencia no debe su origen al rechazo de las creencias religiosas; muy al contrario, había que buscar el nacimiento de la ciencia moderna en la firme fe de la Edad Media. Consideraba fundamental, en este contexto, la insistencia medieval en la racionalidad del Creador. Whitehead subrayó también que la creencia en el dogma de la creación tuvo que ser compartida por toda una cultura a lo largo de varias generaciones. Solamente esa experiencia comunitaria y esa convicción pudieron producir lo que él llamaba una línea de pensamiento, un clima de confianza intelectual y de optimismo. A su vez, esto dio lugar a la empresa científica y a la determinación de buscar la racionalidad en todos los procesos de la naturaleza.

El tren de la ciencia moderna está ya en marcha y va a gran velocidad. Un materialista, un ateo o un agnóstico pueden subirse a él y perfeccionarlo con su trabajo. Pero no fue en un ambiente materialista, ni ateo donde se construyó y puso en movimiento. En cualquier caso, de lo que somos conscientes los creyentes —que también colaboramos en ese tren— es que éste discurre por las vías de la verdad científica hacia la estación «Termini», la Verdad increada.


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