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Ética, política y libertad

¿ACEITE Y AGUA?

Alberto Galiana García

Vivimos tiempos convulsos. A veces podemos pensar que nuestra sociedad occidental se asemeja a una botella agitada por alguien para intentar mezclar los líquidos que contiene. Y en ese contexto, resulta indispensable reflexionar qué tipo de mixtura queremos obtener de la botella agitada.

Hay voces que afirman que no cabe esperar nada de la política porque, como si fueran aceite y agua, no podemos creer que se pueda mezclar con la ética, cayendo en un escepticismo paralizante y sin esperanza.

Otros, en cambio, utilizan como reclamo un envase sugerente, unas tesis políticas aderezadas con una ética “light” (o incluso naíf) a gusto del consumidor y la propia atracción hipnótica de la agitación de lo establecido. Aseguran que son capaces de encontrar como resultado una especie de bálsamo de Fierabrás que nos traerá mágicamente un remedio para todos nuestros males sociales y nos sugieren beber lo que en realidad es un veneno pero, eso sí, con sabor extremadamente dulce y efecto sedante.

¿Es posible encontrar un camino que, en la encrucijada actual, permita combinar una acción política eficaz con unos principios éticos sólidos y que no merme, sino que tienda como fin propio a acrecentar, la libertad de las personas dentro de una sociedad que persiga la justicia y el bien común?

Otras formas de entender el poder y la política, ausentes de inspiración ética, conducen inevitablemente a un endiosamiento soberbio. Exactamente igual que nos ocurre en nuestras realidades individuales, a nivel colectivo, cuando la ética no nos hace reflexionar y corregir nuestras desviaciones, de manera ineludible acabamos dañando a los demás y, a la postre, destruyéndonos a nosotros mismos como personas.

Se trata de una pregunta de tal profundidad que, para tratar de aproximarnos a un esbozo de respuesta, se requeriría de un tiempo y extensión del que no disponemos en este breve artículo, pero sí que cabe señalar algunas ideas que nos puedan servir para la reflexión personal.

Ya en las antiguas civilizaciones se evidenciaba que la ausencia de límites al gobernante conducía a su divinización y tiranía. En el mundo grecolatino, dicha tendencia continuó, si bien se empezaron a vislumbrar algunos cambios esperanzadores en la incipiente democracia ateniense y la república romana, pero con el advenimiento del imperio se produjo una involución que duraría siglos.

La irracionalidad de los mitos políticos que sostenían el poder en Roma, la divinización del emperador y la invasión de todas las esferas privadas por el aparato «estatal», fueron sembrando progresivamente su decadencia posterior y su caída final en el siglo V.

De hecho, autores latinos de la época como Scévola, Varrón o Séneca llegaron a justificar que el respeto al Estado justificaba el rechazo de la verdad.

Ante esa situación, san Agustín defendía, desde sus postulados cristianos, que la fe en una religión independiente del poder era una liberación para la verdad, frente a la imposición de la costumbre desde el Estado romano. De hecho, la irrupción del cristianismo en la sociedad romana constituyó una auténtica revolución que transformó la concepción del poder político.
Erich Fromm en su obra «El miedo a la libertad» asimilaba el devenir histórico de las sociedades con el desarrollo de la personalidad en un individuo. El crecimiento gradual en una persona de «la fuerza del yo» y de las ansias de libertad serían paralelos a la evolución histórica de la humanidad.

Pero esta evolución histórica no fue siempre uniforme. Ya en el siglo XVI, cuando parecía que el espíritu renacentista se abría paso y se dejaba atrás la Edad Media, el ejemplo de la muerte de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, por defender su libertad religiosa y haberse posicionado contra la confusión que se pretendía en Inglaterra entre Iglesia anglicana y monarquía, hizo pensar que la lucha por la libertad estaba lejos de completarse.

A comienzos del siglo XX, en palabras de Solzhenitsyn, se produjo una «profunda y duradera crisis de civilización en Occidente», cuyas máximas expresiones fueron las dos guerras mundiales y el advenimiento de los totalitarismos. Los paraísos de esos regímenes tiránicos eran prometidos por sus líderes, basándose en lo que De Lubac consideraba «un humanismo ultramundano e inhumano que era absolutamente incapaz de crear, mantener y defender el proyecto democrático».

En nuestros días, la larga batalla por la ética en la política continúa más viva que nunca. La tecnología omnipresente, con sus innegables bondades, amenaza de nuevo con caer en manos de gobernantes para acuñar nuevas técnicas de control social y censura, tal y como ya sucede en una China cuya influencia no deja de crecer.

Como vemos, no es que es que la armonía y complementariedad entre ética y política sea meramente un deseo utópico e ingenuo en nuestro tiempo, es que en ese respeto ético de los gobernantes nos jugamos hoy más que nunca nuestra libertad.

Tras unos años de dedicación a estas tareas, creo sinceramente que la ética es un elemento indispensable en la acción política si es que la entendemos como un servicio a los demás. De hecho, pocas veces caemos en la cuenta de que, en realidad, más que un límite es una defensa, una protección de nosotros mismos y de nuestros excesos.

Sin embargo, antes que todo, la ética en la vida (y por supuesto en la política) es una inspiración que debe abarcar toda nuestra forma de actuar y es en ese contexto cuando podemos entender perfectamente la afirmación que hace el papa Francisco de que «el auténtico poder es el servicio».

Otras formas de entender el poder y la política, ausentes de inspiración ética, conducen inevitablemente a un endiosamiento soberbio. Exactamente igual que nos ocurre en nuestras realidades individuales, a nivel colectivo, cuando la ética no nos hace reflexionar y corregir nuestras desviaciones, de manera ineludible acabamos dañando a los demás y, a la postre, destruyéndonos a nosotros mismos como personas.

Volviendo a la figura de santo Tomás Moro, nos puede ser útil la siguiente afirmación que veladamente declaró sobre su rey Enrique, que finalmente lo decapitó: «Los aduladores pueden producir daños incalculables porque, en casos extremos, hacen que una persona se crea un dios en esta tierra y quiera convertirse en el amo de todo el mundo».

Este es el riesgo verdadero de la política sin ética, que su esencia de servicio a la sociedad se corrompe y se torna en una demanda de que sea la propia sociedad la que sirva al poderoso, que así se convierte en un tirano.

Constituiría un grave error acomodarnos y dar por sentado un avance ético perpetuo y sin lucha en el devenir histórico. De hecho, como se ha visto, se han dado a lo largo de los siglos siniestras involuciones. Más vale entonces que nos empeñemos con todas nuestras fuerzas en que el aceite y el agua se puedan mezclar y que seamos inflexibles en exigir un compromiso ético a nuestros políticos, tanto a nivel individual como socialmente, a través de los mecanismos legales que nos otorgan nuestras democracias.


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